Patadas al diccionario
Categoría (General, Las lenguas) por Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz el 26-03-2025
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Las voces extranjeras son una fuente inagotable de inspiración para enriquecer un idioma, un recurso simple y cómodo que, en general, goza del consentimiento del vulgo, poco atento a menesteres tan prosaicos. El español no es ajeno a esa afición y exhibe una alta querencia a la importación de términos procedentes de otros territorios. Si, en tiempos pasados, se nutría del francés, hoy lo hace del inglés, la lengua hablada en EE.UU., país que ejerce ─momentáneamente─ su hegemonía en todos los sectores ligados a la economía, la ciencia y la cultura.
El problema es que, en los últimos años, la irrupción de anglicismos en España ha adquirido proporciones alarmantes. [porque hemos dejado de ser una gran potencia]. Hoy es difícil leer un artículo en la prensa sin topar con media docena de neologismos, la mayoría de las veces, para expresar conceptos que se pueden enunciar con recursos propios del vocabulario hispánico. Y es un defecto que no solo cometen los periodistas de la prensa sensacionalista; abundan también en artículos de fondo firmados por intelectuales insignes y sesudos catedráticos.
Estaba yo el otro día tomando un café en el bar de abajo, cuando entró un ciudadano y se puso a mi lado en la barra. Pidió una Coca Cola light, sacó su teléfono móvil y marcó un número. No le presté demasiada atención hasta que le oí decir: “Es que tengo que ir al “barber shop”. Me quedé boquiabierto; era la primera vez que oía esa expresión. Me fijé en él, le eché unos treinta años; iba bien vestido, look discreto y ropa cool; por su hablar, deduje que tenía una cierta cultura. Eso no le impidió soltar un par perlas más: le habían invitado a un brunch (a medio camino entre el breakfast y el lunch) y, por la tarde, había quedado con alguien para hacer footing.
Al igual que es práctico tener a mano un buen diccionario de sinónimos con el fin de no repetir palabras en un texto, no está mal acudir a los préstamos para actualizar el léxico. Pero esto no justifica la proliferación de grafías anglosajonas que adolece nuestra lengua, sin mayor necesidad. Pareciera que el español no se siente a gusto con lo que tiene y necesita esconder sus vergüenzas con figuras mágicas que tapen su (in)competencia. Falta imaginación para idear y cuesta hacer arreglos en base a lo que tenemos, que es mucho. No en vano, el castellano es una de las lenguas más ricas en sinónimos. Pero no, ¿para qué complicarse la vida?
¿Qué razones hay para explicar tal corrupción? La primera es la brevedad. El inglés dispone de un amplio glosario de palabras que no pasan de cinco letras y eso es un buen motivo. Un mensaje de texto no puede tener más de 160 caracteres en Twitter (incluyendo los espacios), lo cual limita la formulación de ideas, pero también fomenta la creatividad para amoldarse: utilizar voces cortas es la esencia de Internet.
La segunda puede ser el afán de notoriedad. Hay que ver la multitud de estrategias que inventan los bloggers con ese objeto. La vanidad es uno de los motores que mueve el mundo, aunque también cuenta el número de likes ─botón adoptado por Facebook en 2009─ que recibe tu post, lo que supone tener más seguidores y ganar más dinero.
Y una tercera, el poco interés que ponen los jóvenes para escribir correctamente, derivado quizá de sus carencias gramaticales. No les importa sincopar sonidos, prescindir de los acentos o utilizar acrónimos provenientes del inglés (como VIP, PPV o ILY), salvo honrosas excepciones como OVNI, que no se ha dejado desplazar por el UFO anglosajón. Un informe de la Universidad de Alcalá (UAH) alerta de que el 90 % de los jóvenes admite cometer faltas de ortografía cuando escribe en las plataformas sociales, aunque algunos expertos dicen que eso no afecta a su nivel ortográfico. No sé yo…
La situación es irreversible, así que no merece la pena lamentarse, sino poner límites a la clonación y enmendar lo que se pueda. No tendríamos que admitir traducciones que tienen su equivalente en castellano. Los animales de compañía se llaman mascotas (del inglés pet). Los aeropuertos españoles están infectados de carteles que anuncian “vuelos domésticos”, en lugar de “vuelos nacionales. Ahora vamos a la bakery a comprar el pan gluten free (¿no será el bread?). Lo que antes era una “afición” o un “pasatiempo”, ahora es un hobby; ya no leemos “tebeos”, solo cómics; y hacemos un break para tomar un café. Sigue y suma: bus (autobús), epatar (deslumbrar), esnob (pedante, afectado), estor (cortina), estrés (tensión, ansiedad, agobio), flyer (folleto), glamour (encanto), input (insumo, entrada), overol (mono, buzo), snack (aperitivo).
