Hace unos días, hurgando en una librería de viejo, encontré un librito que llamó mi atención. Su título, La ventana de papel,
ya sugería que el contenido algo tenía que ver con las letras. Pero el
nombre de su autor trajo a mi memoria aquel libro de texto que
utilizábamos en el bachillerato —allá por los años cincuenta del siglo
pasado— para estudiar la asignatura de literatura. Guardo de él un
recuerdo inolvidable: además de herramienta fundamental para el
aprendizaje de la materia, despertó en mí una viva curiosidad hacia la
lectura, que se convirtió en afición grata y duradera, viva todavía hoy,
sumido ya en los años postreros.

Portada del libro con una dedicatoria al escritor y periodista gallego Álvaro Cunqueiro
Guillermo Díaz-Plaja
(1909-1984) nació en Manresa y murió en Barcelona, a los 75 años. Era
hijo de militar, lo que le llevó a residir en diferentes ciudades
españolas, hasta que en 1924 terminó el bachillerato en Gerona. Estudió
Filosofía y Letras en Barcelona y se doctoró en Madrid (1931), con una
tesis sobre la creación del lenguaje en el siglo XVI. Fue ensayista,
poeta, crítico literario e historiador de la literatura española.
Escribió en castellano y catalán sobre multitud de temas y dedicó buena
parte de su vida a la labor pedagógica.
En 1932, fue profesor adjunto de Ángel Valbuena Prat
en la Universidad de Barcelona y organizó el primer curso universitario
sobre cine; en 1934, le nombraron director de arte dramático del
conservatorio del Liceu; en 1935, catedrático del Instituto Jaime Balmes
de Barcelona. Entonces, con apenas veintiséis años, ganó el Premio
Nacional de Literatura con Introducción al estudio del romanticismo español.
El premio confirmaba su plena instalación en la vida cultural del
país, con un pie puesto en el mundo académico y otro en la comunidad
literaria, en un momento en que el vanguardismo se había sacudido los códigos estéticos de la etapa anterior y el surrealismo proponía desde el arte un “modelo revolucionario” que pretendía turbar el orden existente y sacudir la moral conservadora de la burguesía española.
Aquellos diez años previos al inicio de la Guerra Civil fueron para
él de una intensa actividad creativa, en un contexto cultural vigoroso e
independiente por el florecimiento de periódicos, revistas y
editoriales que permitían la difusión de las últimas tendencias
vanguardistas y las innovaciones sociales que el país pedía para
recuperar el retraso secular que le separaba de Europa. En ese
escenario, Díaz-Plaja destacó pronto como hábil ensayista. Con un estilo
ágil y una prosa modernista,
su carrera mediática fue fulgurante y llegó a ser considerado como uno
de los valores más prometedores de la Ilustración catalana de la época.
En 1933, a bordo del “Ciudad de Cádiz”, participó en un crucero universitario por el Mediterráneo, promovido por Manuel García Morente,
decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid
y discípulo predilecto de Ortega, con el objetivo de hermanar a
estudiantes y profesores de las universidades españolas y plantear
nuevas propuestas educativas. Participaron 190 personas,
entre catedráticos, profesores y alumnos que posteriormente llegarían a
ocupar lugares relevantes en la vida cultural española.
En Memoria de una generación destruida (1966), Díaz-Plaja reconocería la importancia capital que esta experiencia tuvo en su vida profesional. Su formación humanística le invitaba a poner en contacto diversas formas de cultura, así como las lenguas de diferentes países. En numerosas ocasiones —Historia General de las Literaturas Hispánicas,
por ejemplo—, estableció los nexos entre autores, géneros y movimientos
de las literaturas catalana y castellana, basándose en una aproximación
comparativa, no muy frecuente en aquella época.
