POESIA PALMERIANA

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domingo, 6 de diciembre de 2020

Premio Príncipe de Asturias de las Letras 1988, Carmen Martín Gaite y José Ángel Valent

 

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Carmen Martín Gaite y José Ángel Valente

Premio Príncipe de Asturias de las Letras 1988

Resolucion Premio de las Letras Prinicip de Asturias 1988 (Compartido)

 

Reunido en Oviedo, los días 11 y 12 de abril de 1988 el Jurado correspondiente al "Premio Príncipe de Asturias de las Letras, 1988" integrado por D. Carlos Luis Álvarez, D. Luis María Ansón, D. Manuel Arce, D. Leopoldo Calvo Sotelo, D. Rafael Conte Oroz, D. Miguel García Posada, Dª Soledad Puértolas, D. Gonzalo Torrente Ballester, D. Antonio Vilanova, presidido por D. Rafael Lapesa y actuando de secretario D. Emilio Alarcos Llorach, decide por unanimidad conceder este galardón a Dª Carmen Martín Gaite y a D. José Ángel Valente Docasar.

A la primera por su larga trayectoria y reconocidos méritos en el terreno de la narrativa española contemporánea, dentro de la cual su obra y su figura tienden un puente entre el realismo de mediados de siglo y el intimismo de la novela más actual, con especial atención a los problemas de la mujer española de todos los tiempos. 

Y al segundo, porque su poesía, en continua evolución desde el inicial latido existencial a la posterior indagación fenomenológica, es una interrogación profunda sobre el sentido del mundo, plasmada en un lenguaje denso y simbólico, de turbadora belleza, que lo ha convertido en uno de los más altos líricos españoles contemporáneos.

El Premio Príncipe de Asturias de las Letras fue concedido ayer ex aequo, en su octava edición, al poeta José Ángel Valente y a la novelista y ensayista Carmen Martín Gaite. Ambos autores, pertenecientes a la generación de los cincuenta, resultaron finalistas en la noche de anteayer, tras sucesivas votaciones de los miembros del jurado. El lenguaje de turbadora belleza, en el caso de Valente, y el realismo intimista, en el de Martín Gaite, se han señalado como méritos.

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En su exposición de motivos, el jurado destaca, en el fallo, la "larga trayectoria y reconocidos méritos" de Carmen Martín Gaite "en el terreno de la narrativa española contemporánea, dentro de la cual su obra y su figura tienden un puente entre el realismo de mediados de siglo y el intimismo de la novela más actual, con especial atención a los problemas de la mujer española de todos los tiempos".Con la concesión del galardón a Valente se premia una obra poética que, "en continua evolución desde el inicial latido existencial a la posterior indagación fenomenológica, es una interrogación profunda sobre el sentido del mundo, plasmada en un lenguaje denso y simbólico, de turbadora belleza, que lo ha convertido en uno de los más altos líricos españoles contemporáneos". El poeta José Ángel Valente nació en Orense en 1929. Estudió derecho en la universidad de Santiago de Compostela y filología románica en Madrid, donde obtuvo premio extraordinario en 1954. Durante varios años fue profesor de español en la universidad de Oxford. Posteriormente se trasladó a Ginebra, donde trabajó como profesor y como funcionario internacional (traductor) de la ONU. En la actualidad reside en Almería, dedicado a la creación literaria.

A modo de esperanza, su primer libro, obtuvo en 1954 el Premio Adonais de poesía. El segundo, Poemas a Lázaro, mereció en 1960 el Premio de la Crítica. Este galardón volvió a recibirlo Valente en 1980 con Tres lecciones de tinieblas. Otras obras suyas son La memoria y los signos, Siete representaciones, Breve son y El fulgor, algunas de las cuales recopilé en 1972 en un solo volumen, titulado Punto cero. En su obra poética se distingue una primera etapa, en la línea de los poetas profesores, como Salinas o Gerardo Diego, y una segunda, llamada poética del silencio. Es autor, asimismo, de un volumen de textos narrativos y poéticos en prosa (El fin de la edad de plata) y de varios libros de ensayos literarios, como Las palabras de la tribu y La piedra y el centro.