Algunas no tienen traducción apropiada o es larga y complicada (airbag, baipás o bypass, parking, reprise, spolier, suspense, woke, yuppie,); otras se han traducido al pie de la letra como poner en valor (del francés mettre en valeur); y otras están ya tan arraigadas en el habla popular que no merece la pena discutir: boom, guay, heavy, música pop, picnic, rating récord, test, selfi o speach. Y ahora habrá que decir free speach, para no incomodar al rubicundo personaje enemigo de lo “woke”.
El Gran diccionario de anglicismo, obra de Félix Rodríguez González (editorial La Muralla, 2017) recoge hasta 4.500 entradas de voces procedentes del inglés que incorpora el español de hoy. Y el diccionario de anglicismos del español estadounidense, de Francisco Moreno Fernández, reúne más de mil anglicismos utilizados en el español hablado en Estados Unidos, que conforman la base de un nuevo dialecto: el spanglish.
Cuando voy a comer a un restorán, me da grima escuchar al camarero que reclama su comanda. Parece ser que los ‘chefs’ de la cocina española no entienden lo que es un `pedido’, así que la RAE no ha tenido más remedio que aceptar el término, muy extendido, por cierto, en el ámbito culinario nacional.
¿Y no sería mejor ir a comer a un bistró, en lugar de a un restorán? Un titular en El País del 7 feb de 2025 anunciaba el bistró con más encanto de Madrid. El nombre también ha sido aceptado por la RAE como voz francesa que significa “pequeño restaurante popular de estilo francés”, y se añade a la amplia lista de establecimientos donde se sirven comidas: taberna, tasca, bodegón, cantina, mesón, figón, hasta bar y vinatería o bufé y ambigú, además de los ya populares fast food, self service, bufé y el inefable burger que tanto aprecian los gourmets. Todos ellos son take away y te regalan el táper si pagas cash.
Hay medios de comunicación (perdón, ahora se dice mass media) que sienten preferencia por ciertas dicciones y las usan a discreción. Algunas tienen su encanto y se pueden perdonar, pero otras, no. Una que a mí me fastidia es ‘remarcar’ (uno tiene su derecho a ser un poco naíf). Remarcar es un verbo que significa “volver a marcar”, pero la RAE lo admite como “subrayar o poner de relieve algo”, cuando ya disponemos de recalcar, resaltar, destacar, acentuar, remachar y subrayar. Y otra que me da grima es procrastinizar (aunque proceda del latín), que tiene un buen número de sinónimos: aplazar, diferir, posponer, retrasar, postergar, demorar, retardar, dilatar, aparcar.
También hay periodistas que adulan su ego alargando (cuidado con abusar del gerundio sajón) las palabras tontamente (y también de los adverbios acabados en -mente, aunque sea exitosamente): emprendimiento, normatividad, virtualidad, obligatoriedad, clarificación, reservaciones, realístico, visualizar, particionar… Incluso en el banco te suelen invitar a aperturar una cuenta.
Un término que también aprecian reporteros es evento, cuando existen cuatro equivalentes: suceso, acontecimiento, hecho, acaecimiento. La acepción como imprevisto o inseguro está cubierta con eventualidad y solo cabría admitirlo en el sentido de suceso importante y programado. Otro titular en El País del 12 de febrero de 2025 nos informaba sobre la emergencia climática: “España, entre los 10 países en los que los eventos meteorológicos extremos causan más impactos”. ¿No sería más lógico decir sucesos o accidentes meteorológicos?
Lo que ya me parece una befa es “empoderar”, un verbo que se ha colado en las redacciones, aceptado por la RAE con dos acepciones: “hacer poderoso o fuerte a un individuo o grupo social desfavorecido” y “dar a alguien autoridad, influencia o conocimiento para hacer algo”. ¿Por qué tiene que ser empoderar y no apoderar? Pues porque viene de empower, cuya segunda acepción en inglés es “investir de poder a alguien”, mientras que la primera es lo que nosotros entendemos como apoderar. Menos mal que su antónimo no es desempoderar sino ‘desapoderar’, como tiene que ser.
Hay otras voces que empleamos en inglés sin ningún rubor y hasta con agrado. Una de ellas es friqui, por persona pintoresca y extravagante. Otra es overbooking, admitida por la RAE como “sobreventa de plazas, especialmente de hotel o de avión”. Y otra es lobby, como “grupo de interés que lleva a cabo actividades de influencia política”, aunque no estemos siempre de acuerdo con sus procedimientos, algunas veces cercanos a la coacción y al soborno.
Desde luego, en el sector informático, la batalla está perdida hace tiempo: el idioma inglés se ha convertido en la lengua franca para navegar por la web. Si quieres comprar un PC, lo mejor es ir a un duty free. Y si no, entrar en un cibercafé y alquilar uno con acceso a Internet. Pero deberás tener cuidado con los hackers, ya que las conexiones Wi-Fi son públicas y entrañan riesgos de malware, phishing y ransomware.
