Categoría (El libro y la lectura, General) por Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz el 27-07-2024
De Bernard Pivot
(1935-2024) es imprescindible elogiar su compromiso con los libros y lo
que transmitió con ellos desde la televisión, hasta el punto de
convertir en lector a toda una nación: Francia. Creó ese binomio
exitoso, los libros y la televisión, y se lamentó de que no hubiera
existido antes ese medio de difusión. Fue un periodista que supo
transmitir y entretener, además de enseñar. Fue el alma de famosos
programas en los que comentaban lecturas; un auténtico francés,
cosmopolita, entusiasta también del vino y del fútbol.
“Nunca dejé que nadie abriera los paquetes de mis libros. Es un
placer abrirlos, así con la mano, leer la carátula, mirar la
dedicatoria, empezar a leerlo… es la sensualidad”.
Su relación con la televisión tiene una denominación: Apostrophes.
Quince años, entre 1975 y 1990, se mantuvo en antena este programa en
el que hablaban sobre libros; los colocó en el centro del debate
público. Duraba setenta minutos, en horario estelar y en directo; y con
un público —también en plató— entregado que podía alcanzar entre tres y
seis millones de espectadores. Un espacio que hizo de la conversación en
torno a la literatura un verdadero acontecimiento.
“En Apostrophes no hablamos de literatura, hablamos de libros”.
Cuando se lo presentó al director del principal canal de entonces, le dijo que quería producir “un magacín de ideas a partir de los libros”,
así como reunir gente que, de otra manera, jamás coincidiría. Para ello
se impuso varias normas: las preguntas debían ser cortas; cualquier
respuesta, incluso decepcionante, tendría más importancia que la
pregunta; no podía olvidar que el telespectador también preguntaba y que
él tenía que escuchar la respuesta.
Y así lo hizo: Bernard Pivot en ocasiones no intervenía, sabía
mantenerse a distancia; se autodefinía no como un crítico, sino como “un
correo”, se comparaba con el que trae la información, los comentarios,
el que recorre la ciudad, aunque en este caso él no se moviera del
lugar. Trataba de ser claro y entretenido. Sin duda, lo logró. Se sirvió
de su ingenio y de su socarronería para atrapar al espectador y, sobre
todo, era hábil en el manejo de los egos presentes en el estudio,
mediaba entre ellos y los espectadores.
Esos egos, con los que tenía que contar, se mostraban adheridos, por
lo general y en distinta medida, a un escritor. Aunque sabía que los
actores también los poseían, era más fácil hablar con los escritores,
porque son artesanos y cuando se ponen a la tarea están solos consigo
mismo.
“En cada programa parto de este postulado: el público no sabe nada,
yo tampoco, y los intelectuales y escritores saben muchas cosas. Sin
embargo, habiendo yo leído sus libros, sé lo suficiente como para ser el
mediador entre la ignorancia de unos, que no piden otra cosa que
aprender, y el conocimiento de los demás, que no piden otra cosa que
transmitir su saber. Un programa de Apostrophes de éxito es
aquel en el que los telespectadores salen mejor informados, más cultos,
menos ignorantes de lo que eran antes del programa, sienten el deseo
irresistible de saber más y, para ello, compran y leen los libros sobre
los que hemos conversado”.
Su pasión y su esfuerzo eran notables. También su preparación. Él se
pasaba el día leyendo, subrayando el libro, preparando. De ahí que los
entrevistados, en general, concurrían con cierta inquietud, puesto que
sabía sobre sus obras más que ellos mismos.
“Entonces, yo era un bulímico de la lectura. Yo leía entre diez y
catorce horas diarias. De hecho, mi vida familiar se vio muy perturbada
por mi compromiso”.
Defendió la literatura y el pensamiento crítico, los convirtió en
accesibles y amenos para quienes, como él, crecieron sin libros en casa.
Se ponía en el lugar del espectador y pensaba que lo que estaba
diciendo el autor tenía que convertirlo en entendible para ese lector
que siempre lo veía como un semejante.
Su intención era que el espectador se sintiera recompensado, no le
podía hacer perder su tiempo; sus programas llegaban a ser espectáculos,
pero nunca se convertían en shows, donde no se supiera cuál era el
estilo del escritor, ni el espíritu del libro… Su máxima era estar al
servicio de la literatura, del libro.
“Era un placer hacer un programa cada viernes diferente al programa anterior y distinto a su vez al siguiente”.
Tras cada emisión, aumentaba el número de ventas, por lo que lo
llamaron “el primer librero de Francia”: un tercio de los libros que se
vendían en librerías era porque habían hablado de ellos. Incluso obras
que no se destinaban al público en general, como la del filósofo Vladimir Jankélévitch, se volvían un éxito de ventas después del paso por la emisión.
Sabía que no podía entrevistar a todos los invitados del mismo modo,
que tenía que adecuarse al carácter de cada uno. En ocasiones le tocaba
ayudar a los tímidos y clarificar las palabras de los confusos: con Patrick Modiano,
conocido por no concluir sus frases y titubear a cada palabra, supo
hacerlo; Pivot le permitió ser él mismo, desde el inicio reconoció su
singularidad. Algo que le agradeció el escritor cuando recibió el premio
Nobel al pedir su presencia durante la entrega.