Estado de suspensión

En una entrevista publicada en EL PAÍS semanal el 10 de enero de 1987, Valente definía la escritura como "una especie de teoría de la ausencia". "El estado de la escritura", confesaba, "es cierta suspensión de la vida". Y añadía: "El proceso místico a mí siempre me ha interesado mucho. Creo que la cima de la creación poética española es san Juan de la Cruz".Carmen Martín Gaite nació en Salamanca en 1926. Se licenció en filología románica con premio extraordinario. En el ámbito universitario publica sus primeros poemas y se dedica al teatro como actriz. En Madrid contacta, en 1950, con el grupo de jóvenes escritores formado por Jesús Fernández Santos, Ignacio Aldecoa, Josefina Rodríguez, Alfonso Sastre Rafael Sánchez Ferlosio, con el que contraería matrimonio, y otros, que tienen una decisiva influencia en su dedicación a la literatura. Hace 16 años se doctoró por la universidad de Madrid con su tesis Lenguaje y estilo amorosos en los textos del siglo XVIII español.

Como novelista, obtuvo en 1955 el Premio Café Gijón con El balneario; el Nadal, en 1958, con Entre visillos, y el Nacional de Literatura, en 1978, por El cuarto de atrás. Como narradora es autora asimismo de Ritmo lento, Retahílas, Las ataduras, El castillo de las tres murallas, Fragmentos de interior, etcétera. Su producción poética está contenida en el volumen A rachas, publicado en 1977. Como ensayista e investigadora, publicó El proceso de Macanaz, Usos amorosos del XVIII, La búsqueda del interlocutor y otras búsquedas, Desde mi ventana, Usos amorosos en la España de la posguerra, etcétera. Ha escrito guiones de cine y televisión.

El premio fue compartido en dos ocasiones anteriores: en 1982 lo obtuvieron Miguel Delibes y Gonzalo Torrente Ballester, y en 1986, Mario Vargas Llosa y Rafael Lapesa. Desde su creación ha sido concedido también a José Hierro, Juan Rulfo, Pablo García Baena, Ángel González y Camilo José Cela. En la presente edición el jurado estuvo formado por Carlos Luis Álvarez, Luis María Ansón, Manuel Arce, Leopoldo Calvo Sotelo, Rafael Conte Oroz, Miguel García Posada, Soledad Puértolas, Gonzalo Torrente Ballester, Antonio Vilanova, Rafael Lapesa y Emilio Alarcos.

 

Felipe de Borbón destacó la lección de esfuerzo, belleza y generosidad que ofrecen los premiados

Dos de los galardonados no pudieron asistir a la ceremonia 

Mario Bango|Javier Cuartas

MARIO BANGO / JAVIER CUARTAS, La ceremonia de entrega de los VIII Premios Príncipe de Asturias se conviertió ayer, una vez más, en una "lección de esfuerzo, belleza y generosidad", dicho en palabras de don Felipe de Borbón, que presidió el acto, en solitario, por segunda vez. Plácido Arango, presidente de la fundación que otorga los premios, insistió en esta idea al señalar que estos galardones son "un común amor a la inteligencia y a la creatividad". Dos de los premiados no pudieron estar presentes ayer en el teatro Campoamor, de Oviedo: Jorge de Oteiza, premio de las Artes, por enfermedad física, y el príncipe Felipe de Edimburgo, presidente del Fondo Mundial para la Naturaleza, que recibirá el galardón otorgado a esta institución el próximo martes en Madrid.

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La entrega de este año ha estado salpicada de pequeñas anécdotas. Primero fue la sorprendente intervención de Carmen Martín Galte, que varió sobre la marcha el discurso que había escrito (reproducido íntegramente en la página siguiente, tal como era originalmente). Después la propia escritora y el poeta José Angel Valente recogieron su galardón cogidos de la mano. El príncipe dio paso al discurso de Oscar Arias antes de que se hubiera entrega do el último premio, el correspondiente a la Concordia, lo que produjo una situación tensa que alivió el público con un aplauso espontáneo.Formalmente, el acto de ayer fue idéntico al de ediciones anteriores. El teatro Campoamor de la capital asturiana estaba abarrotado de personalidades del mundo de la cultura, la ciencia, la política y la intelectualidad española e iberoamericana. Unas 1.500 personas fueron invitadas a esta ceremonia.

