POESIA PALMERIANA
Los poetas somos como los leones, después de que nos disparen podemos lanzar nuestras garras. Página administrada por el poeta Ramón Palmeral, Alicante (España). Publicamos gratis portadas de los libros que nos envían. El mejor portal de poetas hispanoamericanos seleccionados. Ramón Palmeral poeta de Ciudad Real, nacido en Piedrabuena.
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La mayor satifacción que tengo al escribir es saber que alguien me lea cuando yo esté muerto.
viernes, 20 de julio de 2012
ESPLENDOR Y DECADENCIA DE UNA CIUDAD: OLEZA
ESPLENDOR Y DECADENCIA DE UNA CIUDAD: OLEZA
(Una paráfrasis subjetiva de la Oleza de Miró)
A Rosa María Monzó Seva, perfecta bibliotecaria,
magnífica secretaria,
excelente amiga,
con todo mi afecto.
Todo estaba dispuesto en Oleza para que la vida de sus habitantes transcurriera por cauces de felicidad y de fortuna en los sucesos. Porque la ciudad „Oleza„ Era una filigrana artística en sus calles y plazas, en sus palacios y casonas, en sus monumentos „colegio de “Jesús”, catedral, Palacio episcopal„, en sus suntuosas iglesias y conventos de frailes y monjas. En los atardeceres, Oleza se recortaba toda ella en las ascuas del poniente y toda ella aparecía como ennoblecida por la comba de azul descolorido de los crepúsculos. Mas si hermosa se mostraba en los ocasos, las mañanas olecenses eran resplandecientes; pues nada más amanecido, el aire era traspasado por la música del campaneo proveniente de los racimos de campanarios, cúpulas y espadañas; se adornaba Oleza con el azul purísimo de su cielo, atravesado por la aguja de los cipreses y las araucarias de los hortales domésticos y claustros conventuales. Con la llegada del mediodía, la ciudad se encendía con el brillo de la luz solar… Además, Oleza se aupaba entre los lienzos verdes de sus huertos entre los barbechos tostados, las hazas encarnadas, los cuadros de sembradura; la abrazaban las palmeras, la plateaban los innúmeros olivos; los montes que la respaldaban, adelantaban sus faldas, ensangrentadas del pimentón hasta los mismos arrabales de la ciudad.
Como envueltos en esa casi edénica naturaleza y moviéndose entre la elegancia urbana, vemos el vivir y el bullir de unos seres humanos que aparecen como transidos por el ambiente y que, en consonancia con éste, su vivir se caracterizará por un ritmo lento, pausado, sin prisas ni arrebatos; tan es así que los percibimos como si fueran “estampas”.
Entre esos seres quiero destacar uno: un caballero llamado don Daniel Egea, dueño de una rica y amplia heredad bautizada como “El Olivar de Nuestro Padre”. Esas tierras parecían bendecidas porque recibían un laboreo continuo y estaban cruzadas por el río Segral, el mismo que, también, atraviesa la ciudad. Es hacienda en la que se cultivan legumbres, maizales, cáñamos; en ella se crían vacas y terneros, cerdos y distintas familias de aves. Asimismo es tierra de almendrales y cereales. Da la impresión de que todo en la heredad está plantado para converger y dar lustre a un noble casilicio, que se yergue en una plaza agrícola con cipreses y mirtos y toda clase de plantas florales.
Don Daniel tiene su cohorte compuesta por unos hombres que parecen como acartonados y que son sus amigos, que no confidentes. Son el erudito don Amancio Espuch, el penitenciario don Cruz, el híspido y rudo padre Bellod, el modesto homeópata Monera. Todos ellos pobres caballeros de Oleza. También don Daniel buscaba refugio entre ciertas mujeres olecenses, pocas: doña Corazón Motos, su prima, que le aguardaba siempre sentada como en actitud de espera con sus manos en el seno enbarnecidas con sebillo de bergamoto; o la fiel servidora Jimena… Y, sobre todas, Paulina, la hija que perpetuaba a la madre muerta. Paulina era una palpitación de generosidades. Su risa, su palabra, la gracia de su paso, todo vibraba en un latido.
En Oleza viven otras gentes, grandes y menudas, alguna de espíritu amplio, la mayoría de conciencia muy estrecha; se podrían dividir en dos grandes grupos: capellanes y devotos. Estos seres pululan por las callejas, calles y plazas de la ciudad, se encierran en iglesias y casonas nobles…
Todo este mundo de belleza y paz sufre la herida del tiempo „los días también rodaban sobre Oleza„ lo que era nuevo, al día siguiente semejaba antiguo. Y el tiempo agostará poco a poco la ciudad pues percibimos por muchos rincones las espaldas remendadas de Oleza. Sus personajes se transformarán de niños en jóvenes, de jóvenes pasarán a maduros, de maduros llegarán a ancianos, y decrépitos… Hasta morir.
Otras frases diseminadas a lo largo de las novelas tienen idéntica significación: el tiempo corría con el ímpetu de sus palpitaciones; su madre tenía edad […] ya tenía edad esa vida de mujer que antes se hallaba fuera del tiempo…; todo pasaba volando después de haber pasado. Hasta llegar en el desenlace, casi, de la novela, desde la segunda morada de la conciencia de don Magín, a los sentenciosos versos manriqueños:
Pues que vemos lo presente
que en un punto se es ido
y acabado,
si juzgamos sabiamente
daremos lo no venido
por pasado”.
También se nos advierte en el mismo relato que algo más fuerte que el poder del tiempo, tiempo todavía corto, envejeció las cosas de la diócesis. Ese algo más fuerte es la arriba a Oleza de la figura de un “caballero de Gandía” que será el que rompa, con otros compinches „capellanes y devotos„ la armonía de la ciudad y la armonía entre sus habitantes.
Es curioso observar que la paz, la calma, se pierde en Oleza y entre los olecenses por la irrupción, en el ámbito de la ciudad y de las familias, de gentes foráneas. Y, lo más importante, no sólo se rompe la armonía, se rompe el amor. María Fulgencia, la que fue monja y al final es mujer libre, lo manifestaba claramente: era necesario tanto el trato como el amor entre los olecenses. Dice textualmente:
¡Si nos hubiéramos tratado; si nos hubiésemos querido allí, en Oleza! ¡Si es que allí no se quiere nadie!”.
Tantos y tantos personajes devotos, tantos y tantos capellanes como poblaban Oleza van, rítmicamente, desapareciendo. En Oleza no es posible la felicidad. Ya sólo quedan muchos menestrales pregonando sus mercancías de flores y de dulces en serie; aquéllas desaromadas, éstos sin el sabor glorioso de las manos monjiles… De todos los personajes singulares de la novela sólo sobreviven dos: la diminuta doña Nieves, la santera de San Josefico, y el clérigo don Magín, con sus cabellos ya plateados y envejecido, el único ser consustanciado con Oleza; el único capaz de percibir la hermosura del paisaje de la ciudad, recortándose toda en las ascuas del poniente, mientras Encima temblaba la gota de un lucero.
Manuel Ruiz-Funes Fernández (Mundo Cultural Hispano)