'Veinte mil leguas de viaje submarino' de Jules Verne es la novela
perfecta porque resume las dos metáforas centrales de cualquier
literatura: la inmersión, el viaje
En aquel austero comedor no estaban aún el televisor y el frigorífico
que ocuparían lugares de honor unos años más tarde. Había una ventana
enrejada, una mesa camilla, una repisa de obra en un rincón donde estaba
la radio, un reloj de péndulo colgado de la pared encalada. El tictac
del mecanismo murmuraba en la caja de madera. Los cuartos y las horas
resonaban nítidos como golpes de gong. Yo leía sentado en una silla de
anea, apoyando los codos en la mesa, arrimado al brasero, abrigándome
con las faldillas, en la casa donde reinaba el frío durante los meses de
invierno. No había un sillón ni un sofá donde echarse a leer. De noche,
los mayores se quedaban dormidos apoyando la cabeza sobre los brazos
cruzados. El único sitio para descansar era la cama, y la cama estaba en
un dormitorio helado. Cuando yo leía en ella se me quedaban frías las
manos. Sostenía el libro con una mano mientras calentaba la otra debajo
del embozo.
Leía en el comedor, unas veces rodeado de la familia y otras, las
menos, yo solo. Leía y estudiaba, hacía los deberes. Aprendí a aislarme
en el barullo que me envolvía casi siempre: conversaciones, juegos de
cartas, seriales en la radio, más tarde programas en la televisión,
concursos, películas, espectáculos de variedades. Sumergido en el libro
lograba un aislamiento perfecto. Cuando estaba solo tenía de fondo los
sonidos de la calle y el tictac y los golpes del reloj.
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