La fundación

Plácido Arango, presidente de la Fundación Principado de Asturias desde el año pasado, destacó en su intervención que "la consolidación del patrimonio de nuestra fundación (...) es un objetivo que está a punto de ser alcanzado". También se refirió a que la futura sede definitiva de la fundación ya dispone de terrenos en Oviedo, cedidos por el ayuntamiento de la ciudad.

Después intervino Carmen Martín Gaite y a continuación fueron entregados los galardones a los juristas Luis Sánchez Agesta y Luis Díez del Corral (Ciencias Sociales), los físicos Manuel Cardona y Marcos Moshinsky (Investigación Científica y Técnica), el periodista Horacio Sáenz Guerrero (Comunicación), el presidente costarricense Óscar Arias (Cooperación Iberoamericana), la novelista Carmen Martín Galte y el poeta y ensayista José Ángel Valente (Letras), el presidente del Comité Olímpico Internacional (COI), Juan Antonio Samaranch (Deportes), el escultor Jorge de Oteiza (Artes), cuyo premio fue recogido por la profesora del departamento de Artes de la universidad de Oviedo, Soledad Álvarez, autora de una tesis sobre la obra del artista. Oteiza envió una carta manuscrita en la que explica las razones de su ausencia: "por mi salud muy quebrantada, sobre todo espiritualmente". Oteiza añade que "me permito con mi libro entregarle uno sobre la Sábana Santa de mi cuñado P. Carreño, misionero salesiano, investigador, una de las fuentes del escritor Benítez que he sabido interesa a su Alteza". "Deseo expresarle", continúa Oteiza, "el respetuoso y profundo cariño que tengo a sus maravillosos padres, Rey don Juan Carlos, Reina doña Sofía".

También se entregó el premio a la Concordia a Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza y los Recursos Naturales (UICN), representada por su presidente , Monkombu Swaminathan. Este premio lo comparte la UICN con el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF), que preside el príncipe Felipe de Edimburgo, quien lo recogerá en el Palacio Real de Madrid en una ceremonia organizada expresamente para ello.

Tras la intervención de óscar Arias puso punto final al acto el Príncipe de Asturias, quien, entre otras cosas, dijo que con este acontecimiento anual "Asturias se convierte (...) en foro universal que ilumina horizontes, establece interrogantes y proporciona soluciones".

El Príncipe tuvo palabras de reconocimiento y felicitación para los premiados. Hizo una mención expresa al presidente de Costa Rica, a quien aseguró que su mensaje "no quedará en el silencio". "La vocación de España es la solidaridad con los países de Iberoamérica cuya andadura es la nuestra".

La ceremonia de entrega de los premios concluyó con la interpretación por los dos coros de la fundación del himno de la región, el Asturias, patria querida.

Estrechar lazos

Estos premios fueron creados en 1980 para estrechar los lazos del Príncipe con Asturias y favorecer el bienestar social y cultural de los asturianos. Están dotados con 2 millones de pesetas y un trofeo, reproducción de una estatua de Miró creada con este fin.

La entrega de los premios ha coincidido en esta ocasión con los primeros actos conmemorativos del 6º centenario del Principado. Don Felipe de Borbón, que ha pasado dos jornadas en Asturias antes de incorporarse a su actividad universitaria, inauguró el viernes una exposición con los retratos de 17 antecesores que han ostentado el título de Príncipes de Asturias en su condición de herederos de la Corona.

Intervención de dña. Carmen Martín Gaite

Ya que el premio que hoy nos reúne aquí lleva el nombre del Príncipe de Asturias, y aprovechando la coyuntura de que él en persona nos acompañe, me parece de cajón elegirle como interlocutor de mis palabras, hablarle directamente a él, teniendo en cuenta que ésta de la dedicatoria es una cuestión fundamental para marcar el tono y el contenido de lo que se va a decir.

