POESIA PALMERIANA

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La mayor satifacción que tengo al escribir es saber que alguien me lea cuando yo esté muerto.

domingo, 10 de agosto de 2014

"Mi lucha", proyecto autobiográfico del noruego Karl Ove Knausgard


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UNAM
NUEVA ÉPOCA NÚM. 114 AGOSTO 2013 ISSN EN TRÁMITE CON NÚM. DE FOLIO 493 REVISTA MENSUAL UNIVERSIDAD DE MÉXICO.

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La revolución literaria que está provocando el escritor noruego Karl Ove Knausgård con su obra autobiográfica Mi lucha es revisada por la novelista Cristina Rivera-Garza: una escritura del yo, descarnada y radical, que viene de vuelta de las convenciones de la ficción en Occidente y que busca no expresar sino crear en su lector la emoción y el sentimiento por encima del artificio.
I. EXIGIR LO IMPOSIBLE
“Ya es hora de parar el experimento”, me dijo alguna vez un alumno justo después de un seminario de lo que en Estados Unidos se llama creative writing y que en México, y en gran parte del mundo de habla hispana, sigue siendo denominado “creación literaria”. “¿Podemos aceptar que hacemos esto nada más para que nos quieran?”, insistió con la voz baja, avergonzado y bravío a la vez. La mirada del que implora. La perplejidad me dejó callada, con la boca medio abierta, tratando de sonreír. Algo debí de haberle contestado pero incluso ahora que me lo propongo, tanto tiempo después, no sé en realidad qué le dije. Años más tarde, en otro país, un estudiante de posgrado se me acercó para platicar después de una conferencia. “Necesitamos menos subjetividad y más sujeto en los libros”, aseguró en un español que era claramente una segunda lengua. “Necesitamos verdad, carne, experiencia, literalidad”. Se notaba que la lista era más larga pero que, por cuestiones de obviedad de cortesía, la dejaría ahí. No la perplejidad, sino el reconocimiento me hizo detenerme con interés. “Tú estás leyendo a Knausgård”, le contesté, tratando de atinar. La sonrisa sorprendida y abierta del muchacho me dijo, de inmediato, que había dado en el blanco.




Karl Ove Knausgård
©Astrid Dalum/Politiken.dk
No se trataba, en ninguno de los dos casos, del típico crítico conservador y temeroso que, apoyándose en la autoridad incuestionable de una tradición oficialista y timorata, impugnaba la capacidad de la experimentación para lograr que la escritura entablara una relación estrecha y viva, orgánica, con el lector. Justo lo contrario. A ambos, el joven alumno de licenciatura como el avezado doctorando que ya preparaba su disertación, les interesaba explorar, en total libertad, tantas estrategias de escritura como les fuera posible para producir o leer, según el caso, textos contemporáneos y emocionantes a la vez. Lo que una plétora de libros experimentales o posmodernos, así los llamaron cada uno respectivamente, les habían dado eran retos intelectuales que les resultaban interesantes, incluso apasionantes, pero no necesariamente conmovedores. Y ellos, jóvenes al fin y al cabo, lo querían todo: libros complicados y emotivos; libros con reto y con refugio; libros con los que se pudiera enfrentar la vida y, acaso, vencer la muerte. Todo junto y todo a la vez, eso querían. Nada más, pero tampoco nada menos. No esto o lo otro. Sino esto y lo otro. ¿Podemos parar el experimento ya? Por eso no me extrañó que, al menos uno de ellos, se declarara abierto admirador de la obra más reciente de Karl Ove Knausgård, el autor noruego que, después de haber publicado dos novelas bien comportadas, merecedoras de importantes premios en su país, optara por escribir una larga y escandalosa autobiografía en seis volúmenes a la que tituló, de manera por demás provocadora, Mi lucha.
En diversas entrevistas y en los volúmenes mismos de su detallada novela autobiográfica, Knausgård ha declarado que eligió aproximarse “al núcleo mismo de la vida”, es decir, de su vida, porque había dejado de creer en otros géneros literarios como formas capaces de enfrentar la creciente falta de significado del mundo —una falta de significado evidente ya, de hecho, en la diseminación y dominio de la ficción en todos los aspectos de la vida cotidiana—. “La vida a mi alrededor no era significativa. Siempre quería apartarme, dejarla atrás. La vida que llevaba no era mía. Trataba de volverla mía, ésa era mi lucha, porque por supuesto que eso era lo que quería, pero fracasaba” (volumen 2, p. 469). ¿Qué podría la ficción literaria frente a la ficción en que se ha transformado la existencia misma? Su respuesta, negativa y radical —radical, de hecho, por negativa— lo condujo a las puertas de uno de los más feroces y peculiares trabajos con el lenguaje del yo, que es una forma del lenguaje del nosotros, de nuestros días.