A pesar de no ser un programa donde predominaban las entrevistas, algunas resultaron inolvidables, como la que mantuvo con Marguerite Duras,
sobre todo por los largos silencios que dejó instalar entre sus
respuestas. Sorprendente resultó su encuentro, en el domicilio del
antropólogo, con Claude Lévi-Strauss. Asimismo, con Marguerite Yourcenar,
dando respuestas tajantes y contundentes, sin ceder en nada a la
complejidad de su pensamiento. Y emotiva fue su entrevista con Georges Simenon quien le puso la grabación de su hija que se había suicidado.
“La entrevista más emocionante, la que le hice a Marcel Jouhandeau,
la hice un año antes de su muerte. Estaba casi ciego y él sentía que
estaba cerca a su fin. Fue un escritor francés muy refinado y lleno de
tormentos por estar casado y ser homosexual”.
Pivot fue igualmente un gran artífice de exclusivas: el escritor disidente ruso Aleksandr Solzhenitsyn le permitió visitarlo en su exilio americano y grabar su vida cotidiana en familia. O la aparición de Nabokov
─un año antes de su muerte─, quien se oponía a ser entrevistado y
aceptó la propuesta con condiciones: saber las preguntas con antelación y
leer las respuestas ante la cámara junto a un vaso de whisky; sin embargo, como no quería ofender a los telespectadores, pidió que disimularan la bebida en una tetera. Por el contrario, Bukowski
bebió dos botellas de vino blanco en antena; años después indicó que
había ido a la televisión francesa con la intención de crear un
escándalo y agregó que estaba algo arrepentido.
“Toda la gente me decía que yo era el mismo en la vida y en la televisión. Era para mí el mejor de los elogios”.
Era tal su humildad y su entrega que se lamentaba de no haber podido
entrevistar a muchos otros literatos y de que la televisión no se
hubiera inventado con antelación para poder tener testimonios de
Rousseau, Flaubert, Victor Hugo… Incluso un día soñó que entrevistaba a
Voltaire.
Bernard Pivot siempre fue capaz de cuestionarse, de reinventarse sin
abandonar su amor por los libros. A este exitoso programa le siguió Bouillon de culture (Sopa de cultura);
estuvo en antena entre 1991 y 2001 y fue calificado como una nueva
aventura televisiva que mezclaba literatura, cine y arte. También invitó
a políticos, entre ellos Mitterrand, a quien el placer de hablar lo
estimulaba enérgicamente.
“La crítica literaria nunca ha sido tan útil como ahora. Hay dos
tipos de críticas: la periodística y la académica. Esta se dirige a los
estudiantes e investigadores; la periodística, al público general. Yo
pertenezco al ámbito de la crítica periodística, soy un periodista que a
través de sus críticas incita a leer y a escribir”.
Fue una persona muy inteligente, incisiva, divertida, que recibía
centenares de cartas de personas que gracias a él descubrieron la
literatura. A su vez, demostró su adaptabilidad a los nuevos modos de
comunicación: en las redes sociales también fue muy activo compartiendo
sus pensamientos, gustos y placeres literarios con un amplio público; en
2018 era un agitador de internet (con cerca de un millón de
seguidores).
“Nunca he sido un hombre de poder, sino de influencia. Mi profesión
es despertar la curiosidad de los espectadores. Solo soy un alborotador
de cabezas”.
La vida de Bernard Pivot comenzó en Lyon
en una familia de pequeños comerciantes, de los que recibió una
«estricta educación cristiana». Sus padres tenían una tienda, él fue
educado por su madre y sus tías cuando a su padre lo detuvieron durante
la ocupación nazi. El primer libro que leyó fue Fábulas de La Fontaine.
“Como yo de niño vivía en el campo y veía animales, esas fábulas les
daban voz y sentimientos a esas vacas, pájaros, liebres, zorros,
cuervos… Les insuflaban inteligencia, sentido, les hacían reflexionar.
¡Y yo estaba encantado!”.
Pasó la guerra en la región del Beaujolais, donde acabaría escribiendo un Diccionario del amante del vino (2007), su otra gran pasión.
Después de estudiar derecho en Lyon y periodismo en París, comenzó en Le Progrès antes de pasar, en 1958, a Le Figaro. En esta publicación primero trabajó en la sección de economía y después le cambiaron al suplemento literario, y
fue ahí donde aprendió el oficio de lo que él llamaba “gacetillero”
cultural. Con el tiempo, llegó a ser el jefe de la sección, hasta que la
abandonó.
Posteriormente participó en la creación de la revista Lire y dio los primeros pasos en televisión con el programa Ouvrez les guillemets (Abrir
comillas), que comenzó en 1973, en TF1: “Yo aprendí a querer la
lectura, leyendo. No estaba destinado a hacer el periodismo literario,
fue el azar el que me llevó y también fue casualidad que quince años más
tarde me propusieran hacer el programa”.
