Quería escribir una especie post de transición, en el que explicar el adecentamiento general de este blog por la llegada repentina de nuevos lectores. Pero una vez más se han metido por medio otras cosas sobre las que me apetecía escribir. Quizás es que estas entradas son un intento de poner orden en el caos, y al final nunca sé si de aquí sale algo coherente o sólo una sábana en la que mostrar un desorden de objetos extraños, como en el Rastro. A partir de aquí, que cada cual mire, busque y elija (o que pase de largo, si es lo que le sale).

Esta semana me tocaba hacerme la prueba del VIH, y mientras esperaba los resultados aproveché para hacerle unas cuantas preguntas al chico del BCN Check Point. El tema del VIH es hoy en día una cuestión de información: la mayoría de contagios se producen a partir de gente que no sabe o no quiere saber que está infectada, y que tiene el nivel de carga viral por las nubes. Es aquello de lo que hablé en otro post,  si realmente queremos estar informados. Lo de la información también tiene que ver con el propio estigma de la enfermedad: es fácil marginar aquello que desconocemos y ante lo que preferimos mantener una visión un tanto primaria y oscura. En esto me incluyo de alguna manera: conozco cuáles son las prácticas de riesgo, pero una de las cosas que no sabía, por ejemplo, es que sin tratamiento el virus actúa de forma silenciosa y sin producir síntomas durante un tiempo medio de ocho años, pasados los cuales el sistema inmunológico de la persona ha quedado  destrozado. Por eso es tan importante una detección precoz.  Tampoco sabía que con los tratamientos actuales, la carga viral de un portador del VIH es tan baja que es difícil que pueda llegar a infectar a otra persona.

Regalos

Además, te hacen regalos

El chico del Check Point hizo un comentario del tipo ‘afortunadamente, las cosas no son como hace treinta años’. Lo que hoy es una cuestión de querer o no estar informado, a principios de los ochenta era una falta absoluta de información. El SIDA surgió de repente como enfermedad mortal y se llevó por delante a un montón de gente que ni pudo prevenirla ni luchar contra ella.  Lo curioso es que en España coincidiese con un momento en que ciertas prácticas consideradas de riesgo (el sexo casual sin protección y el consumo de heroína) estaban en pleno apogeo, en esa especie de fiesta colectiva que fue la Movida. Trapiello lo explicaba bien esta semana en una entrevista del Jot Down, y me da cierto miedo hablar de oídas sobre algo así. Por entonces yo era un crío y recuerdo comentarios de los mayores sobre el tema, del tipo ‘Fulano está enganchado’, o que alguien estaba ‘muy malito’. Eso también me recuerda a la manera en que se habla de ciertas muertes que se producen ‘tras larga y penosa enfermedad’, o la costumbre de decir que alguien ha fallecido y no que ha muerto.  Pero el caso que tengo más presente es el de la muerte en 1985 de la hija de Carmen Martín Gaite, Marta Sánchez Martín (hija también de Rafael Sánchez Ferlosio, y nieta de Rafael Sánchez Mazas y Liliana Ferlosio). Siempre había pensado que la hija de Carmen Martín Gaite había muerto en un accidente de coche, por eso me sorprendió enterarme de que había muerto de SIDA y enganchada a la heroína. Me resulta curioso el silencio general sobre el tema, así que igual me estoy metiendo en terreno pantanoso (en cualquier caso, la posibilidad de escribir comentarios a este post es algo así como un teléfono de aludidos). Como me dijo mi padre el otro día: está bien que tú quieras desnudarte, pero no sé si tienes derecho a desnudar también a los demás.

Los libros de Carmen Martín Gaite los descubrí cuando tenía dieciséis años, y yo lo sentí así, como un descubrimiento. Con lo que nos impacta de veras se produce algo curioso, porque conecta con algo nuestro que siempre ha estado ahí, y a la vez nos amplía la mirada y nos descubre un montón de cosas nuevas. Creo que de haber leído los libros de Martín Gaite unos años después, no habrían tenido ni la mitad de impacto que tuvieron entonces. Cuando he intentado leer sus novelas otra vez no he conseguido conectar con ellas: me interesa su realidad, pero no aguanto su ficción. Tampoco me gusta la visión idealizada y hagiográfica que la gente tiene de ella, como una especie de vieja-niña con boina y respuestas para todo.  Lo más interesante de Carmen Martín Gaite son sus dudas, sus miedos y contradicciones, y cómo esos repliegues aparecen en muchas de las cosas que escribió. Imagino que sus mecanismos de evasión silenciosa y de reinvención de la realidad eran una manera de luchar contra sus propios demonios. Hay un millón de cosas interesantes de Carmen Martín Gaite que recupero una y otra vez, sobre todo la manera en que colocó la literatura en un lugar central, una especie de filtro que marcaba su visión el mundo. Me viene la idea de crecer con la literatura, que es una forma de no crecer nunca porque te mantiene cerca de la emoción con la que un crío se acerca a un libro. Me resulta muy curioso toparme de vez en cuando con referencias a ella de gente que la conoció, menciones del tipo ‘como decía Carmen Martín Gaite’ sobre una frase o comentario ingenioso. Bueno, más allá del ingenio lo que tenía esta mujer era una gran capacidad de jugar con las palabras, por el amor que sentía por ellas, supongo. Hasta en novelas tan irregulares como ‘Lo raro es vivir’, uno encuentra cosas emocionantes, como la manera en que rescata lo que Beatriz le dice a Dante antes del encuentro con Virgilio: ‘te crea confusión tu falso imaginar, y no ves lo que verías libre de ilusiones’.

