LA AUTOFICCIÓN: UNA APROXIMACIÓN TEÓRICA. ENTRE LA RETÓRICA DE LA MEMORIA Y LA ESCRITURA DE RECUERDOS
THE AUTOFICTION: A THEORETICAL APPROACH. BETWEEN THE RHETORICAL OF MEMORY AND THE WRITING OF SOUVENIRS
JULIA MUSITANO/ Acta leteraria
UNR-CONICET. Rosario, Argentina
luchinaj@hotmail.com
Resumen: A
lo largo de cuatro apartados se realiza una aproximación teórica a la
autoficción teniendo en cuenta el estado actual de la cuestión sobre el
tema y tendiendo redes hacia otras líneas teóricas que complejizan y
profundizan el análisis. La hipótesis principal que articula el texto es
que a partir de las diferencias entre "la retórica de la memoria" y "la
escritura de los recuerdos", la autoficción propone la potenciación del
carácter ambiguo y disruptivo de la segunda en detrimento del carácter
sistemático y organizativo de la primera.
Palabras clave: Autoficción, teoría literaria, siglo XXI, recuerdo/memoria.
Abstract: Through
four sections, this paper would realize a theoretical approach to
autofiction taking into account the actual state of the investigation
about the matter and laying networks to others theoretical lines that
would allow us to go further in the analysis. The main hypothesis that
articulates the text is that from the differences between "the memory's
rhetorical" and "the writing of souvenirs", the new genre proposes the
strengthening of the ambiguous character of the second, in behalf of the
systematic one of the first.
Keywords: Autofiction, literary theory, XXI century, souvenir/memory.
Alors
que l'ego-littérature prétend fallacieusement représenter la "realité
vécue" comme un spectacle, un reality show, le roman du je désigne le
réel comme un «impossible». Là où l'autofiction prétend découvrir les
origines, l'identité, la vérité du sujet, l'hétérobiographie ne traduit
qu'un «sentiment radical de perte»1 (Gasparini, 2008, p. 231).
1. Introducción
La autoficción -género paradójico por excelencia, que vacila entre dos mundos,
el de la autobiografía y el de la novela, y que no nos permite como
lectores discernir entre verdad o invención- viene a registrar una
paradoja contemporánea: la espectacularización de la intimidad, la
imbricación de los espacios, los límites laxos entre lo público y lo
privado, entre la realidad y la ficción. La autoficción no es ajena a
las escrituras confesionales que fueron absorbidas por la cultura del
espectáculo porque sus búsquedas estéticas son compatibles con esa
telerrealidad. En una época en que lo íntimo se revela en todos lados,
la novela también ha dejado de novelar (Cusset, 2007, pp. 197-211). Las
relaciones entre verdad y mentira, ficción y realidad que nunca fueron
sencillas de dilucidar, hoy vuelven a complicarse.
Los
relatos autoficticios son relatos ambiguos porque no se someten ni a un
pacto de lectura verdadero, ya que no hay una correspondencia total
entre el texto y la realidad como la que postula el pacto referencial,
ni ficticio, porque se mantienen en ese espacio fronterizo e inestable
que desdibuja las barreras entre realidad y ficción. La autoficción
constituye un subgénero híbrido o intermedio que comparte
características de la autobiografía y de la novela. En ellas se alteran
las claves de los géneros autobiográfico y novelesco y el pacto se
concibe como el soporte de un juego literario en el que se afirman
simultáneamente las posibilidades de leer un texto como ficción y como
realidad autobiográfica.
Me
propongo realizar, a lo largo de cuatro apartados, una aproximación
teórica propia al género teniendo en cuenta el estado de la cuestión
actual sobre
el tema y estableciendo prioridades en relación a pensar la autoficción
como una forma paradójica de escribir la propia vida. A mi modo de
entender, en esta clase de textos no importa tanto si lo que se cuenta
es mentira o si el contenido es realmente autobiográfico, como que la
ficción de la autonovela se funde en el carácter imaginario de la
irrupción de los recuerdos. Es decir, la hipótesis que articula esta
aproximación es que en la autoficción, a diferencia de la autobiografía,
hay una potenciación de los mecanismos del recuerdo en detrimento del
carácter sistemático y organizativo de la memoria; y que es esto
justamente lo que permite la entrada de la ficción en el relato de la
propia vida.
Ahora
bien, sabemos que la autoficción hace su primera aparición (a
escondidas) en aquel cuadro de doble entrada por el que Lejeune intenta
establecer la relación de identidad entre el nombre del personaje y del
autor y derivar de allí la naturaleza del pacto -novelesco o
autobiográfico- al que pertenece. Una de las casillas vacías, en la que
el nombre del personaje coincide con el nombre del autor, pero el pacto
es novelesco, no propicia ninguna definición porque el teórico no puede
pensar en un ejemplo en el que el héroe de la novela tenga el mismo
nombre que el autor. En ese vacío clasificatorio, el escritor francés
Serge Doubrovsky concibe por primera vez la autoficción2. Llena la casilla con un neologismo de su creación en las advertencias de la novela Fils. El
concepto original de Doubrovsky, que con los años fue mutando, programa
una doble recepción, referencial respecto al pasado del héroe-narrador,
y ficcional respecto al marco narrativo que justifica la evocación
memorial.
Autobiographie?
Non. (...) Fiction d' évenements et des faits strictement réels; si
l'on veut autofiction, d'avoir confié le langage d'une aventure a
l'aventure du langage, hors sagesse et hors syntaxe du roman
traditionnel ou nouveau3 (Doubrovsky, 2001, p. 3).
Esa
aventura del lenguaje se refiere a una sola cosa, al psicoanálisis. El
héroe y el analista dialogan imitando una sesión de análisis. El
análisis justifica la pulsión autobiográfica y la ordena. Levanta las
censuras que presenta la memoria y pone en funcionamiento la anamnesis
que desborda al sujeto. A partir de la estrategia psicoanalítica, se
crea una lengua propia para contar una vida. El psicoanálisis sacude la
noción misma de la identidad personal que funda la escritura del yo
cuando pone en evidencia el carácter inasible, fragmentario e infantil
del yo. El canal que separa al autor actual, narrador, del individuo
pasado, narrado, parece desde allí infranqueable. El objetivo de la cura
psicoanalítica, explica Philippe Gasparini en relación a la teoría de
Doubrovsky, es disociar la imagen que el sujeto se hace de sí mismo por
hacerle tomar conciencia de los eventos que están en el origen de su
neurosis, mientras que la autobiografía, en cambio, organiza los
recuerdos en tren de efectuar una psicosíntesis que le otorga sentido a
la existencia (Gasparini, 2008, p. 58).