Su voluntad era unir y no separar. Él, que tenía una amplia red de
amistades en la Península Ibérica, se impuso la tarea de establecer
puentes de diálogo entre los intelectuales catalanes y castellanos, a
través de encuentros, contactos y charlas. Su propia producción
literaria basculaba entre esos mismos espacios. Tan pronto estudiaba los
personajes señeros de la historia de España, como los hechos más
notables de su Cataluña natal. Y escribía bien en su lengua materna —el
catalán—, bien en castellano. Todo ello, permite situarle en el grupo de
intelectuales catalanes bilingües insignes como Jaime Balmes, Pere Gimferrer, Carme Riera, Víctor Balaguer, Miguel Batllorí, Joan Maragall, Eugenio d’Ors, Josep Ferrater Moira y Jaume Vicens Vives.
Cuando estalló la Guerra, se mantuvo leal a la República y prestó sus
servicios al gobierno legítimo en una batería de costa, aunque dedicado
a tareas de carácter cultural. Hasta que, al finalizar la contienda,
Díaz-Plaja tuvo que escoger entre silencio o exilio: se inclinó por el
primero; creyó que era el camino menos malo para encauzar su vocación
erudita. No debió ser una decisión fácil, tal y como recoge el
historiador José Carlos Mainer en su libro La filología en el purgatorio:
“Un deber se me dibujó enérgicamente en el corazón. Quedarse.
Quedarse, ¿para qué? ¿Para denostar a los que perdían? No hubiera sido
piadoso. ¿Para exaltar a los que ganaban? No era necesario, ni hubiera
sido elegante. Quedarse sencillamente para proseguir, para continuar
(…). Tal designio alcanza a toda una generación que se inmoló a sí misma
en su función de «puente». A esa misión no podían «renunciar quienes se
educaron, liberalmente, en amplitud de criterio y en multiplicidad de
elementos formativos, lo que implica que fuimos «quemados» antes y
estamos condenados, acaso, a ser triturados después por los fanatismos
que vengan ( …). Un panorama de conciencia abnegada que completa la
certidumbre moral aportada por la admirable continuidad de una
tradición: «No estuvimos solos sino en los primeros instantes. Cada día
aprendíamos el nombre de un regresado ilustre: Azorín, Baroja, Menéndez
Pidal, Marañón, Ortega. ¡Ya teníamos compañeros de camino! ¿Qué camino?
El de ellos, es decir, el de todos. El del quehacer cotidiano para
llenar los vacíos dejados por el exilio”.
El caso es que enseguida vuelve a la primera fila. En 1939, inicia su producción de postguerra con la publicación en 1939 de La ventana de papel (Ensayos sobre el fenómeno literario)
—que ahora tenemos en nuestras manos—, un libro que responde a la
concepción de ensayo con intención conciliadora, pero en el que se
aprecia la angustia que le produce la adaptación al nuevo régimen: “El
escritor que, en días aciagos, no tiene otro consuelo que el libro, el
libro propio («los libros más queridos, los que se leen más, si no con
la retina con el pensamiento, son los propios (…). Por eso, lo único que
compensa la Obra es escribirla”.
El libro es una miscelánea de juicios literarios y opiniones sobre sus autores preferidos: dice que Flaubert
es acaso el único que ofrece unidas la descripción y la narración,
conservando los mejores y más exquisitos cuidados para la primera y el
sentido más exacto para la segunda; hace un encendido elegio del Modernismo como un movimiento general de renovación estética y no una mera subversión del orden de versificar; sobre Gabriel Miró, destaca la supremacía del descriptor sobre el narrador, del estilista sobre el animador de tipos humanos; también elogia el esperpentismo de Valle-Inclán; califica a Pío Baroja
como novelista de torrentera, de arroyo revuelto pero vertiginoso, la
antípoda del escritor moroso; realiza un análisis agudísimo de la
actitud espiritual de Erasmo; revela la faceta poética del libertador José Martí; y alaba el vanguardismo de Jean Cocteau y su variada creación artística.
