"Cuasi una poética". Por José Luis Zerón Huguet, autor del poemario
"Intemperie". Avance de la revista Ágora digital 10/ Ágora-Papeles de
Arte Gramático/ El mono gramático, cuadernillo crítico/Fragmentos para
una poética/ Septiembre 2021
fragmentos para una poética/Ágora 1o
CUASI UNA POÉTICA
por José Luis Zerón Huguet
No
recuerdo exactamente cuándo me sentí plenamente convencido de que el mundo
poético era mi mundo real, pero fue durante mi adolescencia media, aunque antes
ya había leído y escrito poesía. Entonces empecé a sentir la mágica extrañeza
de un lenguaje nuevo con el que poder expresar la lucha irrefrenable y cíclica
de Eros y Thánatos y la necesidad de que ese asombro poético sobreviviese a los
envites cotidianos, a las responsabilidades sociales que me imponían mis
educadores. Supe que ya no podría desatender nunca la llamada de la poesía ni
evadirme de sus mandatos ni rechazar sus recompensas, aunque llegara a ser ignorado
e incluso despreciado por entregarme a un arcano tenido por inútil y que para
mí era -es- una escuela de tolerancia, exploración personal y goce fraterno.
De modo
que me siento, ante todo, un poeta vocacional. Ser y sentirme poeta es mi forma
de estar en el mundo y de implicarme en él. Y esto significa que la poesía es
para mí una forma de vida, incluso una religión. Se es poeta las veinticuatro
horas del día o no se es, aunque uno escriba mucho, o poco (o nada) durante
periodos prolongados de tiempo. Pero mi vocación no es proselitista y siempre
he procurado que mis incandescencias poéticas (no siempre placenteras y a veces
angustiantes) no hostiguen a los demás. Siempre he tratado de expresar mi
pasión por la poesía con sinceridad y humildad, pues creo que la humildad no
está reñida con la perseverancia y la audacia. Sentirme un poeta vocacional y
no un versificador experimentado más o menos virtuoso también supone una total
indiferencia por ser aceptado en grupos, bandos y capillas poéticas, lo cual me
exime de calcular la rentabilidad mediática que pueda proporcionarme el mérito
de la publicación. También evita que me obsesione con la supuesta
insignificancia de la poesía en este mundo nuestro hedonista, pragmático, y
productivo. Porque el poeta vocacional
siente que está empezando, que acaba de llegar a la poesía. Vive el entusiasmo
poético (entusiasmo significa poseído por los dioses), pero no es un profeta ni
un elegido por la gracia divina, sino alguien que siente la energía vital de la
creatividad, sin grandilocuencias, como algo íntimo, callado (incluso
imperceptible) que no tiene nada que ver con vanos exhibicionismos ni
gregarismos productivos. Sabe que las destrezas y habilidades acumuladas con el
tiempo no le ofrecen ninguna garantía de certidumbre, pues el mal llamado
oficio poético depende en gran medida del equilibrio entre lo imprevisto y lo
determinado, y solo cuando estas dos nociones contrarias se encuentran y se
potencian surge la poesía. De esta manera, el poeta vocacional afirma la incertidumbre
y se sitúa a contrapelo, al margen de los que nunca se equivocan, en contra de
los convencionalismos y los dogmas que empujan a la autocomplacencia. Se dirige
a lo desconocido para hallar -o tantear – lo nuevo, espoleado por el temor y la
esperanza entre un amasijo de paradojas. El poeta vocacional que soy abre, pues,
todas sus compuertas interiores e intensifica el mundo con una sed de
conocimientos nunca saciada. Vive una ebriedad solitaria, pero percibe un
sentimiento de pertenencia a un tú, de ahí que trate de conciliar lo individual
y lo colectivo. Experimenta, pues, la lúcida transgresión de la rebeldía con la
sensibilidad herida a cada paso, en estado de vigilia, sin recluirse en los
altares del esteticismo, aunque consciente de que su comunicación con el lector
siempre se establece en una situación precaria.
