Prólogo a
"Violín y otras cuestiones" de Juan Gelman 1956
RAÚL GONZÁLEZ TUÑÓN
«Los poetas son los
legisladores no reconocidos del mundo.»
SHELLEY
No hace mucho, en «La Máscara», siete poetas de la novísima
promoción leyeron algunos de sus poemas inéditos. Todos me parecieron
inspirados y bien orientados. Particularmente me interesaron los poemas de Juan
Gelman, sobre todo «El caballo de la calesita», que considero magistral, y
empieza así:
Trajín, ciudad y tarde
buenos aires.
Aire de plaza, ruido
de tranvía.
(Galopando una música
de tango
gira el caballo de la
calesita.)
Desfilan hechos, seres, el alma del poeta, y termina:
Iba sin una luz, sin una rosa, sin un poco de mar, sin un
amigo.
Me vio el caballo de la calesita,
me vio tan solo que se fue conmigo.
Y ahora en mi corazón y desde entonces,
transitado de niños y de risas,
prisionero en mi música voltea
gira el caballo de la calesita.
(Tiene el ojo pintado. Su corazón es de madera limpia.)
Ahora el poeta publica su primer libro y después de leer los
poemas que lo integran, yo saludo en su autor, no ya a una brillante promesa,
sino a una vehemente realidad, a un poeta con acento personal —con «predio
propio» —que ya es mucho pedir en un
joven, cuando hay algunos consagrados que todavía arrebatan giros, metáforas,
temas, a otros colegas, menos afortunados pero más honrados.
Con Violín y otras cuestiones 1956 Juan Gelman irrumpe
dignamente en la poesía de habla española y el círculo universal de la rosa. En
su libro palpita un lirismo rico y vivaz y un contenido principalmente social,
pero social bien entendido, que no elude el lujo de la fantasía. Juan Gelman no
es un evadido de la realidad, como
desearían los teóricos reaccionarios de un artepurismo imposible; ni
tampoco un «editorialista en verso», un
simple propagandista, como querrían que fuera los agrios críticos sectarios, los que ignoran
que en la conciencia del poeta, del creador, habrá siempre un terreno
inalienable que no podrá ser hollado.
En este singular «Violín» y en las Otras Cuestiones flotan
saludables vientos de afirmación civil, y aun en tal o cual poema desgarrado,
casi patético, sin aparente salida, alienta el optimismo histórico. Su poesía
no responde a tal o cual preceptiva rígida, y a través del poeta, porteño,
nacional, muy nuestro, se ve al ciudadano del mundo, por eso mismo. Su forma es
ágil, fresca, variada en tonos y matices. Prevalece el verso libre, y es
lógico, porque corresponde al fondo. Pero Juan Gelman también demuestra que
puede escribir un soneto, aunque no como los que circulan por ahí, de los que hemos
llamado los «terribles sonetistas del domingo», tipo González Lanuza, simples ejercicios retóricos.
Juan Gelman ha puesto en ese soneto su personalidad; cuenta «cosas»... Se trata
de dominar y utilizar todas las formas: lo importante es la intención moderna
que se pone dentro, el talento, y
cualquier forma resulta enaltecida cuando se consubstancia con el contenido.
Habrá quien diga que Violín y Otras Cuestiones no está en la
línea «formal» tradicional. Pero ¿existe
en nuestro país determinada tradición? Hay quienes pretenden que esa tradición
se basaría fínicamente en el esplendor «gauchesco», o únicamente en el ruidoso y brillante arsenal
de la rima lugoniana. Esto es falso. En
nuestro país de aluvión, atropellado y prometedor, la diversidad de estilos,
formas y temas daría la tónica. No podría decirse que nuestro pasado poético
esté exclusivamente representado por el romance, el soneto, la copla, la
décima, el verso rigurosamente rimado, el verso absolutamente libre, etc.,
etc., etc.... (Ni siquiera se comprende la sujeción a determinada forma
tradicional en la vieja Francia, por ejemplo, y en ese sentido no estamos de
acuerdo con el admirable y fecundo Aragón — a quien ya aplaudimos por haber
dirigido la feliz batalla contra los reaccionarios y contra los sectarios en su
patria— que sugiere el regreso al soneto
clásico y la solemne arquitectura de Racine y Corneille, lo cual es
absurdo porque, además, lo mejor de la
tradición francesa está en el genio de Frangois Villon, en su eterna frescura,
en las audacias de Baudelaire, Rimbaud, Tristán
Corbiére, Verlaine, Charles Cross, Alfred Jarry y otros, hasta los
modernos, el citado Aragón, el inolvidable Paul Eluard [que sigue siendo el
poeta más grande de nuestros días en el mundo], el malogrado Robert Desnos,
asesinado por los nazis, etc.).