Sin
embargo, como a Doubrovsky le interesa distinguir la autoficción de la
autobiografía y de la novela autobiográfica, tiende a despejar el
terreno de la ambigüedad propia del género (novela y autobiografía
simultáneamente) e inclina la novela autobiográfica hacia la ficción,
convirtiendo a la autoficción en una versión posmoderna de la
autobiografía, y es así como liga el fenómeno al pacto referencial,
cancelando de este modo toda inestabilidad. A partir de esta definición,
surgieron varias aproximaciones a la nueva forma literaria: entre
ellas, las de Gérard Genette, Vincent Colonna, Philippe Gasparini,
Philippe Lejeune, Philippe Vilain, Philippe Forest, Manuel Alberca y
Marie Darrieussecq.
Gérard Genette, por su lado, en Ficción y dicción, esboza
un acercamiento a la autoficción a partir de una fórmula: "Yo, autor,
voy a contaros una historia cuyo protagonista soy yo, pero que nunca me
ha sucedido" (1993, p. 70), que señala la contradicción inherente del
género (aunque se podría pensar no como contradicción sino como
paradoja, ya que supone la afirmación de los dos sentidos a la vez sin
exigir distinción). Sin embargo, habría que tener en cuenta que el autor
francés propone dos tipos de discursos: el factual, donde hay identidad
entre autor y narrador, y el de ficción donde no la hay. Entonces, su
definición de autoficción contradice su tesis principal ya que en un
relato de ficción, según él, la identidad nominal es indefendible. Y es esta justamente la apuesta de la autoficción: A es +/- N (disociación + identidad).
Vincent Colonna, discípulo de Genette, en Autofiction et autres mythomanies littéraires (2004)
define la autoficción como la invención literaria de una existencia, la
ficcionalización del yo, es decir, hacer del yo un elemento literario,
un sujeto imaginario. Sin embargo, entiendo que en el proceso
autoficcional se trata justamente de lo inverso: "mi" existencia se hace
ficción, invento porque me expongo a lo desconocido. Mi existencia no
se convierte en imaginaria, sino que se trata de una exposición ficticia
sobre el carácter real de mi existencia. Se establece la identidad
canónica autobiográfica entre autor, narrador y personaje, pero al mismo
tiempo se rompe con ella, al presentarse como ficción, verdadero y
falso simultáneamente. Nuevamente esta tentativa teórica inclina la
balanza, pero hacia el modo ficcional, es decir, de forma incompatible
con la definición original de Dubrovsky. Aquí, Colonna plantea la
identidad nominal entre autor y héroe, pero como una proyección del
primero en situaciones imaginarias. La denomina autofabulation porque
la concibe como una historia irreal, indiferente a la verdadera, es
decir, exige una ausencia total de referencia autobiográfica,
restringiendo, de esta manera, el campo de la autoficción.
Tanto
Genette como Colonna proponen una base genérica muy frágil para
soportar el peso de una práctica que se basa en la tensión fundamental
entre realidad y ficción. Únicamente basta la identidad onomástica, sin
importar si lo que se cuenta es una historia ficticia, para que haya
autofic-ción. Como bien dice Arnaud Schmitt, no preguntarse sobre lo
real es no preguntarse sobre lo inherente a la autoficción (2010, p.
62).
En este orden de interrogaciones, dos textos llaman también la atención: El pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la autoficción (2007) de Manuel Alberca y L'autofiction en théorie (2009)
de Philippe Vilain. El primero porque si bien se mantiene en esa
concepción que describía más arriba, logra darle un giro a la discusión,
planteando la autoficción como un pacto ambiguo o como un antipacto,
sin decantarlo hacia el lado de lo referencial ni hacia el de lo
novelesco; y la piensa en su propio mestizaje. El segundo porque plantea
que la ficción y la realidad no pueden distinguirse sino que son dos
formas de expresión de una misma experiencia: aquella de la
imposibilidad de lo real. Es decir, el proceso de desdoblamiento de
hacer aparecer una vida como una novela evocaría necesariamente la fábula de nuestra propia existencia.
También
autores como Philippe Gasparini o Marie Darrieussecq se aproximan al
estudio del nuevo género. El primero recupera el concepto de novela
autobiográfica, no para distinguirla de la autoficción, sino para
considerar la última como una novela autobiográfica posmoderna. Y la
segunda, discípula de Genette, piensa a la autoficción como una variante
subversiva de la novela en primera persona ya que se transgrede el
principio de no identificación entre narrador y autor al utilizar el
mismo nombre propio. Darrieussecq establece que la autoficción se
diferencia de la autobiografía por la elección de la ficción.
Gasparini dedica dos libros enteros a la teorización sobre el género. En Est-il je? (2004)
expone fundamentos y procedimientos narrativos que se llevan a cabo en
el proceso de escritura de las autoficciones con modos
es-tructuralistas. En Autofiction. Une aventure du langage (2008),
realiza no sólo un recorrido exhaustivo, conciso y claro por las
diferentes nociones sobre el género, sino que también expone una
definición propia que él llama autonarración. Entiende que la
autoficción se presenta como el signo de un progreso porque permite el
ingreso de las escrituras del yo a la modernidad (295). La obra de
Gasparini tiene el mérito de sintetizar los trabajos sobre el tema, con
objetividad, claridad que otorga al género los cimientos teóricos que
necesita, sin embargo parece presentar más inconvenientes que ventajas
al presentar una sucesión de posiciones teóricas que muestran, por las
contradicciones que se plantean entre ellas, un estancamiento teórico
más que avances. Y además, la definición de autonarración que propone
reclama aún más para ser contundente. El auto sin ficción viene a ser un
vehículo literario no funcional, perfecto para un museo. La ficción de
la autoficción se aparece más como una simple traducción de lo real o de
recreación del referencial (Vilain, 2009, p. 18).
