Reinaldo Arenas, el boom latinoamericano de los años 60
y la posmodernidad
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Miguel Correa Mujica
Resumen:
Palabras clave:
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Cuando
Reinaldo Arenas (Aguas Claras, Cuba; 16 de julio de 1943 - Nueva York, Estados Unidos; 7 de diciembre de 1990) logra escapar de Cuba en 1980, uno de los primeros
trabajos que escribe en suelo norteamericano es un airado ensayo en
defensa de la originalidad de sus novelas El mundo alucinante y Celestino antes del alba.
El trabajo, “Fray Servando, víctima infatigable” apareció en varias
publicaciones alrededor del mundo y también como parte del prólogo a la
edición de El mundo alucinante de Monte Ávila en 1982. En
ese texto, el novelista responde irreverentemente a una serie de
comentarios que había escuchado sobre la influencia que obras como Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez y De dónde son los cantantes, de Severo Sarduy, pudieron haber tenido en sus dos novelas. Cito al autor in extenso:
“Me informan que informes desinformados (y patéticos) informan que hay en esta novela -El mundo alucinante,
escrita en 1965, Mención en el concurso UNEAC, 1966, influencia de
obras que se escribieron y publicaron después de ella, como Cien Años de Soledad (1967), y De Dónde Son los Cantantes (1967). Influencias similares también han sido señaladas en Celestino antes del alba,
escrita en 1964, y Mención UNEAC, 1965. He aquí otra prueba
irrebatible, al menos para los críticos y reseñeros literarios, de que
el tiempo no existe” (Arenas 17).
De la cita se desprenden varias consideraciones. En primer lugar, Arenas tiene toda la razón: no hay influencias temáticas
de estas dos obras en sus novelas, pues esos textos no existían cuando
el autor cubano escribió las suyas. Sin embargo, la nueva novela —con el
boom en su interior— como tendencia estética ya se había
establecido en la América Hispánica para la fecha, por lo que se puede
afirmar que ambas obras (y sobre todo Celestino) participan de la estética innovadora de la nueva novela, popularizada por el boom, el que había creado el ambiente propicio para la experimentación.
Pero de la cita también se desprende el enorme recelo
con que Arenas intentaba salvaguardar la originalidad de sus obras de
juventud. En rigor, lo que más irritó al autor cubano no fue la
pretendida influencia que sobre sus obras pudieran tener otros textos
sino el hecho de que a sus novelas se le endilgara la influencia de estas obras específicamente, por ser ambas resultados del boom latinoamericano de los años 60, movimiento estético y editorial que política e ideológicamente
excluye a Arenas, ya bien por haber sido marginado deliberadamente, ya
bien por haberse excluido él voluntariamente. Sin embargo, las
repercusiones estéticas del boom en la narrativa continental influirían en prácticamente toda la narrativa hispanoamericana de la época.
Reinaldo Arenas hace su aparición en la literatura
hispanoamericana de la segunda mitad del siglo XX en medio de dos
grandes acontecimientos de alcance hemisférico: la Revolución cubana en
su país, y el auge y comercialización de la nueva novela
hispanoamericana (el boom). Los orígenes del boom están en
la confluencia de varias circunstancias claves, heterogéneas, muchas
de índole extra-literaria, tales como la Revolución cubana, la
participación de editores-inversionistas como Harper and Row y Seix
Barral, la revista Nuevo Mundo en París, dirigida por Emir
Rodríguez Monegal, la súbita transformación de Latinoamérica en
disciplina académica y gracias también al aporte de algunas figuras
claves como la agente literaria Carmen Balcells y el traductor Gregory
Rabassa, individuos éstos cuya participación fue decisiva en el
lanzamiento masivo de la nueva novela hispanoamericana.
Pero sería inexacto e injusto reducir el surgimiento
de este estruendoso fenómeno literario/editorial a causas de naturaleza
puramente económicas o incidentales. También tuvo un período de
gestación intraliterario. La novela hispanoamericana evolucionó, lenta
aunque inexorablemente, hacia modelos discursivos que contribuyeron a su
internacionalización. La crítica ha sido casi unánime al considerar que
la explosión comercial de la nueva novela latinoamericana se inicia con
La región más transparente (1961) de Carlos Fuentes, y que se cierra con broche de oro con el éxito arrollador de Cien años de soledad (1968), de Gabriel García Márquez.