Escribir
poesía, pienso, consiste en revalorizar la vida mediante el contacto con una
porción de la realidad que no vemos, situada más allá de las limitaciones
sociales. Para ello hay que mirar hacia dentro, explorar nuestros espacios
interiores, o sea iluminar la realidad oculta tal como la entendió Rimbaud. Sin pretender enredarme en
demiurgias afirmo mi fe en el concepto numinoso del verbo y en el sentido
órfico de la palabra como religación del hombre con el mundo, por mucho que les
pese a los voceros de la postpoesía, y otros recientes cánones poéticos. Y
dicho esto no creo que el poeta, como tantas veces he oído decir, esté
desconectado de la vida y desarrolle su obra aislado del mundo. Ante el dilema
de elegir entre vivir un aislamiento interior y la necesidad de solidaridad
humana, ¿por qué no elegir ambas posibilidades?
Ese
compromiso supremo con el hecho poético no es popular en nuestra sociedad, que
etiqueta al poeta como un ser pasivo y decadente que busca la evasión en
empresas ilusorias. Ya lo dijo Mallarmé a finales del siglo XIX: “es demasiado
alto el precio que el poeta paga a la comunidad. Su práctica no resulta en
verdad algo distinto a un lento suicidio, el acto oscuro de alguien que cava
sin cesar su propia tumba”. Que la actividad continua del poeta sea percibida
como una actitud pasiva o evasiva no es más que el producto de una tópica
simplificación que en ocasiones los propios poetas, convertidos en funcionarios
de lo sagrado, empeñados en elevar lo bello a ideal político, han ayudado a
propagar. El poeta cava sin cesar, cierto, pero no su propia tumba, sino las
trincheras en donde poder resistir la realidad lacerante que nos asfixia con
sus moralismos feroces y sus consignas brutales. El poeta ha de enfangarse
cuantas veces haga falta para rescatar a la poesía de la insulsez, de lo
demasiado evidente, del arribismo sensiblero. Así que puestos a citar utilizaré
una hermosa sentencia de Octavio Paz: “La poesía no persigue la inmortalidad
sino la resurrección".
Nuestra
sociedad nos empuja a una alocada carrera en la cual el futuro se hace presente
inmediato. Captar el instante a través del poema es una de mis mayores
preocupaciones. Persigo lo irrepetible y
fugaz, lo luminoso y lo oscuro de lo que es o empieza a ser y de lo que ya fue,
la floración y la putrefacción a un tiempo, lo que vive y lo que muere, “el
relámpago que gobierna la totalidad del mundo” (Heráclito) cristaliza a veces
en el poema; hablo del fulgurante Kairós que nos pone en contacto con lo
“maravilloso absoluto” (Schlegel) y que, parafraseando el célebre verso de
Ungaretti, nos ilumina de inmensidad. Pero el fogonazo no siempre dona
plenitud; a veces también alumbra el mundo con todas sus derivas y zozobras. Es
por eso que en mi poesía hay un continuo combate entre la plenitud y el
desencanto, el asombro y el escepticismo, la exuberancia y la desolación.
Abundan las aliteraciones ásperas, un ritmo crepitante y redundancias y
sucesiones de imágenes y analogías que unas veces entran en conflicto y otras
se encuentran y fusionan extendiéndose y ramificándose con afirmaciones y
negaciones, armonías y discordancias. También prevalecen en mis versos la
sinestesia y la metáfora visionaria, y estos se contraen y se expanden en una
especie de flujo y reflujo en el que la elipsis, la anáfora y la enumeración (a
través de conjunciones o por yuxtaposición) cobran un especial protagonismo.
Mis poemas dependen, sobre todo, de la imagen y su movimiento.
