Estamos ante la historia de un amor de verano que huele a brisa
marina y a arena mojada de las playas del Cantábrico. Sus escenas no
desentonarían en un cuadro impresionista: bucólicos paisajes y almuerzos
en el jardín llenos de luz, color y movimiento.
Situada en el Gijón de la preguerra civil, es una obra de un gran
poder de sugestión y de un lirismo extraordinario; una joyita, que
supone un oasis dentro de la literatura de la época.
Veamos el inicio para entender de qué hablamos:
El dulce de guinda brillaba rojísimo entre las avispas amarillas y
negras y el viento removía las ramas de los robles y las manchas del
sol corrían sobre el musgo, sobre la hierba suave y húmeda y sobre la
cara de los invitados y de las Mujeres y los Hombres, que estaban
fumando y riéndose todos a un tiempo. Y brillaban también las copas
azules para el Marie Brizard y los cubiertos de postre. Y los lunares de
luz ―los grandes persiguiendo a los pequeños― corrían sobre el mantel
lleno de manchas moradas de vino y migas. Y por las tardes había corrida
y los hombres tenían la cara y las mejillas y las narices brillantes. Y
también brillaba el café, tan negro con cenizas de puro rodeando la
taza.
El lector se queda extasiado ante el montón de detalles que le llena
la retina de colores, olores y sabores; características estas expresadas
por una peculiar voz infantil que aporta espontaneidad, ese tono
apasionado y tierno a la vez y el ritmo, endiablado e imparable, con el
que se vive todo cuando eres pequeño.
Contextualización de la obra
A pesar de que fue publicada en 1952, debemos vincular esta obra con la literatura garcilasista
de los 40, una de las principales corrientes de la poesía de la
posguerra civil española; coge su nombre de la revista que apareció por
esa época: Garcilaso. Juventud creadora. Tras la guerra civil, se celebró el centenario de Garcilaso de la Vega
(1503-1516) que tuvo como consecuencia un cambio en la poesía española
que abordaba temas como el amor, Dios, el paisaje castellano, la patria.
La denominación de oasis tiene su sentido dentro de un panorama
literario agotado de tanto dolor proveniente del tremendismo de
historias como La familia de Pascual Duarte e inmerso en el objetivismo del Realismo Social de obras como La Colmena,
las dos escritas por Camino José Cela. Frente a una literatura gris,
oscura y triste, de repente emerge una mucho más vistosa, jovial y
alegre, “de altos vuelos”, en opinión de algunos críticos de la época.
Frente a una literatura cuyo protagonista es colectivo ―toda la
sociedad española de entonces―, surge esta con uno individual enfocado
en su niñez. Frente al objetivo de la denuncia social―el inmovilismo
político y la situación del proletariado― aparece la evocación de los
momentos maravillosos de la infancia. Frente a una mirada del narrador
distanciada y solo preocupada por la objetividad de los hechos sin
mención especial a la psicología de los personajes, nos encontramos con
una literatura descriptiva donde el sentimiento y el pensamiento del
protagonista es lo que cuenta. Frente a la linealidad y simplicidad del
lenguaje, tenemos la fragmentación o la exposición de escenas donde la
anécdota pierde importancia en favor de la sugestión y el lirismo
narrativo.
En definitiva, y como entonces diferenciaría Domingo Ynduráin,
había dos tipos de literatura: la comprometida y la de evasión. Como la
primera es la que mejor se alinea con la novela realista de la época,
solo nos queda la segunda opción: la literatura con una mirada
retrospectiva y nostálgica, es decir Helena o el mar del verano. De ahí su escaso eco en la prensa del momento.
Por si todavía hay alguien que no la ha leído, aquí estamos para
contagiaros nuestro entusiasmo por ella. Somos conscientes de la
cantidad de recursos estilísticos que Ayesta
pone en marcha para lograr una obra tan sugerente, pero vamos a
intentar resumir los más importantes con el fin de que el lector se haga
una idea de tan esplendorosa prosa y disfrute al máximo con ella.
Estructura y tiempo
Analicemos estos dos elementos que son los que nos muestran el porqué de la historia y el sentido de todo.
La novela está organizada en tres partes: En verano, En invierno y En verano otra vez.