El capítulo más largo lleva por título “El escritor y su obra”
y es, al mismo tiempo, el más revelador. A través de treinta versículos
de corta extensión, Díaz-Plaja nos descubre su sensibilidad ante la
génesis del ensayo: “Todo ensayo es una autoetopeya (…). Es preciso,
primero que todo, sentirse problemático y distinto. Es imposible buscar
al ensayista entre los espíritus uniformados por educación o vocación
(…). Todo ensayista es, en este sentido, un hereje de la unidad. Se sabe
diverso y necesita el autoconocimiento de su yo”. Y lanza una alerta:
“No nos fiemos de los eruditos. Fingen una modestia que no sienten. Todo
lo contrario: les posee un orgullo satánico, porque piensan siempre en
el terreno de los hechos comprobados”.
En cuanto a la Gramática, dice que “es una ciencia natural, igual
que la Botánica. Intenta estudiar y clasificar unos ejemplares que
previamente se han producido sin saber los porqués, por encima del hecho
mismo de su existencia. Los hechos nuevos obligan al gramático a
rectificar sus cuadros clasificatorios, en virtud de su propia vitalidad
(…). Por tanto, el gramático no puede dividir el lenguaje según una
norma rígida que excluya las formas vivas inadaptadas, sino que debe
dirigir sus esfuerzos al lenguaje como ente vivo, para arrancarle sus
“constantes” científicamente” (…). Con ello queda patente la necesidad
de explicar el lenguaje antes que al Gramática”.
El último capítulo “Lección de primero de octubre” recoge lo que solía decir a sus alumnos el primer día de clase: “La
literatura es inútil. Cuiden, sin embargo, de no olvidar la utilidad de
lo inútil y piensen que solamente por la cantidad de cosas inútiles que
se conocen se calibra el grado de una civilización. Y lo que se llama
“progreso” no consiste sino en la sucesiva adquisición de una serie
infinita de hábitos superfluos. Apoyad bien los trampolines —¡oh,
eruditos”—. Pero después —¡oh, poetas!—, saltad”.
El libro podía parecer inocuo y ser interpretado como un brindis de
buena voluntad para una avenencia de modales. Pero algunas afirmaciones
eran demasiado atrevidas para los tiempos que corrían: citar a Maragall
en catalán, o confirmar la fuerte personalidad de una «España orfeónica» frente a una “España individualista” era una osadía. Y defender la existencia de varias realidades lingüísticas y culturales en la Península y añadir que “hay literaturas catalana, gallega, vasca, además de la de Castilla”, tuvo que parecer un sacrilegio, en aquel clima de fervor patriótico sometido al lema sacrosanto: ¡Una, Grande y Libre!
En un artículo publicado en la Vanguardia el 20 de mayo de 2009, Jordi Amat escribía lo siguiente con motivo del centenario de su nacimiento:
“Mientras publicaba sus primeros poemas y asistía a la
edificación de la nueva sociedad literaria, creyó que, con el régimen,
además del Instituto del Teatro
y la cátedra universitaria, dirigiría un Instituto de Estudios
Mediterráneos desde el que difundiría su permanente utopía: el
hispanismo concebido como pluralidad transhistórica en el que todas las
voces suman. Pero no fue lo que soñó ni logró la cátedra, abortando la
posibilidad de crear escuela. En una España que decía refundarse en
principios de pureza imperial, su audaz El espíritu del Barroco (1940) no fue bien leído: la interpretación sobre la matriz judaica del barroco era una heterodoxia excesiva”.
En 1941, publica Tiempo fugitivo en el que aparenta un
regreso al orden —junto a una implícita defensa del ensayo como forma de
la libertad espiritual y la reconstrucción de la cultura—, con una loa a
Primer libro de amor, de Dionisio Ridruejo; un aplauso a Giménez Caballero que acaba de obtener el Premio Internacional del Fascismo por su libro Roma Madre; una referencia a Eugenio Montes, otro mosquetero del fascismo intelectual, autor de El viajero y su sombra; y un vítor a Luys Santa Marina, que ha publicado una biografía sobre Cisneros.