Mi
escritura es una constante seducción de la naturaleza para regresar del exilio
al que he sido condenado por perder el vínculo más inmediato con lo salvaje. No
me refiero, claro está, al locus amoenus que cantaron los artistas
clásicos, ni al paisaje idealizado de los románticos, sino a la naturaleza en
riesgo de extinción que en nuestros días se resiste a ser domada, parcelada y
esquilmada. Pero la ciudad no está ausente en mi poesía. Lo urbano aparece casi
siempre con un trasfondo de naturaleza superviviente: solares, avenidas y
edificios de hormigón conviven con jardines y huertos periféricos. Yo canto a
la naturaleza amenazada de muerte, como diría el poeta salmantino Aníbal Núñez,
ahora que puedo permitirme ese lujo. También busco la belleza, la extenuante e
inútil belleza que jamás podremos comprender; esa belleza aterradora y a la vez
acogedora, sublime y también subterránea y marginal, de la que tanto habló
Dostoievski y de la que emana nuestra fragilidad como seres llamados a la
muerte. Vivimos una época crepuscular. El crepúsculo (vespertino y matutino) es
la simbolización ambigua del dolor y la resurrección. La luz hay que buscarla
desde la sombra, y en esa indagación en lo oscuro se moldea nuestra memoria.
Por eso mi poesía también está llena de claroscuros y es elegía e himno auroral. La aurora “crea el
instante, que es a la par indeleblemente uno y duradero. La unidad, pues, entre
el instante fugitivo e inasible y lo que perdura”. Escribió María Zambrano en De
la Aurora, uno de sus mejores libros, que acaso podríamos leer como
un inmenso poema en prosa. Y en la misma obra dice: “Qué inmensa soledad la del
que no ha contemplado, ni siquiera por una sola vez, la Aurora”.
Para Macedonio Fernández “poeta es
saberlo todo”. Yo no lo creo. El poeta, al menos desde mi experiencia, expresa
el desamparo del ser en un lugar del que nada sabemos y del que queremos
saberlo todo. Afronta lo inefable e incomprensible del hecho poético como un
amanecer en tierra extraña. Anda a tientas sin luz o a media luz, sin pautas ni
sendas únicas (y a veces hasta sin suelo firme) en una apertura hacia otros
espacios. Más allá del resultado, y sin ánimo de dramatizar, no valen las
frivolidades cuando escribo poesía: me dejo llevar por el poema al mismo tiempo
que ejerzo su control. El trabajo, hondo, tenaz e intenso resulta agotador, es
como como andar de continuo en la cuerda floja por encima del abismo. El
conocimiento que persigue el poeta es incierto, inagotable, insaciable.
No me
cabe duda de que la única manera de revitalizar la poesía es crear desde el
sentimiento primigenio de lo tremendo y lo fascinante, y quien a ella se
entrega debe ser capaz de conciliar los contrarios, de aunar razón e intuición,
de identificarse con múltiples
referencias transversales y contradictorias. Ha de estar dispuesto a correr el
riesgo de experimentar grandes vuelos y al mismo tiempo mantener los pies en la
tierra. Ha de atreverse a crear nuevas hojas de ruta explorando tierras
incógnitas y mares sin balizar. Y para ello no debe renunciar a su carácter inconformista
e insaciable. Juan Ramón
Jiménez dijo en Política poética “que la poesía es lo único que se salva
de la razón y que salva a la razón, porque es más hermosa y superior que ella”.
Razón poética la llama María Zambrano. La atención asombrada (la primera
sacrificada por esta civilización de la velocidad, como afirmaba Simone Weil)
es la condición activa para salir de la rutina estética. La atención
a las pequeñas y a las grandes cosas.
“No hay poética sin ventana”, asegura Jordi Doce en un hermoso aforismo de su
libro Hormigas blancas. El poeta utiliza el microscopio y el telescopio, el
zoom y el gran angular. Sabe que el mundo es complejo e inabarcable (y tan
maravilloso como bestial), por eso mismo las palabras resultan precarias e
insuficientes para abarcarlo, de ahí su conflicto paradójico con el lenguaje.
