Por Florinda Salinas © 2014 /
Cuando en 1984 entrevisté a Rosa Chacel para Telva,
la publicación en la que yo trabajaba, ella era una de las grandes
escritoras del exilio. Su regreso, en los años 70, pilló a la vida
literaria española un poco descolocada. La novela se centraba todavía en
los temas sociales y la obra de Rosa, que giraba en torno a la orteguiana “deshumanización del arte” no era candidata a convertirse en best-seller
por aquel entonces. Yo no era una periodista experta en literatura,
pero me daba la impresión de que todos aquellos escritores que
regresaban del exilio impuesto por la dictadura franquista, volvían a
sufrir otro particular desplazamiento a su llegada. Y aunque les
arroparon muchos jóvenes literatos y profesores de universidad con su
apoyo y amistad, las cosas no siempre eran fáciles para ellos.
Chacel se había visto obligada a
abandonar España en 1940 junto a su marido el pintor Timoteo Pérez
Rubio y su hijo Carlos. Residió en París, Rio de Janeiro y Buenos Aires y
en ningún momento cejó en su creación literaria. Antes de entrevistarla
devoré sus dos tomos de diarios, Alcancía Ida y Alcancía Vuelta, editados por Seix Barral (me narró sus enojadísimas discusiones con Pere Gimferrer por las erratas que siempre se colaban en sus libros). En los diarios se transparentaba la malla de su vida, esos avatares que ella denominaba “el cocidito de cada día”. “Mis dificultades siempre han sido económicas. Por suerte nunca me han faltado editores”,
me dijo. Chacel mantenía en todo momento una exigencia descarnada
frente a su obra y un espíritu crítico indomable. De niña su educación
había ido por libre: ”Yo, de pequeña, era muy nerviosa, soñaba mucho y
me pasaba el día leyendo. Nunca fui al colegio, así que lo que sabía me
lo enseñaron mis padres. Bueno, fui un par de meses a las carmelitas, al
lado de casa, en Valladolid, pero el médico me dijo que lo dejara. Así
que me quedé en casa, donde mi madre me tomaba la lección a diario y me
hacía estudiar. Con ella me inicié en el francés, en música, en todo. Y
mi padre me enseñó a dibujar”. Qué tiempos aquellos, en los que a las
niñas imaginativas y despiertas los médicos les prescribían permanecer
en casa tranquilas. Lo cierto es que la niña de Valladolid,
devoradora de libros, en palabras de Clarice Lispector, tenía “en la
punta del lápiz, el trazo. En la punta del pié, el salto”. (Cuentos reunidos. Siruela).
Desde que descubrí su novela Barrio de Maravillas (Seix Barral), esta escritora de la Generación del 27 me atrapó sin remedio. Me pareció tan deslumbrante su monólogo interior,
ese alegato que enfrenta a la niña protagonista al mundo y a sí misma
mientras su madre le lava el pelo con huevo crudo, hace recados en la
farmacia o sube y baja de los tranvías del Paseo del Prado. La niña indómita se enreda en disquisiciones sobre los leves chasquidos de su existencia,
pero también se deslumbra con la luz que recorre escaleras, muebles,
loza, paredes desconchadas. Gracias a este libro rescaté las imágenes
borradas de mi primera infancia: la huevería con las cestas de alambre,
el ultramarinos de luz aceitosa, la pastelería de grecas pompeyanas y la
atmósfera espesa de la lechería con sus tinajas de zinc. Chacel me llevó hacia mi vida párvula en el barrio sevillano de la Alfalfa, fresco y palpitante, y, sobre todo, me descubrió un modo de expresión complejo, donde el tiempo que cuenta es el tiempo interior, al modo de Faulkner o de Joyce.
La niña que promete contar a su madre “sólo lo que ella puede
entender”, que ve tréboles en los desconchados de la pared junto a su
cama, o se lava por las mañanas en una palangana, me redescubría mi
infancia y, sobre todo, me regalaba un secreto: el tiempo es maleable,
se estira o se encoge según tu mirada resbala sobre las cosas. Y Rosa Chacel era una maga de la mirada.
De niña su educación había ido por
libre:”Yo, de pequeña, era muy nerviosa, soñaba mucho y me pasaba el día
leyendo. Nunca fui al colegio, así que lo que sabía me lo enseñaron mis
padres. Bueno, fui un par de meses a las carmelitas, al lado de casa,
en Valladolid, pero el médico me dijo que lo dejara. Así que me quedé en
casa, donde mi madre me tomaba la lección a diario y me hacía estudiar.
Con ella me inicié en el francés, en música, en todo. Y mi padre me
enseñó a dibujar”
A partir de la lectura de esa novela comenzó a fascinarme la figura de esta mujer nacida en Valladolid en 1898, que se trasladó con su familia a Madrid en 1908 donde estudió escultura en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando.