II. LA VERDAD
Una necesidad similar se encuentra, acaso, detrás del surgimiento y creciente popularidad de la así llamada autoficción: libros en que una diversidad de autores asumen el reto de contar la verdad propia a sabiendas, en un mundo que ha pasado ya por el giro lingüístico y el cuestionamiento de las grandes narrativas, de que tal tarea es imposible. Se trata de libros que saben, y lo muestran así, al menos dos cosas: que no hay manera de tener un contacto directo con lo real, no al menos sin el lenguaje; y que el yo no es más que una convención, el acuerdo del cual partimos para colocarnos en modo íntimo, aunque transferible, ante el lenguaje. Son libros listos; libros irónicos; libros que cultivan una distancia cuidadosa, a veces elegante y a veces melancólica, frente a lo que saben no pueden ni conseguir ni prometer: verdad.
Lo que Knausgård se propone y nos propone es a la vez más descabellado y más imposible. Justo como los dos muchachos que, cada cual a su manera, pedían un fin al experimento, Knausgård, que a momentos ha elogiado a la novela como el último territorio en que los adolescentes nihilistas pueden todavía plantearse las grandes preguntas del ser, quiere la médula misma, la médula de sí, y la médula del lenguaje. El núcleo de la vida. El esqueleto mismo de los días. El marasmo. No lo que, pudiendo encontrar forma en algún cauce narrativo, fuera capaz de forjar su propio sitio en “el desarrollo del significado a lo largo del tiempo”, sino lo que, expuesto en una simultaneidad abrumadora, pegado al cúmulo de detalles concretos del cuerpo y de la respiración, escapara cualquier noción preconcebida de lo que es un relato. Atento al anacronismo, Knausgård no pide disculpas por su ímpetu neorromántico o, incluso, romántico, pero sí toma su distancia con respecto a la inocencia teórica o el elitismo cultural.
“Esta pièce de résistance es el humo elevándose en espiral”, así le describe Karl Ove Knausgård el objeto que tiene frente a sí a su hermano. Se trata de una botella de cerveza vacía, en cuyo orificio superior ha introducido unos segundos antes la colilla de un cigarro sólo a medias apagado. Cuando el humo insiste en subir por el cuello de la botella y propagarse así por el jardín revuelto y desordenado que planea limpiar, Karl Ove, como le gusta ser llamado, coloca un pequeño plato, en el que se le han ofrecido algunas sobras de la comida a una gaviota insistente, sobre el orificio de la botella, configurando de esta manera una azarosa escultura de lo diario. “En cierta forma”, continúa, “esto lo hace una pieza interactiva con el medio ambiente. No es tu escultura de todos los días. Y las sobras representan la ruina, por supuesto. Eso también es interactivo, un proceso, algo en flujo. O el flujo mismo. Un contrapunto a la stasis. Y como la botella de cerveza está vacía, ya no tiene ninguna función, ¿y qué es un recipiente que no recibe nada? Es la nada. Pero la nada tiene una forma, ¿lo ves bien? La forma es lo que estoy tratando de enfatizar aquí” (volumen 1, p. 346).
Que Knausgård elabore esta detallada descripción y esta interpretación de peculiar ambivalencia irónica alrededor de un alebrije cotidiano justo cuando, junto con su hermano, se dedica a limpiar centímetro a centímetro la casa en la que su padre acaba de morirse de borracho —una casa llena de botellas vacías de alcohol y mierda y ropa podrida y mugre por doquier— sólo puede ser indicativo de la relevancia que tiene, tanto en su vida como en su obra, la relación entre la realidad y la forma. No en pocas ocasiones a lo largo de estos volúmenes autobiográficos Knausgård introduce referencias críticas a ciertas formas de arte contemporáneo que descalifica como ligeras, distanciadas o indiferentes a la realidad que las origina. Tampoco son pocos los comentarios halagüeños a ciertas obras del siglo XIX o del XX, especialmente aquellas que denotan y provocan emoción. De hecho, aquí y allá, a veces de manera tangencial pero siempre con la misma intención, Knausgård declara que la única medida de valor de una obra de arte es, en sentido literal, la emoción que genera en el espectador. Acaso por eso no son pocas tampoco las ocasiones en que Karl Ove, el autor y narrador y personaje de esta obra, llora o solloza o lagrimea a lo largo de sus muchas páginas.
El autor noruego se aproxima, pues, crítica e irónicamente a esa distancia precavida, a esa ligera indiferencia, que privilegia tanto arte y escritura contemporánea. Su novela autobiográfica surge, de hecho, de un impulso contrario. Ante el apabullante desencanto que le provoca la ausencia de sustancia tanto en la experiencia de todos los días como en el arte del mundo actual, Knausgård empuña en el aire, combativo y seductor a la vez, un texto verdadero. Luego de haber escrito libros que pueden inscribirse con facilidad dentro de cierta tradición de la ficción realista, Knausgård se aventuró, entonces, por otros caminos: escribiría muy aprisa, casi sin darse tiempo a corregir, sobre la muerte de su padre, recurriendo a recuerdos propios y utilizando los nombres verdaderos. Escribiría una autobiografía, sí, pero sirviéndose de los artilugios con los que se escribe una novela. Más que optar por la no-ficción, Knausgård parece haberse visto obligado a refugiarse en ella en el momento mismo de andar huyendo de un mundo en el que la ficción no sólo está en los libros, sino sobre todo, y para mal, en la vida. Por eso, en lugar de inventar un personaje, Knausgård opta por trabajar de cerca con el yo —un yo sin el asidero de un arco narrativo o un tema específico; un yo desparramado sobre los días y sobre el recuerdo—. Un yo del cuerpo. Un yo en pleno y de tiempo completo.

