REENCUENTROS CON MIS RECUERDOS DE MOLINA DE SEGURA
El pasado fin de semana estuve en Molina de Segura, pueblo en el que
nací y al que me siento ligado por lazos familiares y sentimentales que
me retrotraen a mis primeros diecinueve años de edad. Cada vez me gusta
más reencontrarme con mis hermanos y con aquellos amigos y conocidos que
un día formaron parte de mi entorno social y con los nuevos y jóvenes
amigos a los que, virtualmente, he conocido e intimado por medio de
Facebook y al encontrarnos por la calle en carne mortal, nos solemos
reconocer por las fotos de nuestros perfiles o porque mi hermano José
María, me apunta: “Esa o ese, es…” y entonces hablamos y nos sentimos
como si fuéramos amigos de toda la vida por lo que sabemos el uno del
otro gracias al internet, que usado como medio de relación social, nos
une en la distancia.
Sobre el mediodía del domingo, con un sol
otoñal y temperatura veraniega que engañaba a las cigarras que se
desgañitaban rechinando en los árboles, estuve paseando por el frondoso
Parque de La Compañía y tras pasar por el paseo de los escritores en el
que están las placas que, a semejanza del paseo de la Fama de
Hollywood, dedica el Ayuntamiento a los escritores más relevantes que
ha dado el pueblo en los años de sus existencia y que encabeza mi
cuñado Salvador García Aguilar, premio Nadal de novela de 1983, y al
tresbolillo las de otros conocidos y buenos escritores entre los que
noté la falta de algunos que yo tengo por buenos, tomé asiento en uno de
los bancos del Parque en el que por los escasos indicios que subsisten
me situé mentalmente y deduje que estaba en el lugar en el que
antaño se situaba la huerta de mi padre, que en los duros años de la
posguerra civil nos proporcionaban autosuficiencia en alguno de los
alimentos básicos para una dieta de subsistencia. Y como últimamente me
ocurre, comencé a recordar con cierta añoranza retazos de mi vida que
me retrotraen a más de sesenta años de mi actual existencia,
relacionados con mi huerta ahora integrada en un hermoso parque que
surgió a iniciativa del ultimo alcalde de la dictadura: mi querido primo
hermano José “el Gicha”, protagonista de algunos sucesos que narro en
mi libro autobiográfico “HISTORIA DE YO”.
La mayor parte de la
superficie de nuestra finca, lindante con la de La Compañía, se
dedicaba al trigo, en gran medida y a las patatas en menor. Mi padre
tenía fijos a un par de jornaleros de confianza, que se encargaban de
las labores de la huerta y que mientras trabajaban a la vez servían de
guardianes para ahuyentar a los ladrones, que pese a la represión de la
guardia civil, eran muchos los que se arriesgaban a ir a la cárcel o al
cuartelillo donde le pegaban una paliza a los reincidentes “Para que no
lo hicieran más”, pero como en la Confesión, pagaban la penitencia en
bofetadas y salían perdonados del cuartelillo para volver a pecar
“setenta veces siete”, para darle de comer a sus familias.