Double J fue su última aventura televisiva entre los años
2002 y 2006. Tiempo después, en 2018, afirmó que lamentablemente se
había reducido el espacio que ocupaba la literatura en prensa escrita y
en radio si se comparaba con la situación de treinta o cuarenta años
atrás. En cambio, reconocía que seguía ocupando un espacio honorable,
porque tanto Le Monde como Le Figaro y Libération continuaban teniendo suplementos literarios importantes.
Desde su adolescencia fue un apasionado del fútbol;
de joven fue su diversión, su placer. Muchos intelectuales franceses
veían mal y no entendían que en una misma persona se diera esa fusión en
sus gustos; que defendiera un deporte popular, vulgar, universal,
ruidoso, que ellos veían tan opuesto a la literatura. Pero cuando el
equipo francés ganó el mundial, opinaron de modo diferente.
Su pasión igualmente se extiende a su lengua materna, el francés,
con todas las peculiaridades y las dificultades de su ortografía. Una
ortografía que se esforzó en dar a conocer de forma amable a través de
sus famosas competiciones desde 1985, que convirtieron los dictados en
algo popular.
En 2004 Ingresó en la Academia Goncourt, la que
entrega el más prestigioso de los premios literarios franceses. Diez
años después se convirtió en su presidente, hasta fines de 2019; en
aquel momento introdujo varias innovaciones, entre ellas la prohibición
de que sus miembros trabajasen para una editorial.
“El palmarés del Goncourt en más de un siglo es a la vez caótico,
sorprendente, excitante y en algunos casos decepcionante. (…) La
academia busca en un libro que deslumbre, que aporte una visión nueva
del mundo, una sensibilidad original, que dé la sensación de que
resistirá el paso del tiempo. También el placer de la lectura y que te
haga creer que centenares de lectores compartirán ese placer contigo”.
Hablando de galardones, en 2011, recogió en Madrid el premio Antonio de Sancha que conceden los editores de la capital española y se lo dedicó a su admirado escritor, además de amigo, Jorge Semprún.
“Un español que escribe en francés, un escritor comprometido que
escribió novelas alimentadas por su experiencia como intelectual. Él es
muy francés, porque es escritor e intelectual. Me gustan los escritores
intelectuales”.
Su biografía literaria contiene dos novelas, una publicada en 1959 L’amour en vogue, su primera novela, que él mismo calificó como «un simpático error de juventud» y otra en 2012 Oui, mais quelle est la question?; en 1998, sacó a la luz sus memorias, Remontrance à la ménagère de moins de 50 ans,
con una portada que recorrió medio mundo: el presentador con anteojos
de lente baja, un lápiz en la boca y un libro abierto entre los dedos;
además de varios ensayos y crónicas.
“Acabo de publicar un libro que se titula Lire! (2018),
escrito junto a su hija, Cécile Pivot. He pasado toda mi vida incitando
a la gente para que lea, he sido un enlace entre los libros y los
lectores. Me entristece ver que los jóvenes no leen. Tengo una nieta a
la que quiero mucho pero lee poco, me gustaría que leyese más… No hay
que ablandarse, hay que seguir emitiendo programas literarios en la
televisión, los periódicos tienen que seguir hablando de literatura, los
padres y los abuelos deben dar ejemplo y ser misioneros de la lectura”.
Tenía dos bibliotecas, una en su casa de campo y otra en París; una,
personal, con los libros que le gustaban y la otra con los utilitarios,
con los libros que necesitaba para su actividad periodística, llena de
diccionarios, de memorias, de compendios técnicos. A lo largo de los
años cambiaron sus gustos literarios; mantenía la lectura de novelas y
poemarios, y sumó los diarios íntimos, las biografías… De siempre
permaneció en él el gusto por la literatura panfletaria, de la que sí
hay tradición en la literatura francesa.
“La gente que lee
tiene conocimientos del mundo que los demás no tienen porque al leer te
acercas a ideas y a personas de las que no tenías ese conocimiento
antes. Leer es sacar noticias de los demás, interesarse por los demás;
leer es aumentar tu cultura general propia”.
Cerca de París, en 2007, el escritor chileno Cristián Warnken tuvo la fortuna de entrevistar al entrevistador en su programa Una belleza nueva.
Merece la pena verlo y apreciar cómo era, cómo le nacían de las
entrañas las palabras, esa efusividad que transmitía. Y, a su vez, cómo
uno y otro están a la altura y forman un dúo que resulta hipnótico y
deleitoso. El que le entrevista finaliza preguntándole que si tuviera la
oportunidad de interrogar a Dios qué le diría. Bernard sin dudarlo
menciona que su primera pregunta sería: “Explíqueme, ¿por qué creo en
usted?”
Este hombre que fue un ejemplo a seguir murió en mayo en Neuilly-sur-Seine, un día después de cumplir los 89 años: “Me gustaría morir mientras leo un libro de La Fontaine o de Giono. Leo y de pronto mi corazón se detiene. Sería magnífico”.