Primer y último oficio tituló Carlos
Sahagún (Onil, Alicante, 1938) su último libro, aparecido en 1979. Desde
entonces, hasta su reciente muerte, publicó muy poco, alguna reedición, una
selección de su poesía amorosa. No fue un libro que pasó sin pena ni gloria:
obtuvo el Premio Nacional de Literatura y su autor, incluido en todas las
antologías de la nueva poesía española, fue considerado como uno de los nombres
fundamentales de la generación del 50, que por entonces comenzaba a
protagonizar congresos y tesis universitarias, elevados sus integrantes a la condición
de clásicos contemporáneos.
Gil de Biedma dice que es es el caso más conocido, pero no el único.
¿Qué le lleva a un poeta, a un poeta notable, apreciado por la crítica y el
público, a dejar de escribir en un determinado momento? No lo sabemos, pero eso
nos indica que la poesía no es una actividad como las otras, que el oficio y la
voluntad tienen en ella un papel menor.
Había Sahagún
sido un poeta precoz (en 1955 publica Hombre
naciente, dos años después, a los diecinueve, obtiene el premio Adonáis con
Profecías del agua), que ya nos había
acostumbrado a largos silencios. Tras Como
si hubiera muerto un niño, de 1961, no vuelve a publicar hasta Estar contigo, de 1973. Esos cuatro libros
citados –queda fuera Hombre naciente–,
sin cambios significativos, son los que integran estas Poesías completas, Se les añade un puñado de inéditos escritos
entre 1978 y 2000. Luego vendría otro periodo de silencio hasta su muerte, en
2015.
Pero todo
eso es historia externa. Lo que importa al lector es cómo ha tratado el tiempo
a este poeta que quiso y supo retirarse a tiempo de la vida literaria. De un
punto de partida elegíaco e intimista, pronto su poesía se fue acercando a lo
que entonces se llamaba poesía social. Parafraseando una canción popular (“Del
rosal vengo, madre”), escribe. “A la historia me lleva / la necesidad. / Cómo
se llena el pecho / de realidad”. Sus poemas comprometidos son los más deudores
de la retórica del momento. El titulado “Guevara: Octubre 1967” termina con estos
versos: “Ser hombre significa desde ahora / ser guerrillero de la libertad”. En
“Meditación” habla del “guerrillero que pelea en Vietnam” y no falta un
mimético, y quizá prescindible, homenaje a Rafael Alberti. Pero hay también
algunos momentos memorables en esta poesía de circunstancias. Un ejemplo, el
mejor quizá, “Para este otoño súbito”, dedicado a la muerte de Franco, ajeno a
cualquier simplismo panfletario: “Ahora, en la incertidumbre de esta muerte, /
contemplo a solas una luz difusa, / cada vez más lejana. Hay en las playas /
pura lluvia sin fin, y en los caminos / igual desesperanza, / más árboles sin
vida / para este otoño súbito”.
Los mejores
poemas de Carlos Sahagún nos hablan de un niño perdido, de una historia de
amor, de la creciente desesperanza. A su dura y hermosa infancia en la España
de posguerra vuelve una y otra vez (incluso en poemas en prosa que algo tienen
de fragmentos de una autobiografía); la historia de amor, una única historia de
amor, comienza en el primer libro y se continúa en los siguientes. Una
antología, Las invisibles redes, de
1989, reunió esos poemas.
La sátira
de la vida provinciana, la evocación de lugares vividos (como la machadiana
Segovia, donde fue también profesor) y metafísicas perplejidades tienen
igualmente su lugar en la poesía de Carlos Sahagún, un poeta que no desdeña ni
el soneto ni la canción neopopular, aunque sus mayores logros vayan, me parece,
por otro camino.
En los
“Últimos poemas”, como el Antonio Machado de Soledades, al que tanto se aproxima sin mimetismo alguno, prescinde
al máximo de la anécdota. Machado no habría desdeñado firmar un poema como
“Álamo”. El poeta “apoya su indolencia en el pretil del puente” y observa en el horizonte “una esbeltez
lejana”, un espejismo que le devuelve lo que fue suyo “en días de claridad e
infancia”. Otros álamos, los del poema “La luz y el canto”, homenajean a
Guillén: “Doraba un sol de puesta / la ascensión de los álamos. / Para mí, para
nadie / cantaba un solo pájaro”.
En mayo de
1987 se celebró en Oviedo un congreso dedicado a los poetas del 50 en el que
participaron los más destacados representantes de la generación (salvo Gil de
Biedma, ya enfermo por entonces) junto a sus principales críticos. Carlos
Sahagún, que pronto se desentendería del grupo, fue uno de los participantes.
“Pienso que la poesía es salvación –declaró–, salvación por la palabra”. Salvación
del autor y, sobre todo, de nosotros los lectores. Le pedimos lo mismo que el
poeta le pide al ruiseñor que canta “la eternidad del goce efímero” en uno de
sus más hermosos poemas últimos: “dime el secreto de los vientos / que vienen
de la infancia, acerca / tu insistencia en la luz velada / a este horizonte
desvalido, / por entre tanta pesadumbre / la obstinación de tus violines / y
cruzando bosque y muros /ven otra vez desde el olvido / a consolarme, a
lastimarme”.