Pero en
el trabajo y la vigilancia de los jornaleros, había horas muertas en
las que no estaban y entonces eran mis hermanos mayores y yo alguna vez
que otra, los que vigilábamos para ahuyentar a los ladrones de todo
tipo, incluido los pájaros. Hubo una época en la que la vigilancia la
ejercía mi hermano Juan, el mayor de todos los varones, quien por haber
regresado de la guerra y de la cárcel donde estuvo preso y condenado a
muerte por “fascista peligroso” y salvado a última hora por la toma de
Madrid por los llamados “nacionales” que eran los suyos, tenía licencias
de arma largas y cortas e integraba el somatén del pueblo como
excombatiente. Pues bien, en alguna de esas horas, se iba a la casa de
la finca pertrechado de escopeta de caza con cartuchos rellenos de sal
como metralla, que igual servían para disparar a los posibles ladrones
si intención de matarlos pero si de salarles el culo y que huyeran
rascándose, que para hacer ruido para ahuyentar gorriones, que esos,
creo yo, fueron los únicos “pájaros” junto a los estraperlistas que no
pasaron hambre en los años de la posguerra. Pero cuando éramos alguno de
los tres hermanos restantes, ya no podíamos utilizar la escopeta y si
tirar de la cuerda que hacía sonar una serie de botes de hojalata
rellenos de pequeñas piedras vivas, que como los papelillos en las
fiestas colgaban por encima del trigal en sazón que era cuando los
pájaros venían a ponerse las botas. Yo hice algunas veces de guardián
del trigo (no del centeno que eso lo popularizó un escritor
norteamericano del que supe años después), pero tenía doce o trece años y
poca fuerza, por lo que pegaba pocos tirones y los pájaros se
aprovechaba de los silencios cuando el vigilante era yo.
Con el
trigo que nos dejaban los pájaros de distintas especie, como los
gorriones y el llamado Servicio Nacional del Trigo, al que habia que
entregar toda la producción a precios bajos y fijos, para que el
Servicio la vendiera a precio tasado y tan alto que casi nadie podía
pagar, en mi casa nunca faltó el buen pan de harina de trigo, pues hecha
la ley hecha la trampa, y no sé cómo, pero mi padre se las apañaba
para no entregar toda la producción, y una vez trillado en la era o en
la trilladora colectiva instalada en un descampado por la zona del
Huerto Capote, de la que mi primo Carlos “de Estrella”, al servicio de
La Compañía, era el encargado, unos sacos iban a parar al Servicio
Nacional y otros a esconderse en mi casa, y, desde mi casa, a lo largo
de todo el año, salían en pequeñas cantidades para no perderlo todo y
ser acusado de estraperlista si te descubrían con él, hacia al molino
Aguilar, donde los transportábamos en carretón, con nocturnidad y
alevosía, para ser convertido en harina tras horas de espera que se
hacían eterna por la cola de pequeños contraventores de la ley que
esperaban su turno de molienda y maquila. Sin embargo, y por desconocer
el riesgo, esas horas de espera recostado sobre mí saco de trigo y
escuchando el rítmico y agradable sonido de los artilugios del molino y
como fondo el menos audible del agua que era la fuerza que lo movía, me
proporcionaban un grato sopor del que no salía hasta que mi hermano
José María, que tambien estaba conmigo en el molino, me decía “levanta
que nos toca” y era entonces cuando me espabilaba y veia como el
molinero echaba nuestro trigo en la tolva, mientras el dueño de la
harina recién molida se apresura a repelar hasta el último vestigio de
la suya que quedaba en el gran cajón donde caía la harina molida. Luego
el molinero abría la compuerta de la tolva y el trigo comenzaba a caer
sobre la piedra en movimiento y al poco, por la canaleta salía blanca
como la nieve y tibia como el regazo de una madre, la harina de mi
trigo, a la que yo recibía poniendo la mano en la suave catarata que
iba a desembocar en el gran cajón. Aquella sensación táctil no la volví a
experimentar, hasta que muchos años después, comencé a explorar lo
senos de Loli…
No quise seguir recordando y me levante para ir a
ver de cerca “la noria” que elevaba el agua para regar los bancales más
altos de la finca de La Compañía. Aquella noria que ahora, convertida en
hierática estatua de sí misma, ya no chirria sacando agua de la acequia
“Subirana”, como cuando estaba viva y yo la escuchaba en el silencio
del atardecer estando de guardián del trigo, mientras giraba y gemía
chorreando el agua que se le escapaba por los canjilones, como a mí se
me escapa las lágrimas al recordar aquellas vivencias sumido en la
nostalgia de aquellos años en los que tenía toda una vida por delante.
Carlos Bermejo
San Vicente, 20 de octubre de 2015
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La mayor satifacción que tengo al escribir es saber que alguien me lea cuando yo esté muerto.