Cuando el poeta trata de sondear lo que Juan de la Cruz calificó como noche
oscura del alma y que yo suelo llamar intemperie se siente un extranjero en su
propia lengua, y de ese sentimiento de extrañeza y desamparo surge el hecho
poético. De ahí que acertadamente el filósofo Gaston Bachelard afirme que la
poesía pone al lenguaje en estado de excepción. Hay que vivir el poema como un acontecimiento y aceptar lo
inefable e incomprensible del hecho poético. Escribir es andar a tientas sin
luz o a media luz.
¿Puede sobrevivir la poesía en pleno
apogeo de las nuevas tecnologías y formatos de comunicación de masas? ¿Puede
llegar no solo a seducirnos sino también a engrandecernos? ¿Puede cauterizar
heridas? Son preguntas que suelo hacerme y para las que no tengo respuestas
seguras. Muy pocos aprecian el valor de la creación poética, su grandeza
humilde. Uno quiere pensar que la poesía servirá de salvavidas a las
generaciones venideras, pero no sabemos qué será de ella. No podemos saber si
en el mundo por venir logrará ser más visible o se diluirá en el tejido social
hasta extinguirse por completo. No sé si los lectores del futuro la
revitalizarán o la condenarán para siempre. En cualquier caso, en nuestra sociedad
neoliberal al borde de un colapso que parece irreversible la poesía sigue
estando viva, aunque solo para una minoría sea un modo de vida y una forma de
mirar el mundo.
JOSÉ LUIS ZERÓN
HUGUET. (Orihuela,
1965). Cofundador y codirector de la revista Empireuma. El día 22 de septiembre
de 2021 presentará en Orihuela (Auditorio La Lonja, a las 19.30 h) su nuevo libro,
Intemperie (ed. Sapere Aude).
Antes de
este, ha publicado, entre otros poemarios: Sin lugar seguro (Germanía, 2013), De
exilio y moradas (Polibea, 2016), Perplejidades y certezas (Ars
poética, 2017) y Espacio transitorio (Huerga & Fierro, 2018). Ha sido incluido en varias antologías, y
también en La escritura plural. Antología actual de poesía española (Ars
Poetica, 2019). Ha colaborado con ensayos, artículos, cuentos y poemas en
revistas nacionales e internacionales. El número 10 de Ágora digital (de
pronta publicación) recoge una selección de sus últimos poemas.
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Intemperie
He reunido bajo el título de Intemperie
dos libros que pueden leerse cada cual por separado o como un solo
bloque, pues creo posible una puesta en diálogo de sus distintos tonos y
registros.
El primero es una versión actualizada de mi poemario Solumbre,
escrito y publicado en 1993 en la colección Almenara de la Asociación
Cultural Ediciones Empireuma y hoy absolutamente descatalogado. En
agosto de 2019 se despertó mi vena juanramoniana y me dio por reformar
este libro después de hacer una relectura rigurosa del mismo con fines a
una futura reedición. Para ser sincero, he de precisar que no fue un
arrebato sino un proyecto al que venía dándole vueltas desde meses
antes. ¿Lo que hice fue una reescritura de Solumbre o un libro nuevo? Yo diría que lo segundo.
El vértigo y la serenidad,
segundo libro de este volumen, no fue concebido inicialmente como un
poemario. En 2017 se me ocurrió agrupar bajo un título mis poemas
publicados en revistas literarias, suplementos culturales, blogs,
antologías y plaquettes, más el añadido de varios inéditos recientes.
También aquí hay una labor de reelaboración, pero mucho menor que en
Solumbre. El vértigo y la serenidad abarca, pues, los claroscuros de algo más de veinte años de mi vida.
En cuanto al título de este volumen, he escogido una palabra que
aparece profusamente en toda mi obra poética, como saben los que han
seguido mi trayectoria hasta ahora y como podrán comprobar quienes
tengan la bondad de leer estos poemas.