Yo era muy poquita cosa, no me gustaba nada comer, [bebía] café negro,
la leche [de cabra] ni probarla, siempre estaba mareada como ahora y así me fui
criando por eso no era mucho [cuerpo]. Las comidas de hinojos nos las
quería, todas las comidas me sabían a algo raro, y era muy asustona, pero la
mayor culpa la tenían mis hermanos que me asustaban para verme llorar.
Era muy amante
de los gatos, tenía que dormir con ellos, y cuando se metían en las pencas, que
allí había muchas, ya tenía llanto para toda la noche, menos mal que mi
cuñado Miguel el de Patamalara que en aquel entonces vivía en la casa de mi
abuelos Pepe, que estaba muy cerca de la nuestra, había que subir una asperilla
nada más y el me llamaba los gatos y salían de las pencas, entonces ya me
quedaba tranquila.
Bueno nos
fuimos al cortijo del Mayarín en mes de febrero, lo único que recuerdo es que
todos llevaron algo, y a mí me dieron un pollo metido en un cenacho no era muy
grande pero cuando iba por enfrente de la Acebuchal, antes de llegar al
ventorrillo, no podía más con él y lo dejé en el camino. Cuando llegamos al
cortijo lo que recuerdo es que había mucho cielo y mucho Sol. De los muebles de
la cama que tenía una colcha de ramos de colores que mi madre le decía de tela
zarasa (sic) [zaraza, tela de algodón muy ancha].
También me
acuerdo de mi hermana Virtudes era una niña grande como Laura ahora [su nieta
Laura]. Cuando nos fuimos al cortijo yo tendría 10 años. Mi padre [Emilio
Fernández González] estaba malo, enfermo por temporadas, cuando estaba mejor
era un poco fastidioso, teníamos que andar más derecho que una vela, porque si
no hubiera sido así con tantos como éramos qué hubiera sido sin un control. Por
ese tiempo vino mi hermano Emilio de la mili, que en aquel tiempo se decía
servir al Rey, estuvo en Madrid, en Caballería.
Como mis
hermanos ya eran mocitos les gustaba salir de noche, cuando terminaban su labor
y cenaban, no todas la noches, sino los domingos y jueves, mientras los que
quedábamos si era invierno nos arrimábamos al rincón del fuego, y mi padre nos
contaba muchos cuentos como el de “La cabrita y los 5 chivotos”, el del lobo
que tenía las patas blancas y las asomaba por debajo de la puerta para engañar
a la cabra; o “Juanito el malo” que se sentó en los huevos de la llueca; el del
“Príncipe y la doncella”; muchos acertijos porque mi padre antes de estar
malo fue muy fiestero. Porque como él tenía un burro, él salía a los pueblos a
comprar los comestibles y se llevaba del cortijo las cajas de pasas a Málaga,
en ir y venir echaba 3 días, en ese tiempo comía en las tabernas y ventorros y
aprendía muchas cosas y después las contaba en casa, una eran noticias y otros
cuentos.
En aquel
tiempo, él contaba de los bandoleros de “El Tempranillo” y de otros, más las
fechorías que hacían de los secuestros, uno muy famoso es del molino de Río
Chillar Maeso (sic). Y más y más cosas que no sé poner [escribir]. Porque
entonces todo era contado, cuando iban al pueblo compraban el periódico y se
leía al que no sabía. Yo recuerdo cuando murió Primo de Rivera [1930], que
venía fotografiado en el periódico. Mi padre fue uno de los primeros que se
enseñó un poco a escribir y leer en la Acebuchal, por Baldomero el Obispo que
se crió en Cómpeta y se casó con una de la Acebuchal y les daba clases de noche
a los mozos que se iban a la mili para que escribieran a su familia. Después
cuando nosotros teníamos edad, él [mi padre] nos enseñaba y todos los 8 hijos,
unos más y otros menos, todos aprendimos algo, mi madre nunca aprendió pero fue
porque no tuvo tiempo, tenía tantas cosas donde emplear su tiempo, que nunca lo
hacía [se ponía a aprender].
Carmen de la
Emilio
Carmen de la
Emilio ( mi madre)