Algunas
de estas líneas teóricas se basan en concepciones de inclinación
estructuralista que han logrado estancar las posibilidades teóricas que
permite el nuevo género. Los teóricos que siguen esta tendencia sobre el
tema tienden a estabilizar categorías literarias que son por naturaleza
inestables, a suprimir la indiscernibilidad propia de la autoficción e
intentan apresar rígidas técnicas narrativas en manuales sobre cómo
escribir la propia vida (qué tiempos verbales utilizar, cómo elegir el
paratexto, el peritexto y el epitexto,
cómo jugar con los dos registros, el autobiográfico y el novelesco,
además de definir y someter al género a interminables categorías,
clasificaciones y gradaciones). Elijo no inscribir la hipótesis de
trabajo en esta tradición y pensar al género en su propia inestabilidad
como una perspectiva más de las escrituras del yo, como una de las
tantas posibilidades que se ponen en funcionamiento cuando alguien
quiere contar su propio pasado, cuando un yo se escribe.
No
preocuparse tanto sobre cómo la autobiografía y la novela se fusionan
en un mismo relato, o cómo separamos la ficción de la realidad para
poder discernir frente a qué género estamos parados, implica, entonces,
revisar los modos en que ciertos mecanismos -recuerdo, memoria, verdad y
mentira- se entrecruzan en algunos relatos que decidimos llamar
autoficticios, y evaluar si son muy divergentes de aquellos que aparecen
en la autobiografía o en la novela. Es decir, habría que preguntarse si
la auto-ficción, que no ha logrado, desde su concepción hasta hoy, una
definición exacta, válida y contundente que la coloque como un género
literario como la autobiografía o la novela, conserva su pertinencia
teórica. ¿Viene a renovar el género autobiográfico, o se constituye por
sí misma como un género literario al margen de sus dos progenitores?
2. "Un contrato de la feinte"
Afirmar
que la autoficción es una mezcla de ficción y realidad nos sirve de muy
poco porque distinguir en el discurso realidad y ficción supone
estancarse teóricamente en discusiones que no aportaron resultados
productivos. Esta oposición se supera en el engendramiento del texto
mismo y da como resultado un objeto que modifica lo real y lo
imaginario. En este caso, las autoficciones son relatos ambiguos y como
tales no se les puede exigir que se sometan a la distinción entre una
dimensión y otra. El trabajo que la autoficción realiza con los
acontecimientos pasados y verdaderos neutraliza la fuerza de la
oposición. Esto -digámoslo una vez más- no se reduce a la mezcla de
realidad y ficción: se trata de la afirmación simultánea de ambas
dimensiones y la incapacidad explícita de discernirlas.
Aquí
surge un problema para la teoría de escrituras autobiográficas: la
cuestión del referente. Es decir, ¿hasta qué punto hay una referencia
clara fuera
del texto? ¿O en qué momento ese referente se pierde y se convierte en
una ilusión? ¿Cuándo sabemos si el autor nos dice la verdad? ¿Es posible
comprobarlo dentro de la misma escritura o hay que buscarlo por fuera
del texto? ¿Existe un contrato de lectura con el lector o está en este
último depositada la fidelidad a la verdad? La autoficción nace en la
paradoja de la identidad onomástica -el pacto autobiográfico se cumple- y
de la atestación de ficción -el novelesco también. Si la autoficción
viene a subvertir los códigos de sus dos grandes progenitores, deberían
renovarse viejas premisas que ya no sirven para pensar en una forma
literaria creada a partir de sus propias contradicciones. Y cuando digo
viejas premisas estoy pensando específicamente en la noción de pacto de
Lejeune (1975). Recordemos que para Lejeune, el tema de la verdad es
indiscutible. El que se escribe, dice la verdad y nada más que la
verdad; y eso está en los fundamentos de su teoría sobre el pacto. Esa
identidad autobiográfica que planteaba el teórico francés ya no nos
sirve si pensamos la vida siempre en potencial de devenir, y no como
algo estancado, homogéneo, o como una unidad real y bien definida; muy
lejos de ese sujeto cartesiano entendido como presencia ante sí, unidad y
fundamento de verdad. La deconstrucción de la noción clásica del
sujeto, a pesar de sus formas varias, tiene como horizonte la apertura
para una comprensión de una subjetividad siempre en devenir, de procesos
de subjetivación que no atienden a ninguna finalidad preconcebida
porque ellas sólo se procesan en el acontecer continuo y aleatorio de la
propia vida. Así como se formula una deconstrucción de la noción de
sujeto tradicional, esto afecta asimismo la noción de sujeto
autobiográfico (Duque-Estrada, 2009, p. 39).
Alberca,
por ejemplo, plantea que la autoficción viene a poner a prueba la
teoría de Lejeune porque el autor de autoficciones se protege bajo un
pacto narrativo a la carta, un menú elaborado a su gusto, que resulta
ser en muchos sentidos un antipacto autobiográfico (2007: 166). Y agrega
que según cómo el lector lo resuelva, se decantará hacia uno u otro
estatuto. Si bien acordamos en la ambigüedad del pacto, que se concibe
en los textos autoficticios, y en la noción de antipacto, que es
pertinente para definir una nueva forma creada justamente en la
contradicción de la casilla vacía (referida a la naturaleza del pacto),
es necesario entonces -para poder progresar en el pensamiento teórico
sobre la autoficción- observarla desde una perspectiva crítica del texto
de Lejeune.
No
debemos perder de vista que esa identidad planteada por Lejeune está
pensada únicamente por fuera del texto, como un contrato de lectura, en
el orden de la referencialidad pura: la firma. La firma se constituye en
la imagen misma de lo real, explica Catelli, y es por eso que no se
juega con la verosimilitud o con un efecto de lo real (2007, p. 293). Y
Nicolás Rosa agrega que lo que sucede con la concepción de Lejeune es
que se confunde la búsqueda desesperada de la certificación de la verdad
con la verdad misma. La incertidumbre genérica propia de la
autobiografía nos hace creer, explica Rosa, que la ficción se ausenta
del discurso, y que todo lo que el yo cuenta es verdad porque contamos
con la verificación del carácter real de su existencia gracias a la
firma que lo constata (2004, p. 32). El proceso de densificación que
sufre el yo en las escrituras autobiográficas logra que se simule una
continuidad en algo que de por sí es discontinuo (la memoria y el
recuerdo) y, por ende, tiende a la flexibilidad, a la ficcionalización.