En nuestra tradición, en todo caso, se mezclan, a través del
tiempo, románticos como los de Mayo y los de la generación de Echeverría, en la
huella del innovador [Vítor ]Hugo, en su acento civil; el «gauchismo» [La
literatura gauchesca es un subgénero propio de la literatura latinoamericana
que intenta recrear el lenguaje del gaucho y contar su manera de vivir. Se
caracteriza principalmente por tener al gaucho como personaje esencial, y
transcurrir las acciones en espacios abiertos y no urbanizados (como la Pampa
argentina] genial de los cultos Ascasubi [Hilario], Hernández [José Rafael
Hernández (Chacras de Perdriel, 10 de noviembre de 1834-Buenos Aires, 30 de
octubre de 1886) fue un militar, periodista, poeta y político argentino,
especialmente conocido como el autor del Martín Fierro, obra máxima de la
literatura gauchesca. En su homenaje, el 10 de noviembre —aniversario de su
nacimiento— se festeja en la Argentina el Día de la Tradición.], del Campo
[Estanislao]; los suntuosos versificadores lugonianos con el maestro cordobés a
la cabeza; el urbanismo del Carriego legítimo de «La Canción del Barrio»; el porteñismo
y el internacionalismo de muchos de los poetas del movimiento «martinfierrista» y el grupo de
«Boedo», casi todos, hijos de españoles e italianos; la poesía popular, la
payada, de Gabino Ezeiza, de Betinotti; la poesía lunfarda de Carlos de la Púa
y la del fanguero Celedonio Flores; el decoroso tono menor de poetas del Litoral, como José Pedroni
(en su origen, lugoniano), hoy lanzado a más altas resonancias civiles, y el de
Juan L. Ortiz, tenue, delicado, muchos
de cuyos versos aparecen atravesados por ráfagas rilkeanas; el aire pueril de
copla de algunos poetas norteños, cultores de un muy discutible, poco auténtico folklore; la poesía cálida y valiente de
algunos poetas que devinieron revolucionarios, los auténticos, aquellos en
quienes Calíope no ha ahogado a Erato, etc....
Entre estos últimos nosotros incluiríamos a Juan Gelman,
quien recién comienza y ya está maduro; que es un joven joven (porque también
hay jóvenes viejos) y ahora transcribo
estos párrafos (que cito en mi artículo sobre «El movimiento Martinfierrista» y
el «Grupo de Boedo») tomados del editorial del primer número de aquella notable
revista que se llamó Proa, dirigida por Ricardo Güiraldes, el gran animador,
que fuera atacado por fascistas y por la crítica oficial,y con quien tratan de
ensañarse hoy algunos sectarios mal informados y malévolos: «Sin temor ni
hipocresía declaramos nuestro amor por todo lo que signifique un análisis o una nueva ruta. Y
éstos se revelan indistintamente en el joven y en el viejo. Declaramos que la
nueva generación no está limitada por la fatalidad temporal y biológica, y que
vale más para nosotros un viejo batallador que diez jóvenes negativos o
frívolos».
Hay un hecho que nos llena de emoción y de orgullo: en este
país, donde la mayoría de los editores
subestiman a la poesía, y, como hemos dicho antes, para que el libro de un
poeta sea publicado, el autor tiene que empezar por no ser argentino, y si lo es, sus versos deben ser
anodinos, conformistas, inofensivos.