El substrato político que compartían los novelistas del boom,
y con el que formarían una alianza fue, sin duda, la Revolución cubana.
Alrededor de ella se polarizó la intelectualidad latinoamericana de la
época. La Habana se convirtió en la capital cultural y política de los
escritores del período. A principio de los años 60, el espaldarazo que
los escritores hispanoamericanos (sobre todo, los no cubanos) dieron a
la Revolución fue enorme. Pero esa alianza político-literaria también
fue una remunerada estrategia. La relación fue de ayuda mutua: tanto la
Revolución como los intelectuales se beneficiaban de ella. Una
revolución entre cuyas prioridades nunca se encontró la cultura, y mucho
menos la literatura, se vio de pronto respaldada por ésta. Por lo que
un “negocio”, al parecer tácito y razonable, se puso en marcha: la
Revolución pondría el marco físico, cultural y el debate ideológico; los
intelectuales, su talento, popularidad e influencias, defendiéndola.
Carlos Fuentes, uno de los novelistas más eminentes del boom,
esperó a Fidel Castro en su entrada triunfal en La Habana donde el
escritor mexicano le manifestó al líder cubano su profunda admiración e
incondicional apoyo. Ese apoyo sería casi uniforme hasta principios de
la década de los 70, cuando algo ocurre en Cuba que lo agrieta: el caso
Padilla.
A pesar de que en los años 60 el boom tenía
uno de sus centros neurálgicos más importantes en la ciudad de La
Habana, y a pesar de que éste evolucionó rápidamente hacia lo que sería
el marco literario más prestigioso de la América Latina, Reinaldo Arenas
se sitúa política e ideológicamente fuera de sus coordenadas.
Distanciado en lo personal de la ideología del boom (por la razón
que fuera), Arenas no pudo contar ni con la ayuda que esos
intelectuales le brindaron a un José Lezama Lima, por ejemplo. De hecho,
debió ser para Arenas un verdadero martirio ver cómo la intelectualidad
latinoamericana le brindaba un apoyo prácticamente incondicional al
régimen castrista. No olvidemos que para 1964, el autor ya había
descubierto que “la Revolución” no era otra cosa que una dictadura de
extrema izquierda, con todo lo que ello implicaba. En una entrevista que
ofreció a Roberto Valero en 1986, Reinaldo Arenas se expresaba en estos
términos:
“RA- Ya en aquel pasaje de Celestino de los
soldados del castillo que no los dejan entrar hay cierta alusión a la
revolución cubana. La revolución había sido hecha por nosotros mismos y
ya no teníamos acceso a ella.
RV- ¿Ya estabas desencantado?
RA- Ya, evidentemente, era el 64. Recuerdo que me di cuenta de eso. (...) (Valero 77).
Sin embargo, aunque políticamente desvinculado del boom,
Arenas no pudo hacer mucho por distanciarse estéticamente de su época.
De hecho, fue un escritor de los años 60, un resultado del legado
narrativo de su tiempo y de su entorno socio-político. Amargado con el
rumbo totalitario (y homofóbico) de la Revolución cubana, Arenas no se
sumaría a las posiciones políticas o filosóficas asumidas por los
narradores del boom latinoamericano, aliados ideológicos del
régimen castrista. En una realidad altamente politizada, donde lo que
cuenta no es la literatura ni la belleza sino el compromiso político con
la Revolución, los escritores del boom —no así su estética— se
convierten para Arenas en versiones, con rostros y nombres, del
enemigo. Sin embargo, las nuevas ideas y estrategias narrativas
introducidas por escritores como Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Mario
Vargas Llosa habían creado un modo de narrar que no tenía retroceso.
Arenas no sólo participa de esa experimentación (consciente o
inconsciente de ello) sino que hace aportes a ella.