Aquí, habría que hacer una digresión para aclarar que de ningún modo
esto supone que el carácter ficcional de un texto dependa exclusivamente
de su autor, y que, para citar a Barthes, el sujeto ya no es pensado
como pretensión ideológica de unidad, sino como apertura radical a la
lectura. Marcelo Topuzian, en Muerte y resurrección del autor, plantea
que el acontecimiento de la lectura debe concebirse como
descentramiento radical del sistema justamente porque es esto lo que da
lugar a la mezcla de códigos a los que apunta, según Barthes, cualquier
intento de liberación del lenguaje. Y el sujeto, aclara Topuzian, opera
en esa mezcla (2014, p. 125).
Por esto, Rosa propone un contrato aleatorio en lugar de la noción de pacto o contrato consensual.
Este
contrato aleatorio regido por las leyes del cálculo conjetural del
sujeto en relación al otro, establecería reglas no consensuales que sólo
se articularían de acuerdo con las estrategias de cada sujeto [...]. Un
contrato de este tipo presupone la existencia de un imaginario social y
de un régimen de intercambio de valores simbólicos, pero no implica un
contrato de veridicción y un contrato fiduciario como lo propone Greimas
sobre el contenido enunciativo y el estatuto veridictivo del enunciado.
Sería un contrato de la feinte, donde el juego imaginario de
la simulación del sujeto estaría sostenido sobre las leyes simbólicas
del simulacro. [...] Se finge romper para unir (en la identificación) o
se finge establecer para romper (en la resistencia) (Rosa, 2004, p. 36).
La
autorreferencialidad de la persona real que se presenta como instancia
de la verdad se dilata apenas comienza el proceso reflexivo en que se
escribe sobre sí mismo. En un capítulo de Lo que queda de Auschwitz, Agamben
distingue testigo de testimonio. El testigo testimonia a favor de la
justicia -no sabemos bien si es a favor de la verdad-, en cambio el
testimonio "vale en lo esencial por lo que falta en él" (2000, p. 18).
La persona que firma y establece con el lector un contrato o un pacto de
lectura, lo hace en el sentido jurídico del término,
responsabilizándose por lo que dice, pero mucho más allá de eso, y mucho
más acá del lenguaje, esa persona se escribe, y por el hecho de
escribirse, ya no puede hacerse cargo de la verdad que propone contar y
se pierde en el pasaje de los recuerdos a la escritura. El testimonio,
dice Agamben siguiendo a Lyotard, implica la imposibilidad de
testimoniar. Del mismo modo, escribir la propia vida implica también su
propia imposibilidad.
La
escritura no puede representar el pasado de manera viva porque es
imposible narrar la historia de una primera persona que sólo existe en
el presente de la enunciación. Por ende, confundimos la escritura
autoficticia con estrategias de figuración, por un lado, o con contratos
jurídicos, por otro. El pasado lo podemos contar, escribir, pero no
podemos reescribirlo. El simple relato del pasado es únicamente posible
en el marco de la restitución de un objeto muerto porque la resurrección
auténtica, viva de un pasado, es imposible. Reescribir significa
reconstituir los eventos pasados conformes a la verdad, recuperar el
pasado (De Toro, 1999).
Topuzian,
por su parte, en el intento de mostrar las condiciones contemporáneas
del retorno del autor, entiende que lejos de desaparecer, el autor nos
demuestra, hoy, que no se corresponde con la personalidad del que
escribe (que los medios de comunicación y el mercado editorial se
encargan de consagrar); que tampoco es un rasgo más de la serie de los
enunciados; ni el foco de origen del sentido; y menos esa figura de
autor construible en un marco institucional. La autoría literaria es más
bien un efecto del juego de los textos, se realiza en los textos, pero
apunta a un más allá de ellos. Si, para Topuzian, se puede hablar de
algún retorno del autor (de su resurrección) no está en los rasgos
identitarios del que escribe sino que es en su relación con la verdad
(2014, p. 367). La verdad de los textos literarios, entonces, no es del
orden del sentido, no puede constituirse como saber, no es un efecto de
una construcción verbal; muy por el contrario: es un
acontecimiento. La manifestación de una verdad literaria es el
resultado de un procedimiento (no construible en términos de estilo) que
pone en tensión los materiales verbales hasta empujarlos hacia lo no
comunicable, lo asignificante (la fuerza deceptiva, diría Barthes).
Si
hay algo propio en el autor, es precisamente aquello que lo hace
impersonal, o sea, que declare una verdad literaria, que lo es en el
sentido de que está dirigida a cualquiera y podría venir de cualquiera
radicalmente (Topuzian, 2014, p. 367).
Dice
Vilain que la realidad es en sí una ficción y la ficción que refleja
una realidad redobla la ficción. La autoficción suscribe un proyecto: la
novela en la que un escritor finge transformar la verdad vivida
haciendo aparecer la naturaleza ficticia, lejos de hacer del libro el
lugar donde se construye una identidad, pone a prueba una inquietud
perdida, un vértigo donde se cumple y se disuelve a la vez. El juego que
se juega es el de un sacrificio, de una puesta en muerte, al estilo
demaniano4.
Esa identidad que propone la escritura, que sólo se pone en juego en el
proceso de escribir una vida, y que no es anterior a ella, surge no
tanto sobre la retrospección -la mirada hacia atrás de una vida-, sino
sobre la prospección que acompaña la acción inventiva de la escritura.
