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viernes, 23 de octubre de 2015

REENCUENTROS CON MIS RECUERDOS DE MOLINA DE SEGURA, por Carlos Bermejo

REENCUENTROS CON MIS RECUERDOS DE MOLINA DE SEGURA

     El pasado fin de semana estuve en Molina de Segura, pueblo en el que nací y al que me siento ligado por lazos familiares y sentimentales que me retrotraen a mis primeros diecinueve años de edad. Cada vez me gusta más reencontrarme con mis hermanos y con aquellos amigos y conocidos que un día formaron parte de mi entorno social y con los nuevos y jóvenes amigos a los que, virtualmente, he conocido e intimado por medio de Facebook y al encontrarnos por la calle en carne mortal, nos solemos reconocer por las fotos de nuestros perfiles o porque mi hermano José María, me apunta: “Esa o ese, es…” y entonces hablamos y nos sentimos como si fuéramos amigos de toda la vida por lo que sabemos el uno del otro gracias al internet, que usado como medio de relación social, nos une en la distancia.
    Sobre el mediodía del domingo, con un sol otoñal y temperatura veraniega que engañaba a las cigarras que se desgañitaban rechinando en los árboles, estuve paseando por el frondoso Parque de La Compañía y tras pasar por el paseo de los escritores en el que están las placas que, a semejanza del paseo de la Fama de Hollywood, dedica el Ayuntamiento a los escritores más relevantes que ha dado el pueblo en los años de sus existencia y que encabeza mi cuñado Salvador García Aguilar, premio Nadal de novela de 1983, y al tresbolillo las de otros conocidos y buenos escritores entre los que noté la falta de algunos que yo tengo por buenos, tomé asiento en uno de los bancos del Parque en el que por los escasos indicios que subsisten me situé mentalmente y deduje que estaba en el lugar en el que antaño se situaba la huerta de mi padre, que en los duros años de la posguerra civil nos proporcionaban autosuficiencia en alguno de los alimentos básicos para una dieta de subsistencia. Y como últimamente me ocurre, comencé a recordar con cierta añoranza retazos de mi vida que me retrotraen a más de sesenta años de mi actual existencia, relacionados con mi huerta ahora integrada en un hermoso parque que surgió a iniciativa del ultimo alcalde de la dictadura: mi querido primo hermano José “el Gicha”, protagonista de algunos sucesos que narro en mi libro autobiográfico “HISTORIA DE YO”.
   La mayor parte de la superficie de nuestra finca, lindante con la de La Compañía, se dedicaba al trigo, en gran medida y a las patatas en menor. Mi padre tenía fijos a un par de jornaleros de confianza, que se encargaban de las labores de la huerta y que mientras trabajaban a la vez servían de guardianes para ahuyentar a los ladrones, que pese a la represión de la guardia civil, eran muchos los que se arriesgaban a ir a la cárcel o al cuartelillo donde le pegaban una paliza a los reincidentes “Para que no lo hicieran más”, pero como en la Confesión, pagaban la penitencia en bofetadas y salían perdonados del cuartelillo para volver a pecar “setenta veces siete”, para darle de comer a sus familias.
   Pero en el trabajo y la vigilancia de los jornaleros, había horas muertas en las que no estaban y entonces eran mis hermanos mayores y yo alguna vez que otra, los que vigilábamos para ahuyentar a los ladrones de todo tipo, incluido los pájaros. Hubo una época en la que la vigilancia la ejercía mi hermano Juan, el mayor de todos los varones, quien por haber regresado de la guerra y de la cárcel donde estuvo preso y condenado a muerte por “fascista peligroso” y salvado a última hora por la toma de Madrid por los llamados “nacionales” que eran los suyos, tenía licencias de arma largas y cortas e integraba el somatén del pueblo como excombatiente. Pues bien, en alguna de esas horas, se iba a la casa de la finca pertrechado de escopeta de caza con cartuchos rellenos de sal como metralla, que igual servían para disparar a los posibles ladrones si intención de matarlos pero si de salarles el culo y que huyeran rascándose, que para hacer ruido para ahuyentar gorriones, que esos, creo yo, fueron los únicos “pájaros” junto a los estraperlistas que no pasaron hambre en los años de la posguerra. Pero cuando éramos alguno de los tres hermanos restantes, ya no podíamos utilizar la escopeta y si tirar de la cuerda que hacía sonar una serie de botes de hojalata rellenos de pequeñas piedras vivas, que como los papelillos en las fiestas colgaban por encima del trigal en sazón que era cuando los pájaros venían a ponerse las botas. Yo hice algunas veces de guardián del trigo (no del centeno que eso lo popularizó un escritor norteamericano del que supe años después), pero tenía doce o trece años y poca fuerza, por lo que pegaba pocos tirones y los pájaros se aprovechaba de los silencios cuando el vigilante era yo.
   Con el trigo que nos dejaban los pájaros de distintas especie, como los gorriones y el llamado Servicio Nacional del Trigo, al que habia que entregar toda la producción a precios bajos y fijos, para que el Servicio la vendiera a precio tasado y tan alto que casi nadie podía pagar, en mi casa nunca faltó el buen pan de harina de trigo, pues hecha la ley hecha la trampa, y no sé cómo, pero mi padre se las apañaba para no entregar toda la producción, y una vez trillado en la era o en la trilladora colectiva instalada en un descampado por la zona del Huerto Capote, de la que mi primo Carlos “de Estrella”, al servicio de La Compañía, era el encargado, unos sacos iban a parar al Servicio Nacional y otros a esconderse en mi casa, y, desde mi casa, a lo largo de todo el año, salían en pequeñas cantidades para no perderlo todo y ser acusado de estraperlista si te descubrían con él, hacia al molino Aguilar, donde los transportábamos en carretón, con nocturnidad y alevosía, para ser convertido en harina tras horas de espera que se hacían eterna por la cola de pequeños contraventores de la ley que esperaban su turno de molienda y maquila. Sin embargo, y por desconocer el riesgo, esas horas de espera recostado sobre mí saco de trigo y escuchando el rítmico y agradable sonido de los artilugios del molino y como fondo el menos audible del agua que era la fuerza que lo movía, me proporcionaban un grato sopor del que no salía hasta que mi hermano José María, que tambien estaba conmigo en el molino, me decía “levanta que nos toca” y era entonces cuando me espabilaba y veia como el molinero echaba nuestro trigo en la tolva, mientras el dueño de la harina recién molida se apresura a repelar hasta el último vestigio de la suya que quedaba en el gran cajón donde caía la harina molida. Luego el molinero abría la compuerta de la tolva y el trigo comenzaba a caer sobre la piedra en movimiento y al poco, por la canaleta salía blanca como la nieve y tibia como el regazo de una madre, la harina de mi trigo, a la que yo recibía poniendo la mano en la suave catarata que iba a desembocar en el gran cajón. Aquella sensación táctil no la volví a experimentar, hasta que muchos años después, comencé a explorar lo senos de Loli…
    No quise seguir recordando y me levante para ir a ver de cerca “la noria” que elevaba el agua para regar los bancales más altos de la finca de La Compañía. Aquella noria que ahora, convertida en hierática estatua de sí misma, ya no chirria sacando agua de la acequia “Subirana”, como cuando estaba viva y yo la escuchaba en el silencio del atardecer estando de guardián del trigo, mientras giraba y gemía chorreando el agua que se le escapaba por los canjilones, como a mí se me escapa las lágrimas al recordar aquellas vivencias sumido en la nostalgia de aquellos años en los que tenía toda una vida por delante.

Carlos Bermejo
San Vicente, 20 de octubre de 2015
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