Un poema de Antonia Álvarez: Domingo, 31 de octubre de 1943
Toñi Álvarez ha decidido editar esta
memoria de un tiempo y un paisaje para que hallen tierra y luz tanto consuelo y
tanto desasosiego como aquellos que le provocaron escribirla. Dice de ella José Enrique Martínez que está impregnada de tenue melancolía. A lo
que añadiría que crece sobre un intento de voluntad sanadora. Que está escrita con la
humildad del testigo que vio, sintió, no olvidó y procura saldar la cuenta
abierta consigo mismo, con su antes más fértil: el frío y sus leñas, las aguas mínimas,
la nieve de los días, el amparo de los mayores, la voluntad lectora del abuelo, el
rigor de la posguerra como telón que no caduca, la evocación sin fisuras de un
momento y sus gentes.
Todos
los relojes señala el año 1943 como su eje de construcción, como símbolo de territorio
emocional. Y señala el valle de Babia como coordenada espacial, el lugar de su
infancia. Tiempo y espacio para el necesario enigma emocional que toda
construcción íntima necesita. Los poemas se fechan y titulan en la ladera
oscura del aquel otoño de penuria española y de guerra occidental. Un hombre,
Venancio Álvarez, huérfano temprano que fue, acaba de enviudar con la casa
llena de hijos. Y es este un dolor que aquí se canta. Hablo de un buen lector, de un
derrotado contador de historias. Hablo del abuelo de Antonia Álvarez, compañero en los aires de su niñez.
Los poemas bregan con el invierno (jamás se olvida el frío),
con la escasez y el desamparo de los años, con una subsistencia desolada que no
se rinde. Todos los relojes es un
poemario en donde entre rigores crece la ternura más sensible, donde se explora hondo “por caminos
de niebla y de zarzales”. Y como trasfondo de aquella realidad de crepúsculos
cárdenos, como contrapunto aliado, el afán creador que en otras partes del
mundo en llamas mantienen Ana Frank,
en su buhardilla del miedo, y Hermman Broch
en su exilio de New Jersey. La una halla la libertad en un diario, el otro
levanta tembloroso La muerte de Virgilio.
El hombre y sus acechanzas son uno y el mismo en cualquier lugar, todos somos
partícipes de la obra de todos. Del existir como rutina y del éxtasis en flor. Tal vez por eso titule nuestra autora Todos los relojes, todos los tiempos son
nuestro tiempo, a esta entrega. Tan medida, tan meditada, tan transitiva, tan
de poeta cierta. Tan de quien sabe que alguna vez se apagará en nuestra ventana
el sol, o cesarán en su trinar los pájaros, pero no sin dejar testimonio de la
emoción que somos, de lo que fuimos y nos sostiene. Hablo de que para esto, y
no para otra cosa, ha servido siempre la poesía digna de su nombre. Esta.
Domingo, 31 de octubre de 1943
Dónde
hilarás la luz de tu voz suave,
en
qué tercera rueda
de
arcángeles y nubes
avanzarán
tus pasos de ave leve,
tus
pasos sigilosos que velaban
silencios
en la alcoba, los silencios,
silencios
como manos cariciosas,
como
manos del pan, dentro, en la artesa,
tu
risa bajo el árbol de los siglos,
tu
risa que amanece entre los labios
cerrados
de otra pálida mañana,
tu
risa de mañana y de campana,
y
este silencio pesa como el sueño
que
conduce al olvido donde moran
las
hadas voladoras, las malvadas,
las
brujas del espanto.
Este
silencio ronda entre la nieve,
y
es un lobo de Gubbio este silencio.
Dónde
tus sueños, dónde aquellos ojos
tan
jóvenes de sol, que sonreían,
y
el sol hería al niño de tus ojos,
la
pública bondad de tu mirada.
La
tierra está más triste:
son
los versos
que
lloran por las rosas de la tarde.
En
la página abierta, duermevelas
de
un Bécquer matador de golondrinas;
yo
recuerdo, en tu voz, que regresaban
de
los rincones del amor, oscuras,
hasta
poblar los cielos y poblarte.
Está
el libro cerrado. Tú no vuelves.
Hay
un niño llamando a la ventana,
y
he de abrir el silencio.
Espera
un poco.