Así,
escribir sobre uno mismo sería ese esfuerzo, siempre renovado y siempre
fallido, de dar voz a aquello que no habla, de dar vida a lo muerto,
dotándolo de una máscara textual (Molloy, 1966, p. 11). La figura de la
prosopopeya como la imposición de una máscara a lo informe es también
una decisión en el tiempo, y por ende, siempre va a estar presionada por
los intereses de un pasado. Un pasado que aún no concluyó. Y justamente porque
ese pasado aún no pasó y ocurrirá en la temporalidad paradójica del
advenimiento del recuerdo, quien escribe su propia vida debe inventarle
una máscara a algo que no existe. El sujeto autoficcional tiene que
inventarse rostros y poner en juego la indeterminación porque el pasado
nunca pasó -seguiré profundizando en este punto en el siguiente
apartado.
El
trabajo con la verdad en las escrituras del yo, entonces, no está
vinculado con la certificación de lo que se dice, sino con la afirmación
simultánea de pasado y futuro -el advenimiento del pasado y el impacto
del recuerdo. Como dice Alberto Giordano, "lo verdadero no se demuestra
ni se revela, se fabrica a partir de un trabajo de selección y de
desprendimiento que diferencia lo conveniente de lo que inmoviliza"
(Giordano, 2011, p. 20). El carácter construible de una imagen de autor
hace que no se la pueda asimilar directamente con la verdad que el autor
declara. La figura del escritor es más bien un excedente de esa verdad.
3. El devenir, ruina del recuerdo
Todas
las escrituras del yo están inmersas en un fondo de indiscernibilidad
entre realidad y ficción. La autobiografía rechaza esta indecisión, se
construye reactivamente para situarse del lado de la conciencia, de la
memoria como síntesis y pulsión sistematizadora. La autoficción, en
cambio, la afirma y permite que se evidencie en la escritura la
temporalidad del recuerdo porque (profundizaremos esto a lo largo del
apartado) el modo en el que el recuerdo ocurre neutraliza en acto la
oposición.
Trabajaremos en este apartado con dos fuerzas en tensión que Alberto Giordano en Una posibilidad de vida (2006) identifica como la retórica de la memoria y la escritura de los recuerdos. Estas
dos fuerzas son heterogéneas y simultáneas en el relato de la propia
vida, y nos van a servir para explicar no sólo la singularidad de las
experiencias autoficcionales sino también el modo en el que el recuerdo
avanza en la escritura. La primera es la que se encarga de transformar
la vida en relato, de ordenar, de dar sentido a una historia. La memoria
permite que el relato de una vida se transforme en un encadenamiento
verosímil de momentos verdaderos, presenta la temporalidad como sucesión
de presentes. Implica una pulsión sistematizadora, una urgencia constructiva que se conecta con los procesos de autofiguración. Las escrituras de los recuerdos, en
cambio, operan detalladamente. Los recuerdos están en plural porque se
tienen recuerdos que se precipitan en el umbral de la memoria. Irrumpen
como desprendidos de la voluntad de persuasión, se inscriben cuando la
escritura deja de responder a las demandas del otro. Y ellos sí están
representados como imágenes de una vida pasada. La insistencia por el
recuerdo se le impone ineludiblemente a la voluntad sistematizadora del
autobiógrafo.
En
las escrituras del yo se nos presenta una persona no tal como fue, sino
como cree estar siendo en el pasado, desde el punto de vista de lo que
imagina llegará a ser, o mejor, habrá sido cuando termine de escribir,
cuando intervenga el lector. No todo lo que recordamos sucedió tal como
lo recordamos. La percepción de los tiempos y la relación con el propio
pasado es peculiar en el acto autobiográfico. Cuando alguien quiere
escribir la propia vida y contar sus vivencias pasadas, surge
inevitablemente la temporalidad del recuerdo. Ese carácter imaginario
del recuerdo es el que com-plejiza la determinación de las exigencias
referenciales que supuestamente atañen a una escritura autobiográfica.
Habría que descubrir cuál es el papel organizador de la memoria en esa
dinámica y qué otra cosa hacen los modos disruptivos del recuerdo. Esta
concepción del carácter ficcional de las escrituras del yo -¿hasta dónde
es referencial y hasta dónde es ficcional?, ¿cuándo un autor miente y
cuándo dice la verdad sobre sí mismo?- parece, al menos, reduccionista, y
deja que se pierda de vista algo que tantos teóricos consideran lo
esencial de la literatura, que es su carácter incierto o enigmático. Es
decir, la hipótesis principal es que lo que domina en la autobiografía
son las referencias de la memoria, de síntesis; en oposición a la
autoficción que ofrece un debilitamiento de la fuerza organizadora y
totalizadora de la memoria y una potenciación del recuerdo.
El
tiempo íntimo acomoda temporalidades inconmensurables, presentes
distintos e incompatibles que remiten a unidades de medidas diferentes.
El autobiógrafo no se recuerda como fue, sino como está siendo lo que
fue, según lo que quizás será. La temporalidad retroactiva enigmatiza la
relación entre "aquello que deseamos ser (ahora), aquello que
desearíamos ser (en el futuro) y aquello que deseamos haber sido (en el
pasado)" (Rosa, 2004, p. 55). Hay en el recuerdo un poder alucinatorio
del deseo que cuestiona
una realidad. Los hechos son recordados tal como nunca ocurrieron y
allí es donde aparece lo incierto, lo impersonal (Rosa, 2004: 55). La
memoria tiende a olvidar que el pasado coexiste con el presente y el
recuerdo pone en evidencia que el pasado está pasando y está por pasar
en el futuro. Por esto, escribir la propia vida no implica únicamente la
recuperación de un pasado, la evocación de un mundo ido para siempre,
sino la tarea y el drama de un ser que en un cierto momento de su
historia se esfuerza en parecerse a su parecido, explica George Gusdorf
en "Condiciones y límites de la autobiografía" (1991).
Allí,
en el acto de recordar el pasado en el presente, el autobiógrafo
imagina la existencia de otra persona que seguramente no es el mismo que
en el mundo pasado. Y ese otro que fue (o mejor que no fue),
simultáneamente, bajo ninguna circunstancia, ni por más que lo deseemos,
existe en el presente. La autobiografía, entonces, evoca al pasado. Sí,
pero para el presente y en el presente; y el pasado asumido en el
presente es también un signo y una profecía del futuro. Los procesos
autobiográficos están más orientados hacia el futuro que a la
reconstrucción de un pasado. El futuro es el que induce la serie de
evocación de los recuerdos. Y, como dice Ricoeur, Heidegger coloca la
futuridad bajo el signo del ser-para-la-muerte. El adelantarse, el
aproximarse a la muerte implica un recordar diferente; y simultáneamente
el recuerdo -signado por ese adelantarse a la muerte futura- se
configura no únicamente desde el pasado, sino desde el futuro.
