A Rubén Darío
Cuánta sapiencia existe, tus liras nos lo dicen.
¡Oh, príncipe de letras de mente prodigiosa!.
Tu palabra es el verso. Tu historia es fabulosa,
y haces que los dioses de tus odas se hechicen.
Que se ricen los mares, que los mares se ricen
cuando la bella Erato con su voz amorosa
declame tus poemas y tu profana prosa.
Éxtasis de ilustrados, los mares te bendicen.
¡Oh, colosal poeta de lengua castellana!,
que te arrullan los mares y te besa la espuma,
le canto al cisne blanco, también a la manzana
emulando tu copla que todo lo perfuma,
exquisito primor, adorno y filigrana,
maravilla es del cielo la gracia de tu pluma.
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Caupolicán, de Rubén Darío
Es algo formidable que vio la vieja raza:
robusto tronco de árbol al hombro de un campeón
salvaje y aguerrido, cuya fornida maza
blandiera el brazo de Hércules, o el brazo de Sansón.
Por casco sus cabellos, su pecho por coraza,
pudiera tal guerrero, de Arauco en la región,
lancero de los bosques, Nemrod que todo caza,
desjarretar un toro, o estrangular un león.
Anduvo, anduvo, anduvo. Le vio la luz del día,
le vio la tarde pálida, le vio la noche fría,
y siempre el tronco de árbol a cuestas del titán.
«¡El Toqui, el Toqui!» clama la conmovida casta.
Anduvo, anduvo, anduvo. La aurora dijo: «Basta»,
e irguióse la alta frente del gran Caupolicán.