Mucho se ha hablado de la claudicación de Díaz-Plaja ante el triunfo
del franquismo, pero, ¿había otras opciones? Merece la pena leer lo que
escribió el autor en 1972, cuando publicó El intelectual y su libertad:
“¿Por qué —me pregunto una y otra vez— la entrega a la defensa de
los valores de la cultura se considera como sospechosa de escapismo o
evasión? La cultura fue, desde el siglo XVII, sinónimo de ánimo libre,
de rechazo de la esclavitud. Los pueblos —decían los filántropos de esta
época— son tanto más felices cuanto más cultivados; cuanto más lejos se
encuentran de la ignorancia y del fanatismo. Hoy se exige, se nos
exige, además, una militancia política; una explícita formulación de
dogmas sociales y económicos. Pero al hacer esta declaración, ¿no
abjuramos de una parte de nuestra libertad para someternos a la férrea
batuta del dirigente político?”
Está claro que hay un Díaz-Plaja anterior y posterior a la guerra
civil. Su posibilismo sufrió enormes desengaños y desaires; no pudo
evitar “ir tejiendo cierta dosis de amargura” y asentando la convicción de formar parte de una “generación destruida”
pero afortunadamente nunca perdió su habilidad para conversar, para
conciliar, para limar asperezas, su humor y su ironía, así como la
sutileza y asertividad para ejercer una eficaz pedagogía al explicar a
los forasteros “la realidad cultural, lingüística e histórica de
Cataluña”.
Un siglo después de su muerte, la figura de Guillermo Díaz-Plaja ha
sido engullida por el tiempo. Nunca gozó del favor de los gerifaltes de
entonces y una parte de la sociedad catalana lo tildaba de “colaboracionista”. A pesar de la extensión y variedad de su obra
—escribió más de doscientos títulos, entre libros de divulgación,
didáctica, poemarios, ensayos y antologías—, de su notable aporte a la
difusión y enseñanza de la lengua y literatura española y de la amplia
nómina de premios obtenidos y cargos ocupados
a lo largo de su vida, su recuerdo tan solo pervive en la memoria de
los que estudiamos el bachiller en la posguerra y descubrimos la
literatura a través de sus magníficos libros de texto. Triste final para
quien fue un intelectual comprometido con el ideal de acercar la
educación a todos los españoles y perseguir la confluencia de dos
culturas que, si entones estaban afrontadas, hoy padecen un conflicto
arduo y de difícil solución.
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EL CASO DÍAZ-PLAJA
La estela de Guillermo Díaz-Plaja, un siglo después de su nacimiento,
se difumina en el mar de la cultura española. Su recuerdo pervive en la
memoria de los bachilleres de posguerra que descubrieron la literatura
en sus espléndidos libros de texto y en la de sus alumnos del Instituto
Balmes, que en algún caso –un Molas, un Castellet– fecundaron su
vocación respirando el talante abierto de sus clases. Pero lo cierto es
que su obra, que tanto influyó en la fijación del pasado, parece haberla
engullido el paso del tiempo. ¿Qué ha ocurrido? La respuesta se intuye
en Querido amigo, estimado maestro, selección de las cartas que recibió y
que publican las instituciones que custodian su legado –la Universitat
de Barcelona y la Reial Acadèmia de Bones Lletres– en edición de Ana
Díaz-Plaja y un equipo formado en la Unidad de Estudios Biográficos.
Delimitación a contraluz de su trayectoria, el epistolario es
radiografía oblicua de la vida intelectual en España durante el tramo
central del siglo XX.