Mi relación con su hija Marta es distinta, porque de ella no sé casi nada. Sé que estudió filología inglesa, que tradujo varias novelas y que anduvo metida en algunos proyectos editoriales con Diego Lara. Eso y que se contagió de VIH con su pareja a través de la heroína, o que murió a los veintiocho años, en primavera de 1985. Pero por alguna razón me enganché a su historia, y reconozco que me pasa como a Patrick Modiano en sus novelas, cuando intenta reconstruir la vida de una chica muerta treinta años atrás a golpe de paseos por los barrios de París. He buscado en Sant Antoni las traducciones de Kipling que hizo Marta Sánchez Martín, y  cuando he ido a Madrid me he pasado por la casa de Doctor Esquerdo que compartieron madre e hija, para ver qué pinta tiene el barrio, el edificio o la Fábrica de Moneda y Timbre que está al lado. Creo que todo esto tiene que ver con dos cosas. Por un lado, contagiarse de Sida por la heroína es estar doblemente estigmatizado, y esa es la narrativa que he digerido desde que era un crío: la marginalidad, la decadencia, la enfermedad y la muerte. Pero para mucha gente de esa generación, las cosas funcionaron de otra manera, y se trataba de una especie de celebración de vida, de pasárselo bien y de salir de casa a las cuatro de la tarde para no volver hasta las seis de la mañana del día siguiente. Lo otro que me interesa es el tema de la libertad, que es algo recurrente en los libros de Carmen Martín Gaite. Si para ella la libertad era algo íntimo que vivir a través de la imaginación y la literatura, para su hija fue una cuestión social y que celebrar en compañía de otros (lo que después se ha llamado ‘los excesos de la época’). Sobre ‘Caperucita en Manhattan’ se me ocurre que quizás Carmen Martín Gaite lo escribió como una manera de comprender lo que le había pasado a su hija, para volver a hablar con ella y decirle también que, a pesar de cómo se habían desarrollado las cosas, se alegraba de no haberle impuesto ninguna restricción ni coartado su libertad. Al final del libro hay una cita de Pico della Mirándola que dice: ‘No te hice ni celestial ni terrenal, ni mortal ni inmportal, con el fin de que fueras libre y soberano artífice de ti mismo, de acuerdo con tu designio’. Si se me ocurren tantas cosas que me hubiese gustado preguntarle a la madre, otras tantas le preguntaría a la hija o a las personas que las conocieron.

Martín Gaite y Sánchez Martín

La madre y la hija, a vueltas con la libertad

A las dos les gustaban mucho los cuadernos, y eso es algo que comparto con ellas. Intento llevar uno siempre conmigo para apuntar lo que se me va ocurriendo, pero a veces me despisto y me lo olvido en casa, o el impulso de apuntar lo que sea es más fuerte y lo acabo escribiendo en un folio volandero. Después tengo que volver al cuaderno y pasarlo a limpio, otras veces meto el folio en el cuaderno y así la cosa va creciendo entre el orden y el caos. Hace poco me preguntaba de dónde había sacado eso de los ‘folios volanderos’, así que estuve rebuscando entre los cuadernos editados de Martín Gaite hasta que lo encontré. Estaba en una parte que había escrito unos meses después de la muerte de su hija, El otoño de Poughkeepsie. Decía que no conseguía salir de la habitación de Marta, y que pasaba las horas allí metida rodeada del desorden de  sus cosas:

Aparecen planos de ciudades, tarjetas postales, multas de coche, facturas extrañas, papeles con recados, fotos de carnet, posters enrollados y polvorientos, tubos vacíos de medicinas, billetes de metro y de lotería, librillos de papel de fumar, cajitas que contienen objetos descabalados, carretes de hilo con aguja pinchada, collares y pulseras, cartas arrugadas, frasquitos de esmalte ya seco de uñas, lapiceros, dibujos, collages, barras de labios, sacapuntas, borradores de traducción, agendas y cuadernos, papeles y cuadernos, muchos sin empezar o con una hoja escrita, se los traía yo de mis viajes para incitarla al orden, amaba los cuadernos bonitos como nada en el mundo, pero después escribía siempre en folios volanderos. Nunca ordenaba nada, nunca tiraba nada, nunca acababa nada.