SE VENDE JAULA DE JILGUERO
Relato de Ramón Palmeral
El cartelito: "Se vende jaula de jilguero por 5€", se cayó. Simplemente cinco euros. No es por el dinero, evidentemente. Es por el hueco que ha dejado Pipo, un jilguero cantor, un hueco en la terraza ningún oro pájaro del mundo podría llenar.
Me la regaló mi padre y con la jaula, ya con su inquilino dentro. "Para que te alegre las mañanas", me dijo. Y vaya si lo hizo. Pipo, le pusimos. No era un jilguero cualquiera, o al menos eso nos parecía a nosotros. Su canto era una melodía constante en casa, vibrante, llena de matices. Y era listo, muy listo. Recuerdo cómo ladeaba la cabecita cuando le hablaba, como si entendiera cada palabra. Además con su pico tomaba los cañamones de mi propios labios. Pero lo más curioso era su manía con los extraños. En cuanto sonaba el timbre o alguien desconocido entraba por la puerta, Pipo se desgañitaba con un piar insistente que parecía una alarma, casi un ladrido de plumas, como si nos estuviera advirtiendo. Nos hacía gracia, la verdad. "Ya está el guardián", decíamos.
Llegó la Navidad, y con ella el maldito roscón de anisetes. A Pipo le encantaban las miguitas de pan, algún trocito de dulce de bizcocheo. Supongo que fue un descuido, una tentación demasiado grande para un cuerpo tan pequeño. Un trozo de roscón, con su azúcar y sus frutas escarchadas, debió caer cerca de la jaula, o quizás fuimos nosotros mismos, en un exceso de cariño mal entendido, pensando que le gustaría probarlo. No lo sé, y ya no importa.
A la mañana siguiente, el silencio era distinto. No era el silencio de la noche, sino uno más denso, más pesado. Me acerqué a la jaula y allí estaba. Boca arriba, con las patitas delgadas y agarrotadas apuntando al techo de su pequeño mundo, ahora inmenso y vacío. Sus plumas de colores y su cabecita de cardenal, antes brillantes, parecían opacas. Se había empachado, el pobre. Un festín que le costó la vida de ave inteligente y cantora, era para mí como una mascota.
Mi mujer, cuando lo vio, rompió a llorar. Se tapó la boca con las manos y las lágrimas le corrían por las mejillas. Yo tragué saliva, un nudo apretándome la garganta. Le habíamos cogido un cariño inmenso a aquella ave tan dominuta de patas finas de canario, que apenas ocupaba espacio, pero que llenaba la casa con su presencia.
Nos dejó tristes, muy tristes. Metí su diminuto cuerpo de plumas muertas, aunque su alma subió el cielo e la aves en una cajita de madera como un estuche y lo enterré poniéndole encima de la tierra una piedra grande. El silencio que dejó Pipo es un silencio que pesa, que acusa. Hemos guardado sus comederos, su bebedero. La jaula quedó ahí, en un rincón, como un monumento a la alegría que se fue demasiado pronto.
Y ahora he puesto el cartel de se vende. No quiero otro jilguero, ni un canario, ni ningún otro pájaro, ni periquito ni loro, nada de aves. La alegría que trajo Pipo es irrepetible, y el miedo a otra pérdida así es demasiado grande. Ver la jaula ahí colgada y vacía, es un recordatorio constante.
Con que me den cinco euros estaría bien. Solo quiero que alguien se la lleve, que quizás otro pajarillo pueda llenarla de trinos algún día. Aunque ninguno, estoy seguro, piará a los extraños como lo hacía nuestro Pipo.
Alicante, 27 de mayo de 2025