    BIOGRAFIA:

Escrito por Karl Ove Knausgård

Nació en 1968. Debutó en la literatura en 1998 con una aplaudida novela, Ute av verden (Fuera del mundo), gran éxito de crítica y ventas, y por la que recibió el premio de los Críticos de Noruega, que hasta entonces nunca había sido otorgardo a una primera novela. La segunda, En tid for alt (Un tiempo para todo) (2004), también resultó un acontecimiento. Knausgård se embarcó en otoño de 2009 en un proyecto literario sin igual. Su obra autobiográfica Mi lucha es, en más de un sentido, una gran proeza literaria: está compuesta por seis novelas, y la última fue publicada en otoño de 2011. A la primera le fueron otorgados en 2009 el prestigioso Brage Award y el Morgenbladet Award al mejor libro del año, y en 2010, el P2 Listeners’ Prize; los tres primeros volúmenes fueron galardonados con el Sorlandet Literary Prize también en 2010. Este fascinante experimento literario, además de ser un gran éxito de crítica y de recibir numerosos galardones, ha suscitado un gran interés en los medios de comunicación y entre los críticos literarios y los lectores, y el resultado han sido cientos de artículos, comentarios, ensayos, notas en blogs y debates. Cuando fue publicada la sexta novela, las primeras cinco ya habían vendido en Noruega la increíble suma de cuatrocientos mil ejemplares. Esta ambiciosísima gesta literaria ha despertado, además, un enorme interés internacional, con quince traducciones en marcha.
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A mí no me ha gustado, empieza hablando de la muerte y de los entierros, y está obsesionado con su epitafio. Tiene mucho de la aburrida lectura de Prout. Sobre los detalles de contidiano vivir, que si entra o sale, que si se quitas  las botas o de las pone. El padre como la figura represora, temida. De vez en cuando como buen nórdico se pega unos chutes de alcohol que pierde la cabeza, está separado como es normal y a volver a empezar.
Dejé e leer autobiografía porque me aburría.
Ramón Fernández Palmeral
Alicante