Pero es que cada uno de los veranos se subdividen en el mismo número de
capítulos y en la proporción de los dos primeros dedicados a la
felicidad diurna del personaje y el tercero al atardecer, al crepúsculo.
Solo la parte dedicada al invierno tiene un único capítulo que trata
sobre la educación del personaje en un colegio religioso y las
enseñanzas que le marcaron. Esa progresión temporal basada en ciclos
naturales―estaciones del año y momentos del día― adquiere valores
simbólicos: verano lo relacionamos con plenitud e invierno con
aislamiento; día, con felicidad y noche, con un momento de revelación.
Estamos, por tanto, ante una estructura ejemplo de equilibrio, simetría y
circularidad.
Por otro lado, nos encontramos con un fragmentarismo claro en la
obra, como si se le hubieran suprimido los episodios no fundamentales.
Esto tiene que ver con su concepción original puesto que Ayesta no la
pensó como una unidad. Se nos cuenta una historia en la que se evocan
espacios, escenas familiares, primeras experiencias. Se nos describe esa
infancia feliz que está en el recuerdo del adulto, el paso a la
adolescencia ―duro en ese paréntesis invernal de estudios, reflexiones y
remordimientos religiosos― y la vuelta al verano, el reencuentro con
Helena y la vivencia de ese primer amor. Estampas y nada de acción.
Las escenas quedan sujetas a la unidad que les aporta la voz
narrativa en detrimento de la trama bien urdida, encadenada según
coordenadas causales y temporales. El resultado es una novela lírica
donde el hilo narrativo de Helena pierde relevancia frente a la
importancia que adquiere el viaje interior del protagonista, que es al
fin el verdadero asunto de la novela.
Todo esto nos lleva, inevitablemente, a relacionarlo con el tiempo de
la acción: aparece un presente de la historia y un imperfecto de la
narración pasada, cuyas fronteras están difuminadas, borradas. Si como
hemos indicado existe un predominio de descripciones, impresiones y
reflexiones, hay también parada de tiempo, estatismo; el tiempo queda
congelado e inmóvil con lo que se logra eternizar el instante. Parece
que el objetivo primordial de la voz narradora es revivir un pasado
evocándolo hasta lograr traerlo al presente y así contemplarlo:
Me sentía lleno de Gracia de Dios, en paz con Dios y con todas
las personas que más quería amigas y felices a mi lado y me hubiese
gustado que el mundo se parase en aquel momento y que el tiempo dejase
de pasar y que aquellos instantes durasen siempre.
En cuanto al tiempo externo de la obra, su contexto histórico-social,
algunos datos nos permiten enmarcar la historia en la década de los 30,
entre el final de la dictadura de Primo de Rivera y el inicio de la
Segunda República.
Lirismo como seña de identidad
Todos los elementos y técnicas utilizadas por Ayesta en esta obra van
encaminadas a lograr que el lector sienta lo que el personaje siente en
cada una de sus vivencias. Para ello va a poner en marcha el mecanismo
de la lírica: temas que expresan los grandes sentimientos del ser
humano, recursos retóricos para embellecer el discurso y musicalidad
apabullante.
Desde el punto de vista gramatical, resulta llamativa la elección de
una forma infantil de hablar y de ver las cosas mediante el uso
reiterativo de la yuxtaposición y las oraciones copulativas; las marcas
de oralidad (giros, frases hechas, refranes…); las imágenes
intensificadoras que aluden a fragmentos del catecismo o a temas de las
asignaturas que el narrador estaba estudiando en el colegio; y por
último el elemento que resalta sobre los demás, que es el polisíndeton y
que caracteriza a casi todo el relato. Solo desaparece en la tercera
parte, aunque en el último párrafo vuelve de nuevo por una cuestión
temática y rítmica.
Y desde el punto de vista semántico y literario, el material con que
nos encontramos es casi inagotable: deliciosas descripciones, riqueza de
su campo léxico, utilización de todos los sentidos, visibilidad
narrativa…
Descripciones
Como muestra, empecemos por la abundancia de descripciones que,
filtradas por la subjetividad del narrador, en función de sus procesos
mentales de niño, nos ofrecen realidades muy poco objetivas y
enumeraciones caóticas:
Y se oía la música que tocaba en un baile porque era domingo.
Y cuando llegamos a Gijón íbamos todos callados, como tristes.
Y las luces de las calles eran tristes.