El
deseo de rememoración se conecta con la temporalidad del futuro
anterior porque en el orden de la experiencia ningún presente está
presente ante sí mismo en ningún momento5.
Entendemos que la escritura de los recuerdos se rige por esta lógica de
no correspondencia entre presente y presencia. Cuando recordamos, no
recordamos los hechos tal como ocurrieron, sino justamente como no
sucedieron, recordamos aquello que, en realidad, no nos ocurrió. En el
recuerdo, el pasado no es únicamente pretérito, es lo que fuimos, lo que
quisiéramos haber sido, lo que somos, y lo que querríamos
ser. Se afirman allí simultáneamente pasado y futuro porque los
recuerdos soportan la presencia actual de lo percibido anteriormente6.
Ahora
bien, ¿cómo emergen entonces los recuerdos en nuestra memoria?, ¿qué
relación hay entre el recuerdo de un acontecimiento y la imagen que nos
hacemos de ellos en nuestra mente? Habría que observar de qué modo el
trabajo del recuerdo en la escritura deviene imagen y, cuando eso
sucede, la presentación de lo pasado se corrompe por la disrupción. El
devenir-imagen del recuerdo, dice Ricoeur, afecta "la fidelidad en la
que se resume la función veritativa de la memoria" (2000, p. 22).
Ricoeur está repensando la teoría de Bergson para dar cuenta de las
diferencias entre la evocación del recuerdo y la búsqueda de la memoria,
que lo llevarán más adelante a pergeñar el devenir-imagen del recuerdo y
el vínculo de éste con la ficción. Cita de Bergson:
A
la memoria que se repite se opone la memoria que imagina: "para evocar
el pasado en forma de imágenes, hay que poder abstraerse de la acción
presente, hay que saber otorgar valor a lo inútil, hay que querer soñar.
Quizás, sólo el hombre es capaz de un esfuerzo de ese tipo" (2000, p. 45).
La
memoria y la imaginación tienen algo en común: la presencia de lo
ausente; aunque en una se suspenda la posición de realidad y, en la
otra, se mantenga la posición de la realidad anterior (67). La memoria
forma parte de mi presente; es vivida, y no representada. No tenemos
nada mejor que la memoria "para garantizar que algo ocurrió antes de que
nos formásemos el recuerdo de ello" (23), dice Ricoeur. Como hábito,
como pulsión sistematizadora, por lo tanto, se resiste a la invención.
En cambio,la escritura de recuerdos proviene de la evocación en cuya búsqueda siempre hay afección
-y no un razonamiento que da presencia o construye una historia-,
soporta la carga del enigma de presencia actual de lo ausente percibido.
"El recuerdo adviene como presencia de lo ausente" (47). Cuando los
recuerdos se precipitan en el umbral de la memoria, reconocemos en ellos
una dualidad: la impresión primera de vivir un acontecimiento, y la
imagen que se forma en el recuerdo de aquella impresión. La pregunta de
Ricoeur que deja de algún modo sin contestar es justamente cuál es la
relación entre ambas, ¿es de copia, de semejanza? Y más tarde se vuelve a
preguntar: "¿es el recuerdo una especie de imagen?" (66).
Ricoeur
induce la secuencia percepción-recuerdo-ficción una vez que señaló las
diferencias entre lo recordado, lo ficticio y lo pintado. En pocas
palabras, lo pintado anticipa lo ficticio por su carácter indirecto, se
trata de la presentación indirecta de la cosa física. En cambio lo
ficticio está fuera de representación, y lo recordado se asocia a la
percepción porque presenta las cosas del pasado y en eso conlleva una
"dimensión posicional". Ahora bien, ¿qué entendemos por ficción? Me
remito aquí a la concepción blan-chotiana de la noción, que se conecta
con la experiencia de la presentifica-ción de lo ausente. Blanchot (1991
[1949]) entiende que el sentido de las palabras sufre una falta
primordial porque demanda una verificación, un objeto preciso que
verifique su contenido. En el lenguaje cotidiano, la cosa se ausenta por
una negación, las palabras materializan lo que significan. Algo muy
diferente sucede en el lenguaje de ficción porque se detiene en la
negación, en el distanciamiento mismo por el cual la cosa vuelve a ser
presente (re-presentado), explica Cueto en un ensayo sobre Blanchot. El
lenguaje de la ficción no construye un mundo ficticio en el que nos
abstraeríamos del mundo real, sino que nos devuelve a la profunda
irrealidad de la que sin cesar nos separamos (Cueto, 1991, pp. 1-3).
Ricoeur
dice que el recuerdo pertenece al mundo de la experiencia, en relación a
los mundos de la fantasía de la irrealidad; y que entre recuerdo y
ficción se salva un umbral de no-actualidad. Con el recuerdo lo ausente
lleva la marca temporal de lo anterior. Y volviendo a la diferenciación
que hacía Ricoeur entre memoria e imaginación, Blanchot aclara que el
carácter simbólico de la imaginación no se limita a hacer presente lo
que está ausente. Persigue a través de la cosa ausente, la ausencia que
la constituye, lo irreal o la ficción. He aquí la definición del
recuerdo que buscaba a lo largo de estas páginas: el recuerdo como ruina7.
El recuerdo posee un carácter imaginario cuando pretende presentificar
lo pasado, lo ya ausente. Pensar el recuerdo como ruina implica
vislumbrar aquello que ya no está, y en esa mirada reparar en la
ausencia que lo constituye. Es decir, recordar no sólo significa
presentar al pasado como algo que ya no puede volver, sino hacer acto de
esa ausencia. Ese sería, a nuestro modo de ver, el devenir-imagen
-devenir-ruina- del recuerdo. El devenir imagen implica la toma de
consistencia y apariencia de un objeto que se ha desprendido de lo
imaginario.
