¿Cuál sería la expresión del poeta Jacques Roumain si viera hoy Haití, su país, completamente deforestado, asolado por la mayor miseria de todo el continente americano? ¿Cómo recibirían sus ojos las imágenes del asesinato de Walter Scott, disparado por la espalda por un policía blanco, en Carolina del Sur, Estados Unidos? Se mantendría en silencio unos minutos, tal vez; horrorizado, sin duda; quizás con las manos tapándose la boca, o encendiendo temblorosamente un cigarrillo y pensando que no hay poesía ni revolución que lo sean si nada cambian.
Con Jacques Roumain ocurre lo mismo que con cuanto acontece en Haití: se desconoce, no trasciende, se silencia. Murió en 1944 —con solo 37 años— y los motivos de su muerte no están claros aún: cirrosis, intoxicación, malaria, nadie sabe a ciencia cierta, lo único aseverado es que se fue una mañana de diciembre que llovía torrencialmente en Puerto Príncipe. Había vuelto a su país después de casi seis años de exilio. Es una de las tristes paradojas de la Historia que Haití, la primera nación donde se abolió la esclavitud, en la que triunfó una revolución anticolonial en 1804, sea hoy día el país de mayor miseria de toda América. 
La excepcional rareza histórica haitiana permitió que un mulato, como Jacques Roumain, creciera en el seno de una familia aristócrata —su abuelo fue presidente del país en 1912—. La rareza, no obstante, era solo formal. La división clasista de la sociedad haitiana era la misma que en el resto del mundo. Y en 1915, para mayor igualdad, EEUU desplegó fuerzas militares por Puerto Príncipe, asumiendo el control político y económico del país. Roumain, en edad escolar durante aquel período, disfrutó de la alta educación de los de su clase, cursando todos sus años de formación superior en Europa, lejos de la patria ocupada. No era extraño que se convirtiera, como así fue, en el más destacado de los escritores de su país. Era menos de esperar, sin embargo, que además de convertirse en la primera pluma haitiana, se revelara —y rebelara— como líder popular y, ni más ni menos, como fundador del Partido Comunista de Haití. El papel histórico que jugó y su prematura muerte, junto con la publicación póstuma de su celebrada novela, Gobernadores del rocío, proveyeron su figura de un carácter mítico: el del líder y poeta revolucionario.
Los dos más destacados poetas negros del siglo XX, Nicolás Guillén y Langston Hughes, fueron los principales valedores de Roumain, a quien consideraban un novelista y poeta de primer nivel mundial. Sin embargo, el autor de Gobernadores del rocio es hoy un completo desconocido más allá de las fronteras de su patria. Se hace casi imposible encontrar una edición en español de sus obras, a pesar de no ser demasiadas: solo una novela larga, una corta, una breve colección de relatos y varias decenas de poemas, más sus escritos periodísticos y científicos —era también un destacado etnólogo, fundado del Museo Etnológico de Haití—; obra completa para su corta vida, pero, precisamente por este motivo, reducida. Debería ser motivo de indignación o de sospecha que un autor de la calidad de Roumain permanezca en el olvido, particularmente, que el autor de algunos de los más poderosos poemas sociales y humanos del siglo XX no se conozca.
Sin duda, tuvo que ser una conmoción para la élites haitianas y los ocupantes norteamericanos que un hijo de la aristocracia mulata, que un privilegiado, educado en los mejores colegios de Suiza, decidiera sacrificar su herencia para liderar el proceso de segunda independencia en su país, y ser el dirigente que llevara al movimiento indigenista las propuestas revolucionarias. A su vuelta de Suiza, con apenas 20 años, Jacques Roumain se situó a la cabeza del movimiento juvenil, llegando a ser presidente de la Liga de la Juventud Patriótica Haitiana. Pasó pronto por la prueba de fuego que pone de manifiesto la determinación del compromiso revolucionario: la prisión. Tras ocho meses de cárcel, hace tres cosas importantes: se casa, publica su primera novela —corta—, La montaña embrujada, y funda el Partido Comunista de Haití. En 1934, con el partido prontamente ilegalizado y obligado a la clandestinidad, Roumain volvió a ser condenado. Era la cuarta vez que estaba entre rejas. En junio de 1936 sale de la cárcel; a sus 29 años recién cumplidos, ha pasado ya dos y medio encarcelado. Casado y con hijos, afronta el exilio, que le llevará a París, Bruselas, La Habana, Nueva York. 
Si la narrativa de Jacques Roumain, de una sintaxis precisa y depurada, le confiere con apenas unos pocos relatos y novelas a medias el prestigio de mejor prosista de Haití; su poesía será merecedora del reconocimiento mundial. Sus poemas juveniles, los del joven recién llegado de la educación extranjera y del primer esposo y padre, demuestran un simbolismo grácil, un manejo de las formas y los ritmos magistral y de original hondura: «Un rebaño de bisontes emigra del oriente al / occidente, y la noche llegó como una mujer de luto» —cierra el poema Tormenta—. Pero el Roumain más perfecto y acabado, más seguro de sí mismo como poeta, se expresa después, transitando de la honda contemplación del paisaje a la intervención sobre el mismo, para llegar a la torrencial musicalidad de sus últimos poemas sociales. En 1931, los primeros versos del poema Cuando suena el tambor, despiertan la mirada poética a la acción: «Tu corazón tiembla en la sombra, como el reflejo / de un rostro en la onda agitada».
Mención aparte merecen sus dos más largos poemas, que constituyen la cumbre de su obra y la máxima expresión de su doble labor, como artista y político: Madera de ébano y Sucios negros.
Madera de ébano —escrito en Bruselas en 1939—, hace de su evocación personal —»África he guardado tu memoria África / tú estás en mí»— una llamada militante en la tradición de la poesía de guerra española. Los primeros versos de su preludio estallan en el papel con un brillo combustible: «Si el verano es lluvioso y triste / si el cielo nubla el estanque con un párpado de nube / si la palma se desanuda en jirones / si los árboles permanecen orgullosos y negros en el viento y la bruma / si el viento abate sobre la sabana un pedazo de canto fúnebre / si la sombra se acurruca alrededor del fuego apagado del hogar / si un velamen de alas salvajes lleva la isla hacia los naufragios / si el crepúsculo ahoga el vuelo desgarrado de un último pañuelo / y si el grito hiere al pájaro / tu partirás».
Pero Sucios negros es, sin duda, su mejor y con justicia más conocido poema. «Y bien aquí estamos: / nosotros / los negros / los niggers / los sucios negros / no aceptamos más / está claro / se acabó /  ser en África / en América / sus negros / sus niggers / sus sucios negros». No queda ya en Roumain nada del mulato rico. Un poema de versos cortos, una sola palabra muchos de ellos, cuyo recitado es como el tableteo de una ametralladora. Sucios negros es el poema, quizás, que escribiría Jacques Roumain si viviera en esta época, si antes no lo hubiera escrito, el poema que saldría de su máquina de escribir después de haber fumado, consternado, un cigarro tras ver el paisaje mísero y deforestado de Haití, tras ver en televisión a un policía disparando por la espalda a un hombre negro y pobre, a un nigger, a un sucio negro llamado Walter Scott.