Canto a Alicante (España). A 40 klm. de Benidorm. Tiene hermosas playas, una vida tranquila en una ciudad Mediterránea cosmopolita de unos 330.000. Ramón Fernández Palmeral (escritor y poeta) se ha enamorado de su ciudad y le escribe 50 cartas o reflexiones emocionantes. Ramón Palmeral reside en Alicante desde 1990. Son cartas de amor Alicante, su nueva tierra de adopción y, como resultado en el tiempo, porque el tiempo es un tirano y el mejor de los testigos nos asombran sus frases, su léxico y la forma de relatar. Su estilo y punto de vista alcanza cotas de lirismo elevado con una prosa dulce y poética. Un placer de lectura para lectores antentos. Palmeral ha ganado varios premios de poesía en Alicante. Considerado una persona afable y cercana en la cultura de la ciudad. Un libro de los considerado RARO.
Libro con fotografías de Alicante
100 páginas
Recomendado para turistas
Crónica 5.- La Explanada de España
«El corazón es
un piano en mitad del pecho», asegura mi amigo Algazel, un filósofo ambulante
del que desconozco su nombre, al que he bautizado así en honor al filósofo
árabe medieval crítico de la metafísica aristotélica.
Es
asiduo de la biblioteca pública del Paseíto Ramiro, entre cuyas palmeras, antes
de la remodelación, se erigía un pedestal sin busto de Rubén Darío, y cada día
Algazel pasa por el arco detector de ladrones de libros, se sienta en aquellos
«semibajos» asientos hojea/ojea todos los periódicos y se emborracha de
noticias frescas y luego las medita, saca sus propias conclusiones, sus
razonamientos y sus propios pareceres críticos.
Tal vez
mi amigo tertuliano tenga razón en que el corazón y el piano es la misma cosa,
por eso, yo, cada mañana me echo el piano al hombro con alegría y salgo a tocar
música a mi ciudad, a inventar la ciudad alicantina, calle a calle, plaza a
plaza, edificio a edificio, a contar esquinas y las palmeras que se han ido de visita a Elche. Me
siento en una de las sillas plegables y coloreadas de la Explanada de España,
sillas de arco iris pintadas y rescato las que faltan o se llevó la noche con
su manita de estrellas, y la complacencia de la luz de la luna que raptó los
ojos de las farolas, insomnes y pálidas, y allí toco mi piano mientras observo
cómo los jardineros de las manos afiladas en la húmeda manguera riegan las
onduladas olas pétreas, apaciguadas, lentas de solería del paseo hasta borrar
la marea negra (chapapote) de la suciedad de los sonámbulos en el cubalibre
derramado que rompieron sobre las teselas los vasos de cristal.
Como un
Robinson urbano, desertor de la cama usada, he madrugado, los coches han
madrugado más que yo, la ciudad no duerme porque le sobra voluntad para
sobrevivir y sobreponerse a la luz que, parsimoniosa, desviada furia de lo
invisible, se apodera del amanecer sobre el mar harapiento de tornasoles
matutinos, y no deja que la yema solar rompa el huevo del día.
Siempre
empiezo el día por el emblemático paseo de mi amada Alicante, por la Explanada
de España, al borde del ponto, sin esquinas, condecorado de olas y sillas de
colores, y, alcanzado por esta soberbia luz levantina que te sana de los años
acumulados en sexenios, y luego, borracho de verdes esmeraldas, bajo los
abanicos de las orgullosas palmeras, tomo mi piano entre los brazos cual
guitarra de niño de pecho, y espero a que la olas petrificadas de la solería se
eleven como un sunami y lleguen a mi encuentro y me bañen los pies y la quilla
de la música, porque soy nave anclada en el muelle imaginario de tu cuerpo y de
tu espíritu que late a la sombra quieta de una ilusión perdida porque adoro
esas palmeras «desenlace de surtidor hernandiano», como cañones de corsarios puestos en batería
y en pie, apuntando al vetusto edifico del Hotel Palas que recuerda una arquitectura ya arqueológica
en la historia de la ciudad.
Las
palmeras son un fuego lacio de ramas color vejiga y curvados que ocultan las
ventanas con formas poliédricas de cristal. Algunas arecáceas se balancean y se pliegan entre
ellas, arriba, besan al sol sin odio, a toda risa sin prisa que la brisa les
carcajea.
He
dejado el piano/nave de mi corazón navegar a la deriva en medio del puerto y me
he puesto a improvisar sonetos viejos de catorce mástiles, canciones románticas
que el añejo olor a rosas empalagosas, emboscada del amor, cerró heridas y
restaño resentimientos.
Camino
hasta el Ícaro que con su tabla de winsurf quiere salir del puerto sin mojarse.
¿Cómo está el agua?, le pregunto, y no sé por qué, él no me contesta.
Viejos
domadores de años pasean sin destino fijo, perdidas las ambiciones y los
proyectos arriesgados, empeñados en ahuyentar la artrosis, fotógrafos del tiempo, y turistas, no
japoneses, con las armas inteligentes de sus cámaras digitales atestiguan de
que estoy vivo, que lo dudo, y toco una canción que acabo de componer: «Fugitivos
rayos del terco sol levantino».
Cuando las musas, ya viejas profanadoras de
la inspiración, se han cansado de oírme
aporrear las teclas de mi corazón/piano,
cometas de amor puro en arco de cuerdas románticas, todos los rayos de sol como un arpa se han confabulado en acordeones, se han
sentido proclives a la mansedumbre de la tierra que amasan raíces y abrigo de
soledades que nunca puedes quitarte de encima.
Los músicos han de partir hacia las sinfonías, este domingo sin honores,
han cosido con imperdibles de acero niquelado las partituras sobre los atriles
que vuelan notas en do, en sí, en fa... Luego pliego mi corazón de música y
navego sin remos con cuidado de no salirme de las crestas de las altas
olas/palmeras con música de acordeón, hacia las blancas horchaterías para
hacerme la prueba del nueve en cordura y sin alcohol.
Y
cuando he dado un paseo completo al estadio de la Explanada, termino cerca de la parada de blancos taxis
con fondo a la fuente «artesanía del agua» cual enhiesto surtidor de sombra y
sueño de Gerardo Diego, y el mástil con la adorada bandera roja y gualda, los
tres soldados de bronce que custodian la Plaza Puerta del Mar.
Mi corazón
es un piano melódico y una bandera grande como una Explanada de España.