Un punto de arranque para comprender su caso podría ser 1935. Aquel
año, mientras ejercía de ayudante en la universidad, ganó la plaza de
catedrático de instituto; de inmediato, el maestro de filólogos Ramón
Menéndez Pidal le puso unas líneas de felicitación. Tras haber publicado
sus primeros manuales, ganó el premio Nacional por Introducción al
estudio del romanticismo español. Su colega José Manuel Blecua, después
de leer el libro laureado y el notable El arte de quedarse solo, le
preguntaría “si no podrías tú estar incluido en la ‘generación del
movimiento Góngora’ (así bautizó a la generación de Guillén”. Su estilo
de ensayista estaba fijado: una mirada culta y sintética a la búsqueda
del detalle revelador para fijar una corriente espiritual o un
movimiento estético. En poco tiempo se hizo un nombre en sus dos
patrias, la enseñanza y la literatura (la catalana y la española). La
tragedia es que ambos mundos, como el país, iban a arder.
Tiempos de oscuridad
Fue leal a la República y combatió como “miliciano de la cultura”,
pero no fue un intelectual beligerante porque el compromiso siempre le
pareció secundario. Por ello, en tiempos de oscuridad, en la dramática
tesitura de escoger entre poder, silencio o exilio, se ligó a la
victoria porque era el camino menos malo para proseguir con su vocación y
tejer una continuidad colectiva digna hasta donde fuera posible.
Mientras publicaba sus primeros poemas y asistía a la edificación de la
nueva sociedad literaria (lo contó en directo en Tiempo fugitivo), creyó
que con el régimen, además del Instituto del Teatro y la cátedra
universitaria, dirigiría un Instituto de Estudios Mediterráneos desde el
que difundiría su permanente utopía: el hispanismo concebido como
pluralidad transhistórica en el que todas las voces suman. Pero no fue
lo que soñó ni logró la cátedra, abortando la posibilidad de crear
escuela. En una España que decía refundarse en principios de pureza
imperial, su audaz El espíritu del Barroco no fue bien leído: la
interpretación sobre la matriz judaica del barroco era una heterodoxia
excesiva.
Trabajador infatigable, perseveró volcando su talento en prensa y
centenares de libros. En 1949 vio editada la enciclopédica Historia
General de las Literaturas Hispánicas que había proyectado. Desde 1950
fue colaborador fijo de La Vanguardia, donde practicó el columnismo
concebido como género artístico (en la línea de un Eugenio d’Ors o de un
Juan Perucho). En 1951 apareció Modernismo frente a noventa y ocho, su
estudio de mayor impacto. A pesar del planteamiento maniqueo, que irritó
a Juan Ramón, tuvo la sensibilidad de reivindicar el esteticismo
modernista tras años de exclusiva valoración del castellanismo del 98.
Pero en aquel momento, cuando Ridruejo y el ministro Ruiz-Giménez
gestaban una apertura desde dentro del sistema, Díaz-Plaja quedó
desubicado. El formalismo crítico avejentó su estilo y para los jóvenes
que marcarían pauta –los del medio siglo– era un hombre del pasado que
en presente gozaba de sillón de académico y dirección del Instituto
Nacional del Libro.
La dialéctica franquismo / antifranquismo le obligó a forjar en
solitario una ruta personal demasiado desconocida. Díaz-Plaja volvió la
mirada al ayer concluido en 1936 para redescubrir lo más auténtico de su
trayectoria. Con Papers d’identitat escarbó en su infancia gerundense
para dar con las claves de su personalidad y en Memoria de una
generación destruida mitificó su promoción universitaria de los happy
twenties (la de los benjamines del 27, la de sus amigo Masoliver o De
Salas). En Vanguardismo y protesta recopiló sus viejos y aún frescos
artículos de las revistas del arte nuevo y con Estructura y sentido del
novecentismo español reconstruyó los fundamentos del mundo de su primera
madurez. Fue su última y mejor lección. El final de una historia de
ilusiones, logros y desgarros. Exactamente de la que venimos.