Eran años en los que las mujeres no pintaban nada en la vida cultural y
política española. Chacel era una chica de provincias inteligente,
tenaz y perfeccionista que se instaló en el meollo de la intelectualidad
española de la época: la Revista de Occidente, el entorno privilegiado de Ortega y Gasset. Y no estaba sola, también la acompañaba la filósofa María Zambrano.
A finales de los años veinte en la
Revista de Occidente se abordó el debate sobre la diferencia y la
relación entre los sexos, un asunto que interesaba mucho a la
intelectualidad europea. En Alemania también se sumergieron en el
asunto dos filósofas, Edith Stein y Hannah Arendt.
Stein (conversa al catolicismo, canonizada y nombrada copatrona de
Europa por Juan Pablo II) murió en el campo de concentración de
Auschwitz y Arendt huyó a Estados Unidos a tiempo. Por cierto, Edith
Stein participaba del feminismo esencialista de Max Scheller y Ortega.
Y Hannah Arendt, que nunca se consideró feminista, brindó a la causa de
las mujeres conceptos básicos como la oposición público/privado. La
mujer tendría derecho a acceder desde el ámbito privado al público,
aquel en el que existe el derecho a ver y ser visto y a escuchar y ser
escuchado (La esfera pública y la privada. Cap.2. en La condición humana, Paidós).
Ortega y otros autores se
inclinaban por la existencia de dos «principios» opuestos y
complementarios, lo masculino y lo femenino, como fundamentos
ontológicos de la diferencia entre hombres y mujeres que determinaría
sus respectivas psicologías y su posición y papel en la sociedad. En
opinión del filósofo, el oficio de la mujeres es ser «el concreto
ideal», «encanto, ilusión», del varón. En este poder «mágico» de ilusión
se condensa «la alta misión biológica que a la hembra humana atañe en
la historia”. (Estudio sobre el amor, Ortega y Gasset, J., Alianza Editorial).
A pesar de mantener estas ideas, Ortega estableció relaciones de amistad y colaboración con mujeres tan inteligentes como Victoria Ocampo, María de Maeztu, o las mismas Zambrano y Chacel, cuyas obras valoraba y promovía, incluso cuando no estaba conforme con sus contenidos y conclusiones.
Chacel era una chica de provincias
inteligente, tenaz y perfeccionista que se instaló en el meollo de la
intelectualidad española de la época: la Revista de Occidente, el entorno privilegiado de Ortega y Gasset. Y no estaba sola, también la acompañaba la filósofa María Zambrano.
Pero su idea filosófica de la mujer no
beneficiaba la causa de las mujeres: hablaba de hombre y mujer como de
esencias metafísicas diferentes o como de dos maneras diversas de estar
en el mundo: la del trabajo (hombre) y la del cuidado (mujer). Zambrano y
Chacel tal vez no estuvieran en sintonía completa con el maestro, pero
tampoco se opusieron. Si en el siglo XXI las mujeres andan con pies de
plomo por los ámbitos en los que son minoría, ¿qué sería en aquellos
años del siglo XX? (Zambrano, María y Chacel, Rosa.
Desenmascarar la complementariedad de los sexos (Debate en la Revista de Occidente).
Cuando Rosa Chacel publicó Alcancía Ida y Alcancía Vuelta, sus diarios de 40 años de su vida, le pedí una entrevista.
Sin gabinetes de prensa, ni departamentos de marketing por medio, la
llamé directamente a su teléfono fijo desde mi mesa de la redacción,
con mi Olivetti gris y un neón sobre mi coronilla.
Doña Rosa residía en un piso del Paseo de la Habana, Madrid. Nada más entrar descubrí el magnífico retrato que le había hecho su marido, ya fallecido, Timoteo Pérez Rubio. Era un barrio muy literario: Dámaso Alonso vivía en un recoleto hotelito de la calle Alberto Alcocer. Por allí también había recalado otra ilustre poetisa exiliada, Ernestina de Champourcin, de la Generación del 27.
Chacel tenía ya 86 años y se adaptaba como podía a una España que nada
tenía que ver con la que recordaba. Se la veía por el mercado de abastos
de Potosí, acompañada por su nuera y cuando entraba a tomar café por la
zona, todos la reconocían de la tele. “Soy famosa en el bar y en el mercado”, me comentaba burlona. Era una mujer muy inteligente y algo puntillosa, no me pasaba ni una en mi cuestionario.