Es posible conjeturar que el resentimiento de Arenas hacia los escritores del boom
se basó en su discrepancia política, ideológica y hasta existencial con
ellos. Como dato curioso, en la entrevista que Francisco Soto le hace a
Reinaldo Arenas, y que después aquél recoge en su libro Conversación con Reinaldo Arenas, el autor le pregunta al novelista cubano por la influencia que en Otra vez el mar (la primera versión de esta obra data del período 1966-1969) pudo haber tenido la novelística del boom latinoamericano.
Pero Arenas no contesta la pregunta, o la responde con una evasiva. No
podía ser de otro modo para un escritor notable que fuera marginado,
directa o indirectamente, por la oficialidad y de cierto modo, por los
novelistas del boom, quienes nunca se preocuparon por su suerte. Años más tarde, en su libro de ensayos Necesidad de libertad (1986), Arenas calificaría de miserable
la actitud de Gabriel García Márquez cuando, tras los acontecimientos
de la Embajada del Perú en La Habana en 1980, el escritor colombiano
aplaudió desde la tribuna dictatorial la decisión del régimen de darle
una salida a la crisis política cubana haciendo que ciento veinticinco
mil cubanos se lanzaran al mar en inseguras lanchas y en botes privados
con el fin de abandonar su propio país (el éxodo del Mariel).
En 1981, Donald Shaw ubicaba a Reinaldo Arenas dentro de un llamado boom junior, especie de subcategoría tardía que, según Shaw, se gestó a la sombra, y muy casi a la par, del boom madre o estallido inicial. En su libro Nueva narrativa hispanoamericana (1981), Shaw afirma:
“Lo que ha sucedido es que a la sombra del boom
se ha creado un “boom junior”; han surgido autores como Puig, Sarduy,
Bryce, Del Paso y Elizondo, quienes (sobre todo en el caso de Puig)
disputan la preeminencia del grupo original” (Shaw 161).
Y seguidamente incluye a Reinaldo Arenas entre los miembros del boom junior.
La inclusión que de él hace Shaw en 1981 es significativa porque con
ella queda ubicado el escritor cubano dentro del contexto más amplio de
la literatura latinoamericana post-boom.
Antes de continuar, debo confesar mi incomodidad con
el término empleado por Shaw para designar a este talentoso grupo de
intelectuales post-boom (boom junior). Creo que un nombre que con mayor precisión identifica a esa promoción de escritores por entonces emergentes es el de ficción posmoderna, pues estos intelectuales trataron de distanciarse en sus obras de las características que enmarcaron la narrativa del boom. Esto es, los narradores post-boom
son parte de la nueva novela latinoamericana, pero no constituyen una
continuidad de los principios estéticos establecidos o popularizados por
la narrativa inmediatamente precedente, a pesar de que sus autores se
hayan servido de muchas de las innovaciones introducidas por ella. He
aquí algunas de las características de esa narrativa ficcional
posmoderna que ilustran los esfuerzos de estos narradores por labrarse
un camino propio:
Tomemos a Fernando Del Paso a modo de comienzo. En José Trigo
(1966), el autor todavía hace un empleo de elementos mitológicos
—mitología que de cierta forma nos retrotrae a los escritores del boom—, pero la estructura piramidal de esta novela aparta a su autor de los escritores más representativos del boom. En unos años, Del Paso se distanciaría aún más de la narrativa precedente: en Palinuro de México
(1975), el autor centrará su atención en el lenguaje como sujeto de la
enunciación (rasgo de factura posmoderna) y en técnicas puramente
verbales como la enumeración. En esta novela, unos 128 personajes
ficticios se enteran del nacimiento de Palinuro.