Violín y otras cuestiones, de un poeta prácticamente
desconocido, aparece con el honroso
rubro de Manuel Gleizer, «el último romántico de los editores», como lo llamara mi hermano Enrique, que hizo conocer
a toda una nueva generación de poetas,
ignorados en su mayoría o algunos de los cuales ya combatidos por la pacata y chata crítica oficial. Cerrada la
famosa librería de la vieja calle Triunvirato,
liquidada la Editorial de tanto prestigio, el querido Gleizer siguió en
la brega, y ahora se ha encargado de
este libro de un novel, en el cual yo saludo sin vacilar a un gran poeta. Con Violín y otras cuestiones
—aquí veo todo un símbolo— se inicia la
colección «El Pan Duro» y otros jóvenes inéditos serán revelados. Así, el
más viejo de los editores publica al más
joven de los poetas, cuando las empresas
editoras más poderosas se resisten, generalmente, a publicar libros de
poetas argentinos consagrados, y con más
razón si se trata de jóvenes desconocidos...
Juan Gelman es un joven joven, repito, y su libro aparece en
momentos en que, entre algunos de la
nueva hornada, se advierten jóvenes viejos, por su mentalidad retrógrada y su visión
reaccionaria de la poesía y de la vida; de regreso a la simple versificación unos, aferrados
otros al fatalismo místico y otros cayendo
en el «lorquismo» (pero lejos del gran acento de «Poeta en Nueva York» y
el intenso sentido popular del teatro de
Federico) y en el «nerudismo» (pero tomando
lo que en el propio Neruda ya es saturación, nueva retórica) o bien se
fugan con Elliot, el poeta cortesano,
artificioso e infecundo. No olvidamos a quienes
tardíamente imitan técnicas superadas o que tuvieron sentido en un
tiempo y de ellas sólo queda lo que fue
más auténtico, poesía de supuesta inspiración
«prenatal», prosa «cortada en forma de verso», ausencia del punto y
coma, etc.; tema que hemos ya tratado en
otra parte. Pero Juan Gelman no está solo. Hay
muchos que avanzan por la misma ruta, cada cual con su estilo.
Integran este libro poemas de clima porteño, entrañable, que
tocan el barro y rozan la nube, pero
entre los cuales no faltan aquellos que son un toque de solidaridad con los
dolores y las esperanzas de otros pueblos. Un mundo de sucesos, corrientes o
extraños, seres, imágenes, ilusiones, júbilo, drama, amor y lucha, en el que gira el mágico caballo de la
calesita, y otros poemas muy bien logrados como «Crepúsculo distinto», «Oración
de un desocupado» y tantos otros, sin
que ni uno solo de los que forman el libro escape al sello personal, la
sorpresiva trouvaille, el vuelo de la
imaginación y la profunda sencillez de lo cotidiano... Y siempre la vida, su exaltación, su defensa,
que es la defensa de la poesía, porque él lo dice: «La poesía es una manera de vivir»...
Y siempre el canto, hasta en un pañuelo,
porque hasta «en un pañuelo la primavera canta». Y un fondo musical reiterado de violines, alegres y
melancólicos, delicados y varoniles. ¡Singulares violines!... Sin duda, el autor no toca el
violín de verdad, y si lo toca lo hará muy
mal, como ocurrió con el hoy célebre aduanero Rousseau, descubierto por
el impagable Guillaume Apollinaire. Pintaba los domingos, tocaba el violín a
menudo. Los vecinos protestaban por esto; la posteridad lo considera uno de los
más grandes pintores... El douanier no sabía que su verdadera vocación era
la pintura. Pero Juan Gelman sabe muy
bien que la suya es la poesía, la «manía de cantar»...
«Jamás la poesía de la tierra se extingue», dijo John Keats,
y dijo una gran verdad. A cada generación, en cualquier lugar del mundo, surje
un nuevo poeta para probarlo.
RAÚL GONZÁLEZ TUÑÓN (Poeta
y periodista argentino).