“¿Se maquilla o la maquillan?”, me
preguntó en la mesa de camilla donde nos refugiamos de una primavera
ventosa y fría. “Me maquillo yo misma por las mañanas”, le respondí,
mientras conectaba el magnetofón que pesaba medio kilo. “Es que se
aplica usted una sombra rosa en el párpado que no le favorece nada,
parece un mono, perdone que se lo diga”. Me hizo muchísima gracia su
advertencia. Durante todo el tiempo nos acompañó el conserje de la
finca, que purgaba radiadores por la casa y el sonido del teléfono, que
ella siempre respondía. Le pidió al fotógrafo que le advirtiera antes
de cada disparo, para mantener en calma sus facciones. Y reconocía que
no estaba muy presentable con aquella bata roja, pero que tenía frío y
no había más remedio. Yo también tenía frio y no me hubiera importado
adosarme otra bata como la suya, pero me refugié bajo los faldones junto
al brasero eléctrico. Hablamos de todo: de sus libros, de su familia, de la ciencia, de la guerra…
Aquella anciana, que podía ser mi abuela, había tratado de tú a tú a
los grandes intelectuales de la España republicana, misóginos y
paternalistas. De alguna manera, con su talento y obstinación, ella
había abierto camino a las decenas de miles de mujeres que vendrían
después. Eso sí, la palabra feminismo le provocaba urticaria. Había que saberlo.
Cuando Rosa Chacel publicó Alcancía Ida y Alcancía Vuelta,
sus diarios de 40 años de su vida, le pedí una entrevista. Sin
gabinetes de prensa, ni departamentos de marketing por medio, la llamé
directamente a su teléfono fijo desde mi mesa de la redacción, con mi
Olivetti gris y un neón sobre mi coronilla.
Hacia el final de la entrevista le pedí
su opinión sobre la existencia o no de una literatura femenina. Sabía
que odiaba ese concepto, pero me apetecía oírle despotricar un poco. “¡Detesto la agrupación de mujeres en lo intelectual y en literatura!
En cosas jurídicas y laborales, está bien. Pero en lo demás, la mujer
tiene que meterse y dejarse perder entre los hombres. Después, destaca
la que destaca”, y levantó la barbilla ligeramente, con una actitud
retadora. ¿Acaso sería yo una feminista de tres al cuarto que quería
buscarle las cosquillas? Nada más alejado de la realidad. Yo no era ni
feminista, pero me interesaban mucho las mujeres que lograron destacar
en un mundo totalmente masculino. Además, había escritoras que sí
creían en la existencia de una literatura femenina: desde Virginia Woolf hasta otras como Carmen Martín Gaite o Soledad Puértolas,
a las que había entrevistado recientemente. La anciana pero vivaz
escritora reparó en mi perplejidad y quiso mostrarse condescendiente: “Mire, no niego que existan discriminaciones contra la mujer, pero a mí no me han tocado.
Recuerdo que en aquellos años de la generación del 27 vivíamos la
libertad sin hablar de ella. Teníamos el carácter de seres libres.
Aunque no le voy a negar que fue una época muy compleja”.
Volví a estar con ella en un almuerzo de escritoras que organizamos en mi revista: desde Ana María Matute hasta Blanca Andreu,
un puñado de mujeres con brío volvieron a reencontrarse para hablar de
literatura. Y también de la vida, esa malla de la que Rosa hablaba en
sus diarios.
– Las novelas más célebres de Rosa Chacel (Barrio de maravillas, Memorias de Leticia Valle, Teresa, Estación. Ida y vuelta, La sinrazón)
ha sido reunidas en dos tomos publicados por Biblioteca Castro, bajo la
edición de las especialistas Pilar Celma y Carmen Morán.
– Recientemente se ha editado un volumen con los
escritos ensayísticos de la escritora sobre destacadas figuras del mundo
de la literatura, el pensamiento y el arte, bajo el título La lectura es secreto (La linterna sorda Ediciones).
– Fotografías: La primera y la tercera nos las ha cedido
la autora de este “Pasiones” y pertenecen al archivo de la revista
“Telva”. Corresponden a la entrevista que Florinda realizó a Rosa Chacel
en 1984 -a la cual hace referencia en este artículo-. La segunda y
tercera son fotografías pertenecientes a otros archivos y nos ha sido
imposible establecer su autoría.
FIRMAS SUMERGIDAS | FLORINDA SALINAS
Florinda Salinas nació en Sevilla. Licenciada en
Periodismo por la Universidad de Navarra, trabajó durante dos décadas en
la revista Telva, de la que fue subdirectora. Posteriormente fue
redactora jefe del diario El Mundo y directiva en el grupo ¡Hola! Acaba
de publicar el libro “La mujer visible” (Digital
Reasons), donde analiza el paso de la mujer en la sombra a la mujer en
el mundo. “Siempre me produjo desazón entrar en casa del hombre
importante que iba a entrevistar y escuchar los pasos de su mujer
alejándose por el pasillo hacia el invisible mundo de lo doméstico”,
plantea en su introducción.
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En los años 70 Rosa Chacel mantuvo correspondencia con Juan Gil-Albert
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