Este
carácter ambiguo-imaginario del recuerdo que en las escrituras del yo
se presenta como ruinas de un pasado es el que de a poco socava la
urgencia constructiva de la retórica de la memoria. He aquí lo
esencial de la escritura autoficticia, que se diferencia de la
autobiográfica. Para leer una escritura autobiográfica como autoficción
-profundizando en la ambigüedad del gesto- habría que reparar en la
potencia del recuerdo desbarrancando8 porque la autoficción trabaja con esa fuerza disruptiva y posibilita las
condiciones como para que eso se potencie. Para mayor claridad, daré
dos ejemplos extraídos de dos autoficciones de Fernando Vallejo, Los días azules (2005a) y Los caminos a Roma (2005b)
respectivamente. En la primera, se relata una reacción peculiar de la
madre del narrador, Liíta, cuando los padres compran con los abuelos
maternos la finca de Santa Anita en un pueblo cerca de Medellín. El
personaje de Liíta representa el caos, el desorden de la casa: desalmada
y castradora, no quiere contratar personal doméstico y utiliza a sus
hijos como "sirvientes"; caprichosa, deja de cocinar para darle a sus
innumerables hijos salchichas a toda hora del día. Liíta, de carácter
obstinado -el "gen Rendón", lo llama Vallejo- comienza a ver de noche en
Santa Anita un espectro. El espectro era un viejito con su alma en pena
que "del Purgatorio no podía salir hasta que un alma caritativa no se
sacara el entierro" (56). Así comienza un emprendimiento familiar para
encontrar el cadáver que Liíta veía en sueños. Tumban el zapote, echan
tierra a varios árboles, destruyen techos, rompen pisos, y la obsesión
de la madre, que no cesa, culmina con la destrucción total de la finca:
"El tono era de amargo reproche: lo tomaron por aprobación. De cuarto en
cuarto terminaron durmiendo todos en promiscuidad de tugurio, en el de
los abuelos: el último en caer. Así terminó la finca de Santa Anita: por
una ambición" (58). Lo mismo sucede cuando a Liíta se le ocurre
construir una piscina en el patio de la casa de Medellín, pero al
tiempo, luego de una caída del hermano Silvio, por obra del
remordimiento decide clausurarla. Más tarde, decide sacarle la tierra y
llenarla de agua nuevamente, porque es mejor que los niños aprendan a
nadar, para después volver a taparla porque no vaya a ser que de un
calambre ella se ahogue. Y "Así el ciclo se empezó a repetir ab aeterno:
era una piscina mágica que se vaciaba de agua para llenarse de tierra y
viceversa, al ritmo de una obsesión" (79).
Estos
episodios extravagantes interrumpen los recuerdos de infancia,
descolocan la continuidad del relato cronológico y provocan cierta
incerti-dumbre en el lector. La escritura impone la transformación, la
manipulación
de lo vivido. En la exageración de llevar lo ocurrido hasta el extremo
de lo inimaginable, ironizando al mismo tiempo, por supuesto, con la
personalidad de la madre, el narrador logra que el recuerdo devenga
ficción. Vallejo se excede y en el exceso provoca la ambigüedad: no
sabemos si aquello que nos cuenta sucedió, si algo de aquello sucedió,
si es pura invención o si juega a confundirnos. Poco importa qué de lo
que cuenta el sujeto autofic-cional es real. No importa si la locura de
la madre destruyó una casa, o si realmente comieron durante un año sólo
salchichas. Y menos interesa sin afán de entrar en polémica con Jacques
Joset, si estas muertes o asesinatos son manifestaciones de deseos
irreprimibles o pulsiones sofocadas del autor (Joset, 2010, pp.
101-125). Porque pretender develar lo que tiene de verdad la autoficción
es no sólo no haber comprendido el estatuto ambiguo del género, sino
tampoco tolerar la incertidumbre, que siempre es un valor estimable
tratándose de este tipo de literatura. La autoficción es
irreductiblemente ambigua; no es posible, por más tentación que genere
-sobre todo a Joset, que reclama una biografía del autor colombiano que
devele los incidentes de la vida real del escritor-, no es posible,
insistimos, inclinar la balanza hacia uno u otro pacto porque es
precisamente allí donde se afirma la suspensión de la posibilidad de
decidir y donde reside su mayor potencia literaria.
Aunque no hay que perder de vista las relaciones de fuerza entre la retórica de la memoria y la escritura de los recuerdos, sí
hay que señalar los modos en que la construcción de una historia como
horizonte que plantea la pulsión de la memoria se debilita en relación
con la potenciación del derrumbe que provoca el recuerdo en el género
autoficticio. Por esto, en las autoficciones el autor suele jugar con
una historia contada de diversas formas, inventarse rostros, nuevas
personalidades, o suele contradecirse hasta el punto de perder
credibilidad por parte del lector.
4. Conclusiones
Sería interesante concluir el texto reflexionando sobre el análisis que realiza Philippe Forest (2001), en Le roman, le je, porque
coloca la autoficción -él la llama específicamente "hétérobiographie"-
en el terreno de lo real, de la experiencia y de lo imposible, algo que
intentamos hacer a lo largo de estas
páginas. Es decir, la autoficción, para Forest, designa lo real como un
imposible y, por ende, no traduce otra cosa que un "sentimiento radical
de pérdida". Un sentimiento radical de pérdida que, en el sentido de
nuestra aproximación, se relaciona con los mecanismos del recuerdo en el
trabajo de la escritura.
El desbarrancadero del
recuerdo (la potencia disruptiva con la que el recuerdo emerge en el
relato de la propia vida) siempre está en tensión con ciertos procesos
de autofiguración que propone el autor y que están íntimamente
relacionados con la construcción de una imagen de autor en y por fuera
de los textos. Es decir, ese derrumbe de la sistematización de la
historia que construye la memoria del que venimos hablando es llevado a
cabo no sólo por el carácter ambiguo e imaginario inherente al proceso
de recordar sino también y simultáneamente por el carácter propositivo
de una construcción de una imagen de autor determinada. Ni engaño ni
mentira, ni verdad ni falsedad, la autoficción se basa en la posibilidad
de presentificar lo perdido desde lo imaginario del recuerdo. En este
sentido, se podría afirmar que lo esencial de la literatura autoficticia
tiene que ver con las formas estéticas en que resuelve la tensión entre
la memoria, que se preserva de la ambigüedad, y el recuerdo, que se
precipita, insistente, al borde del desbarrancadero.