En Gazapo (1965), Gustavo Sáinz impone ya su
propio sistema narrativo, apartándose de las técnicas narrativas que Del
Paso emplea en su monumental Palinuro. Las preocupaciones
narrativas de Sáinz se centran más bien en la incorporación del mundo de
la cultura popular a su obra, en el rechazo a toda solemnidad, en la
irreverencia de la juventud, en la rebelión contra los valores
burgueses, en la incorporación profusa del lenguaje hablado en la
textualidad, etc. Por su parte, Salvador Elizondo muestra en Farabeuf (1965) una marcada preferencia por la novela en tanto ideograma, con la constante de la negación del tiempo cronológico. Y en Gestos
(1963), Severo Sarduy establece su sistema narrativo a partir del
barroco, oponiéndose con ello a la idea de linealidad renacentista que
exhibe gran parte de la narrativa precedente. Manuel Puig, en cambio,
como Sáinz, se vale del lenguaje hablado para construir los universos
ficcionales —este es el caso en La traición de Rita Hayworth, (1968) y en Boquitas pintadas
(1969). Puig se interesa en mostrar el doloroso contraste existente
entre la detestable realidad y los clichés culturales que la sustentan,
como el cine, las fotonovelas o las canciones sentimentales.
Reinaldo Arenas comparte muchas de las técnicas o
sistemas narrativos de estos escritores posmodernos. Con Sarduy comparte
la profusa experimentación a partir del lenguaje, la marginalidad, el
concepto de la vida entendida como máscara, el humor absurdo, etc. Con
Puig, el erotismo, la soledad del hombre moderno, la evasión psicológica
que impone una realidad omnipresente y decepcionante (aunque ambos
autores difieren en estrategias narrativas fundamentales). Con Adriano
González León (en País portátil, 1968) comparte la ironía y la frustración del intelectual latinoamericano ante la opresión sistematizada del poder.
Reinaldo Arenas se puede ubicar más cómodamente dentro de la ficción posmoderna latinoamericana (la que Shaw denomina boom junior)
que dentro de la narrativa cubana revolucionaria. El sistema narrativo
del autor se sale de los rígidos parámetros estéticos establecidos con /
por la Revolución cubana. Sólo podría ubicársele dentro del sistema
ideo-estético de la Revolución de dos maneras: por los temas que aborda
en sus obras y/o by default, esto es, en la medida en que el autor trató de separarse de éste.
La aparición de Reinaldo Arenas en el escenario de la
literatura cubana de la época fue indudablemente intempestiva. Pero
desde los comienzos mismos, el novelista intenta eludir los modelos
narrativos fomentados por la Revolución, apartándose radicalmente del
discurso político de ocasión y de la ferviente retórica revolucionaria.
Esa actitud lo llevaría a explorar sistemas narrativos inéditos dentro
de la literatura cubana, mucho más cercanos al contexto más amplio de la
novelística posmoderna hispanoamericana. No sólo el discurso areniano
fue desde sus comienzos avasalladoramente diferente al oficial sino
también su posición filosófica ante la existencia. El universo del autor
está más a tono con un angustioso nihilismo de serias connotaciones
autodestructivas que con toda la jerga marxista-leninista de la
Revolución. Sus valores no se pueden explicar tampoco a partir del
remedo existencialista reinante en la isla en los años 60, sino como
parte de la desesperación. En el aspecto puramente ideológico, las
diferencias entre el escritor y la Revolución eran prácticamente
insalvables, por lo que Arenas arremete tanto contra los esquemas
narrativos fomentados por la Revolución como contra sus valores. Aunque
ese proceso contra el mundo sería doloroso y sumamente difícil,
el autor cubano escribiría bajo sus efectos algunos de los textos más
originales, insólitos y furiosamente hermosos de la narrativa cubana del
siglo XX.
OBRAS CONSULTADAS
Arenas, Reinaldo. El mundo alucinante. Caracas: Monte Ávila, 1982.
Shaw, Donald L. Nueva narrativa hispanoamericana. Madrid: Cátedra, 1981.
Valero, Roberto. El desamparado humor de Reinaldo Arenas. Coral Gables: University of Miami, 1991.
© Miguel Correa Mujica 2008
Miguel Correa Mujica
Escritor cubano (1957). Reside en Nueva York desde 1980. Profesor
asociado en la City University of New York. En 2002 se doctoró en
literatura española e hispanoamericana con una tesis sobre Reinaldo
Arenas. Ha publicado las novelas Al norte del infierno (1984) y Fragmentos del discurso humano (2000). Publica crítica literaria en diversas revistas hispanoamericanas.
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid
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