Y en la playa se veía el Club de Regatas lleno de bombillas de colores.
En otros momentos los espacios descritos inciden de una manera tan
profunda en el protagonista que su descripción es fiel reflejo de su
mundo interior:
[…] por otra gruta mucho más estrecha y más larga nos llevaban a
la Edad Antigua […]. Y se salía a otro mundo extrañísimo y lleno de
hermosura que no se puede recordar sin que se le pare a uno el corazón.
Porque estaba cayendo el sol y el cielo estaba rojo y dorado y la mar
color de vino y no hacía nada de viento y olía a romero, a rosas y a
jazmines. Y Helena estaba desnuda pastoreando un rebaño de cabras.
Estaba sentada junto al mar en un prado muy verde que llegaba hasta el
mar, debajo de un laurel muy grande de hojas muy verdes y brillantes que
refulgían rojizas al sol dorado que se hundía en el mar.
Los colores y la luz
Con estos campos semánticos se consigue la idealización del paisaje.
Las sensaciones del narrador ―surgidas a partir de la utilización de los
cinco sentidos― lo impregnan todo de un rico cromatismo―el azul, el
verde, el rojo, el blanco… son los colores más utilizados―que no
necesariamente se ajusta a la realidad. Así el sol a veces es azul, la
sombra puede ser verdosa y el cielo, de un verde-pradera. Con esto se
busca desautomatizar el lenguaje.
El campo léxico de la luz también invade el texto. Luz, trasluz,
lucir, contraluz, brillo, brillante, rebrillar y todas estas palabras
matizan los colores y se convierten en expresión de una inmensa
felicidad:
Pero lo mejor era el baño por la tarde, cuando el sol bajaba y
estaba grande y cada vez más encarnado, y el mar estaba primero verde y
luego verde más oscuro, y luego azul, y luego añil, y luego casi negro. Y
el agua estaba caliente, caliente, y había bandos de peces muy
pequeñitos nadando entre las algas rojizas.
O de una gran tristeza:
El cuarto estaba en penumbra. La última claridad del crepúsculo
iba hundiéndose detrás de los tejados, detrás de los árboles del jardín
del colegio, detrás de una soledad como un enorme vacío amargo que se
acercaba, que venía creciendo, haciéndose cada vez más cóncava, y nos
íbamos sumiendo en ella como en la muerte…
Los sentidos
A través de los sentidos, el narrador percibe lo que le rodea y
disfruta de sensaciones olfativas, auditivas, táctiles… Veamos estos dos
elocuentes pasajes:
- […]y uno no podía resistir aquella mirada y se echaba llorando a
los pies del Padre Espiritual, que dejaba de escribir y le acariciaba a
uno la cabeza diciendo: “Hijo mío, hijo mío”, y la sotana olía lo mismo
que la habitación, pero más fuerte y además un poco a bolas de polilla.
- La luz de la tarde era densa, dorada y azul y negra. Una luz de
terror misterioso bajando de un cielo enorme y solitario. Había sobre
los prados un sopor, una bruma caliente de chicharras y grillos, muy
alto, altísimo, volaba planeando un milano.
Adjetivación y figuras literarias
Los adjetivos que se utilizan tienden a cargar de afectividad el discurso mediante diminutivos y superlativos: un rito secreto, secretísimo; gran silencio silenciosísimo, frigidísimo; otro gigante requetetrillonésimas veces más grande…
Y a través del uso de metáforas y comparaciones, Ayesta logra
verdaderas imágenes intensificadoras que recrean escenas inolvidables
para el lector: Helena huele tibiamente a nidos de crías; el sol
roncaba sobre los manzanos; las niñas duermen como gatitos de
terciopelo; voz de tiple como la de un enano; una gran soledad como un
enorme vacío amargo (aquí con sinestesia incorporada) …
Y con esta invasión de lirismo, el lector va llegando al final de una
novela en la que el narrador ya no habla de un yo sino de un nosotros;
ha abandonado la niñez y de la mano de Helena ―su amor, su todo, como el
inmenso mar― entran juntos y solos, andando juntos y solos entre el silencio del mundo y del mar.
Y el último párrafo es una oda a la felicidad de un instante en un
mundo estrenado solo para ellos que se eterniza por siempre. Y este
final es unos de los finales más emocionantes que recordamos.