Jordi Amat, La Vanguardia/Culturas, 20 mayo 2009
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ENSAYO SOBRE COMUNICACIÓN CULTURAL
Después de terminar este libro hemos vuelto a una de sus primeras
páginas, donde el autor recuerda «haber leído en torno a temas africanos
la frase de que la muerte de un anciano equivale al incendio de una
biblioteca». Y a Guillermo Díaz-Plaja, que se nos ha ido sin ancianidad,
cuando tanto podíamos esperar todavía de la biblioteca andante que era,
de la fuente generosa en que convirtió toda su vida, entregada a la
compañía y a la enseñanza, a ese ejercicio vitalísimo del diálogo, que
tan fielmente aprendió de su maestro Eugenio d’Ors, le recordaremos
siempre en su evidente talante vecinal y nutricio, porque se diría que
sus incontables viajes estaban hechos para nosotros, como lo estaban sus
dilatadas e ininterrumpidas horas de lectura y escritura, que no
desperdiciarían uno solo de sus minutos hasta que, manejados desde el
talento del profesor, nos llegaban plenos de sencillez y entendimiento.
Por eso este libro, entre tantos, tantísimos suyos, viene a ser un
retrato de quien lo ha escrito y el espejo o la memoria de una conducta.
Pluralidad en los temas, rigor y claridad en su exposición, oportunidad
en las observaciones, totalidad y unidad en esas travesías por las que
jamás se pierde el viajero. Y vida y obra, y seguimiento de lo
literario, y acogida de lo humano, «que en nada le es ajeno», para
llegar a un final que contacta y se corresponde con el principio. Si ya
conocemos otros libros del autor que pueden parecerse al que hoy
comentamos en su desarrollo y claridad, estos Ensayos sobre comunicación
cultural nos sorprenden por esa plenitud con la que – o en la que – ha
vivido la España de nuestro siglo, como muy bien subraya en el prólogo
del libro el profesor André Labertit, de la Universidad de Estrasburgo,
que apadrinó a Guillermo Díaz-Plaja cuando se le recibió como doctor
«honoris causa» en la Facultad de Ciencias Humanas de dicha Universidad.
Pero añadiremos nosotros, como bien se puede deducir de la lectura de
este libro, que nuestros límites naturales e históricos no estrechan al
autor, sino que su «¡Eya velar, eya velar!» – él nos lo dice – le ha
hecho estar en vigilia permanente para tratar de comprender el mundo en
que estamos, y hemos estado, comprendidos.
De la variedad de estas páginas, señaladas todas ellas con una
evidente preocupación de actualidad, se desprende ese propósito, siempre
en marcha, de que su pensamiento no se deje nada en las orillas del
camino elegido, así como sobresale su vocación de claridad. No va con él
el célebre «oscurezcámoslo» d’orsiano, por más que la broma del dicho
no sea más que una ocurrencia del maestro, de quien Díaz-Plaja ha
aprendido muchas precisiones y claridades. El castellano ha tenido dos
incomparables cultivadores en estos dos catalanes de excepción. Y,
estudiada suficientemente – y no tan suficientemente – la tarean
pontificial de don Eugenio en el concierto de estas dos lenguas y de
estas dos culturas – que son una tantas veces – queda ahora por tratar
«in extenso» esa labor de acercamiento y comprensión en la obra y en la
vida del autor de estos Ensayos.
El libro está titulado con certeza, y desde él tenemos ya una señal
de la actitud cultural y – ¿por qué no? – divulgadora de Guillermo
Díaz-Plaja. Esa Comunicación ha sido norma en los trabajos del profesor.