A pesar de que hay palabras en castellano ─todas ellas aceptadas por la RAE─ que definen con claridad su significado, los cibernautas prefieren utilizar la voz inglesa equivalente: backup por copia de seguridad, banner por cartel, bot (aféresis de robot) como aplicación de software que realiza tareas repetitivas, browser por navegador, clicar por pulsar, chat por charla, email por correo electrónico, hosting por servidor, ebook por libro electrónico, file por archivo, link por enlace, online por conectado, password por contraseña, query por consulta o router por enrutador.
Se puede entender esa preferencia en muchos casos, pero no en todos. Emplear email no parece oportuno, cuando la palabra correo es mucho más expresiva y todo el mundo sabe que enviar un correo es mandar un texto escrito por Internet ─aunque llegue como spam─ y no un paquete postal. Afortunadamente, parece que el término está perdiendo fans.
Otras veces, no existe traducción y no queda más remedio que pasar por el aro, ya que su uso está extendido y sería inútil inventar un sucedáneo: buffer, caché, cookie, freelancer, píxel, pluging, zip y un largo etcétera cuya relación está recogida en el diccionario de programación.
Para ser un buen influencer o un podcaster con audiencia, necesitas un sponsor (patrocinador). Si presentas un buen pitch, no te costará mucho encontrar una startup que te financie. Tendrás que conocer los trending topics, es decir, las tendencias o temas de moda en Twitter y acomodar las keywords (palabras-clave) de tus tips (consejos). Créate un avatar vigoroso y no te olvides de agregar unos cuantos emoticones y algún emoji, ni de los hashtags para facilitar al usuario la ubicación de los contenidos. Evita el bullying (acoso) y nunca te comportes como un hater (odiador). Si se te cuela alguna fake new (noticia falsa), no te preocupes, las redes sociales son un hervidero de trolls (mentiras con mala intención). Por cierto, recuerdo que, en mis años mozos, utilizábamos con frecuencia trola, que la RAE define como engaño, falsedad, mentira. ¿Nos habrán copiado?
La influencia del inglés en el mundo de los deportes es apabullante, y eso se puede explicar porque casi todos han nacido en países anglosajones. Pero ha pasado el tiempo y la jerga se mantiene. El más popular de ellos conserva todavía su nombre original, a pesar de que el primer partido de fútbol en España se jugó en 1890. Su equivalente en castellano ─balompié─ apenas tiene respaldo, así que mejor no tocarlo. Pero llamarle bola (por ball) al balón me parece una auténtica majadería.
Y eso no es todo. Muchas frases de uso común provienen del fútbol: “estar en orsay”, “casarse de penalti”, “le han metido un gol”, “estar en fuera de juego”, “por goleada”, “es un crack”. Y también “fair play” ─juego limpio─, aplicable en contextos varios, y “sport” en voces como “vestir de sport”, para designar una indumentaria informal.
Existen términos ingleses que vienen de otros deportes, como “hattrick”, muy del gusto de los speakers de la tele. Está tomado del cricket, para referirse al jugador que puntúa tres veces y sirve para nominar al futbolista que mete tres goles en un mismo partido, aunque, en algunos países de habla hispana, tiene otro significado relacionado con su traducción literal: trampa del sombrero.
No menos ilustrativo es el vocablo “derby”, cuyo origen está en el turf. Es famoso el Grand Derby de Epsom ─o simplemente, The Derby─, una carrera de caballos para caballos y yeguas de tres años que se disputa todos los años en el hipódromo de Epsom (Surrey), desde 1780. El nombre se extendió en el siglo XX al automovilismo y al ciclismo y, más tarde, al fútbol, con sentido más restringido, como el partido que enfrenta a dos equipos de máxima rivalidad. Afortunadamente, ha perdido vigencia en los últimos años en beneficio de “clásico”, importado de Sudamérica.
Y a todo esto, ¿qué dice la RAE? Su lema es: “Limpia, fija y da esplendor”. Pero ¿en qué consiste su misión de limpiar cuando admite vocablos como magacín, amigovio o performance? ¿Cómo se fijan conceptos con palabros tan epatantes como culamen, o abracadabrante? ¿Cómo se puede dar esplendor a una lengua diciendo agibílibus por habilidad, bluyín por pantalón vaquero o ño por señor?
La RAE ha realizado una gran labor a lo largo de su historia. Nunca ha querido imponer; se ha limitado a recoger el hablar del pueblo. Eso pudo funcionar en el pasado, pero hoy, ante la plaga que nos invade, ¿no cabría resetear la consigna y establecer criterios más severos? Construir una civilización cuesta siglos; destruirla, minutos. Lo mismo ocurre con la lengua, aunque el proceso sea más lento.
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Tomado de la pagina remitida a Ramón Palmeral