Notas
1 En tanto que la literatura del yo pretende falazmente representar la "realidad vivida" como un espectáculo, un reality show, la
novela del yo designa lo real como un "imposible". Allí donde la
autoficción pretende descubrir los orígenes, la identidad, la verdad del
sujeto, la heterobiografía no traduce sino un "sentimiento radical de
pérdida". (La traducción es mía).
2 Aunque hay discusiones sobre si en realidad fue Jerze Kosinsky el primero en usar el término en 1966 para definir su novela L'Oiiseau Bariolé, Doubrovsky fue el primero en usarlo con el sentido que hoy le damos.
3 ¿Autobiografía?
No [...] Ficción de acontecimientos y de hechos estrictamente reales;
si se quiere autoficción, de haber otorgado al lenguaje de una aventura
la aventura del lenguaje, por fuera de la seriedad y la sintaxis de la
novela tradicional o nueva. (La traducción es mía).
4 En
este sentido, retomo la figura de la prosopopeya con la que trabaja
Paul de Man. Enfoca el problema en la cuestión del referente, es decir,
si es la figura la que depende de él o viceversa, o bien si se trata de
la ilusión de la referencia. En el texto "La autobiografía como
desfiguración", De Man viene a cuestionar la índole misma del género a
partir de proponer que no existe un yo previo a la escritura, sino que
el yo resulta del relato de la propia vida. Y además, alega que la
autobiografía no es un género literario sino una figura de lectura: la
prosopopeya. Un movimiento por el cual lo informe sufre una
desfiguración, explica Catelli. Es decir, a lo informe se le colocará
una máscara cuya identidad se ignora. La prosopopeya es la figura por la
cual se le confiere el poder de la palabra a una entidad muerta o sin
voz, pero no supone identidad entre la ausencia de rostro y lo que
funciona como máscara.
5 Aquello
que pasó, nunca pasó realmente, o mejor, nunca nos percatamos que eso
pasaba, y por ende, pasó como posibilidades indeterminadas. El pasado
siempre está pasando. Cuando llega a pasar, nos sorprende su aparición
porque en realidad nunca nos había pasado: nunca lo vivimos en el
presente y lo olvidamos mientras ocurría. Cuando decimos que el pasado
pasó como posibilidades indeterminadas queremos decir que el futuro
anterior de la temporalidad del recuerdo conjuga un futuro y un pasado
por venir.
6 Las nociones de la nachtrãglich freudiana y el après coup lacaniano
nos sirven para remitir al efecto del retardo. El recuerdo del
pretérito irrumpe en el futuro de un modo que nunca esperamos porque nos
sorprendemos, con esa aparición, de aquello que ya habíamos olvidado en
el pasado. Las ruinas de un pasado insisten como fantasmagorías en el
futuro. La autoficción viene a demostrar que aquello que sucedió en el
pasado, no quedó en el pretérito, sino que sigue sucediendo de múltiples
maneras en el futuro. Cuando digo que el narrador autoficticio cuenta
su vida en clave ficticia, digo precisamente esto, que recuerda todo
aquello que le pasó en el pretérito como nunca le ha pasado, y lo cuenta
desde el futuro con la sorpresa con la que el recuerdo se sucede.
7 Es
preciso que al hablar de las ruinas que constituyen nuestro pasado, ya
sea intactas en la memoria o despedazadas en múltiples recuerdos
imprecisos, remitamos directamente a El tiempo en ruinas de
Marc Augé (2003). Si bien el autor realiza un recorrido etnológico sobre
algunos de los monumentos o sitios arqueológicos más importantes del
mundo, es posible utilizar algunas de sus ideas para pensar en el
funcionamiento de la memoria y del recuerdo en el acto de contar la
vida. Porque, según Augé, entre la experiencia vivida en el trabajo de
campo de un etnólogo y la escritura de ese trabajo se instaura una
distancia, "la distancia de uno mismo respecto de uno mismo" (12). Por
ende, podemos trazar un paralelo significativo entre la exigencia del
método de un antropólogo -la capacidad para relatar una historia a
partir de un inventario de objetos perdidos- y la facultad de la memoria
en tanto que ambos se construyen a partir de ruinas. La ruina tiene la
apariencia formal del recuerdo porque ofrece un espectáculo del tiempo y
posee su misma arbitrariedad. Los recuerdos provienen del olvido,
aparecen sin avisar para hacernos reconocer que ese del pasado que se
recuerda no es el que recuerda, justamente porque lo habíamos olvidado; y
de repente es posible comprender la duración que transcurre en uno
mismo. El olvido, fundamento de la memoria, crea espontáneamente
imágenes insistentes y arbitrarias. Las ruinas como los recuerdos
ofrecen un pasado que ha sido perdido de vista, que quedó olvidado pero
que aún es capaz de decir algo. El recuerdo y la ruina advienen como
presencia de lo ausente. "Un pasado al que el observador sobrevive"
(88).
8 Esta
es una expresión acuñada en la tesis doctoral "Autoficción y melancolía
en la narrativa de Fernando Vallejo" a partir del título de una de las
autoficciones de Fernando Vallejo para dar cuenta de que la
inestabilidad -la indiscernibilidad entre realidad y ficción, y la
oscilación del personaje entre ser y no ser- se asienta sobre el
desbarrancadero de los recuerdos. Es necesario aclarar que el desbarrancadero del recuerdo siempre está en tensión con ciertos procesos de autofiguración que propone el autor y que están íntimamente relacionados
con la construcción de una imagen de autor en y por fuera de los
textos. Es decir, ese derrumbe de la sistematización de la historia que
construye la memoria es llevado a cabo no sólo por el carácter ambiguo e
imaginario inherente al proceso de recordar, sino también, y
simultáneamente, por el carácter propositivo de la construcción de una
imagen de autor determinada.
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Recibido: 04.11.2015. Aceptado: 15.02.2016.