Actual siempre en sus investigaciones, ante las nuevas relaciones entre
los hombres, la gran palanca que mueve hoy el mundo y que son los
medios de comunicación, la anunciación de los contactos interplanetarios
y las posibilidades de «contemplación desde la Tierra», hacen escribir a
Díaz-Plaja: «Al tomar conciencia de este suceso llego a la conclusión
de que nuestra generación – precisamente la nuestra – ha sido llamada
por el destino a constituirse en testigo de esta transformación tremenda
de nuestra perceptibilidad». Esta vocación de percibir es lo que manda
en el ánimo del ensayista y lo que le acercará simpáticamente a
cualquier lector de hoy. Porque para Díaz-Plaja la cultura es algo que
abraza y hasta «hiere blandamente» a los pueblos. «¡Oh, cauterio
suave!». «Lo que corrige o ataja eficazmente algún mal». Y el mal de la
lejanía entre los hombres sólo se puede atajar a través de la cultura…
Esto lo sabía bien el autor de este libro, y en todos sus capítulos le
busca las vueltas a esta tercería casi sagrada, que puede ser, desde
ahora, inteligentemente entendida, lazo y libertad a un tiempo.
En el capítulo titulado «Retórica y poética» se enaltece esa
aportación de lo culto en el propio campo de la creación literaria – no
olvidemos que el discurso de ingreso de Díaz-Plaja en la Real Academia
trató de esa vertiente culturalista en la poesía actual – y habla aquí
atinadamente de que esa aparente «destrucción atolondrada» de las reglas
no es otra cosa que el relevo de unas reglas por otras de muy sabios
contenidos… El apartado «Europa como comunicación cultural» se abre un
poco más adelante hacia la «pluralidad cultural hispánica», a la
comunicación cultural hispano-americana, a «la orilla de África» o a «la
recepción de China en las culturas hispánicas». Dentro de nuestros
límites son muy interesantes los ensayos sobre «Dos intentos de
intercomunicación cultural española: catalanes y andaluces» «que se
cierran con ese texto conmovido por José María Pemán, que pudo hablar de
la aportación catalana a la cultura contemporánea llamándola «un vaso
de agua clara». Y, aunque de interés no menor es el que se ampara bajo
el epígrafe «Culturas enterizas y fronterizas de España», donde el
planteamiento muy plausible y acertado de los dos apartados es por parte
del autor clarificador y original, tiene cierto defecto maniqueo al
apoyarse en las constantes que fija R. Perpiiñá para diferenciar unos
pueblos de otros. Según este ilustre economista catalán, al distinguir
las características que separan a los pueblos continentales –
epirocracias – de los pueblos marítimos – talasocracias – resulta que en
su «esquema de contraste» casi todas las cualidades de aquéllos son
negativas, mientras las de los pueblos marítimos están llenas de
virtudes incontestables. Cuando, con serena lucidez, Díaz-Plaja habla de
«enterizos y fronterizos» alcanza a fijar lo que llama «tentación del
Este», como resumen de sus estudios, y le sirven Don Quijote y el Cid
para llegar a muy personales conclusiones.
En esos personajes, reales o de ficción, que ponen en juego lo
aristocrático y lo popular, o lo señorial y lo bucólico, partiendo esta
literatura de un deseo o incorporación de lo culto a las costumbres del
pueblo, Díaz-Plaja escribe páginas fundadas y atrayente sobre Quevedo,
Lope, Moratín o Bernardino de Rebolledo, «un clásico español en
Escandinavia», que publicó libros «con su noble castellano» en Amberes,
Colonia y Copenhague, y que se sintió seducido por un mundo norteño y
remoto, que le hace pensar a nuestro ensayista, y poeta también, en los
felices y mágicos versos de Góngora cuando para referirse a los azores
dice genialmente:
«quejándose venían sobre el guante
los raudos torbellinos de Noruega».
No se puede resumir en comentario tan breve un libro riquísimo en
temas y pródigo en intuiciones, donde Díaz-Plaja se nos presenta como un
incitador de la literatura, como un paladín de la cultura para todos.
Este moto es hoy una exigencia que nos impone su reciente memoria.
José García Nieto, ABC, 27 de octubre de 1984.