Pero en este caso las cosas se complican, porque no hablo sólo en mi nombre. Mi primera perplejidad cuando me comunicaron que era yo la encargada de hilvanar este discurso nació al darme cuenta de que tal encargo da al traste con los estilos que presidieron mi educación de chica de provincias y que llevo todavía bastante arraigados porque no los he vivido como un lastre. Dado que el Premio Príncipe de Asturias de las Letras lo comparto, y muy a gusto, con un escritor de mi generación, crecido como yo en los primeros años de la postguerra, lo que sería de esperar es que hablara el chico, y la chica quedara en un discreto segundo plano sorbiendo un gin-fizz y mirándole de reojo, de acuerdo con los esquemas educativos a que me refiero y que he analizado cumplidamente en mi ensayo Usos amorosos de la postguerra española. Yo a José Ángel Valente, si nos hubiésemos conocido en alguna de las romerías de la provincia de Orense que, sin saberlo, frecuentamos por los mismos años, nunca me habría atrevido a sacarlo a bailar. Hoy lo hago, aunque un poco cohibida, obedeciendo a instancias superiores, y espero que se deje llevar por mi ritmo. Lo he ensayado tanto en casa que espero que no haya ningún pisotón.

La segunda perplejidad surgió al imaginar una situación como la presente, que se vuelve insólita -ya lo he dicho- por la condición insólita del receptor de mis palabras, o sea que estoy dirigiéndome a un Príncipe.

Me di cuenta de que, entre los modelos literarios que podían ayudarme a prefigurar un discurso de esta índole, el que me resultaba más amable y menos encorsetado era el proporcionado por algunos cuentos de hadas -que Felipe de Borbón habrá leído en su infancia, como yo los leí en la mía-, donde el príncipe es un ser humano como los demás de la fábula, con sus contradicciones, esperanzas y miedos, ansioso de ver y aprender cosas nuevas, y que en muchos tramos del relato siente como un disfraz incómodo el manto de terciopelo con que el destino le carga. En los cuentos de hadas, donde las situaciones prodigiosas están tratadas como si fueran la cosa más natural y cotidiana, un príncipe se admite que pueda dialogar de igual a igual con ermitaños, leñadores, hechiceras, animales dotados de palabra sentenciosa y caminantes desharrapados que se lanzaron al mundo en busca de aventura y no llevan en el zurrón más que una manzana y un mendrugo de pan. Esta retórica de lo maravilloso ayuda a tejer sueños capaces de sacar al niño de un mundo que a veces le resulta duro de habitar y difícil de entender, ya sea por la falta de perspectivas a que le reduce su miseria, ya sea por el aislamiento a que le condena su instalación en el jardín encantado adonde difícilmente llegan los zarpazos de la realidad más abrupta.

En su libro Psicoanálisis de los cuentos de hadas, Bruno Bettelheim trata de demostrar que la asidua lectura de estos cuentos no solamente proporciona placer al niño, sino que le enseña a hacerse la pregunta sobre los problemas que se le presentan a lo largo de su lenta y vacilante conversión en adulto.

Para la ocasión presente, que -como tantas otras de cariz inesperado- no me ofrece más puerto de abrigo que el retorno a los mitos de mi infancia, me ha tentado más esta retórica de convertir en llano lo maravilloso que la de atenerme a convencionalismos impuestos por el protocolo oficial. Descarto, pues, la opción de emplear la empachosa oratoria del laureado que se deshace en ditirambos sobre los inmerecidos laureles que el príncipe le otorga, y prefiero dirigirme a Felipe de Borbón, si él me lo permite, de una forma más distendida, serena y también nostálgica, como le hablaría a cualquier joven de su edad. Entre otras cosas, porque creo que le resultará más entretenido.

Él es un niño español al que he ido viendo crecer, convertirse en adolescente y acceder a estudios superiores, mientras se producían los cambios políticos, diplomáticos y económicos que han transformado la situación española a lo largo de trece años, desde que su padre fuera elegido rey. Durante ese tiempo yo, sin dejar de ser espectadora puntual de esas mudanzas y víctima de las que fueron transformando mi vida personal, he continuado aferrada tercamente, como única tabla de salvación, a mi pluma estilográfica que heredé de mi padre y llenando cuadernos con la mejor letra posible, como en mis tiempos de escolar aplicada.

Esta fidelidad a una vocación -aunque el término "vocación" esté cada día más desprestigiado- es el solo privilegio que conservo de los muchos que la vida me ha arrebatado: la fe en la palabra y en el pensamiento. Y desde ese reducto -una especie de atalaya precaria y amenazada-, me atrevo a hablar al joven Felipe de Borbón, como si le lanzara un hilo de seda muy frágil, el único de que dispongo, para que lo recoja si lo tiene a bien.

Él se va a enfrentar con una sociedad supertecnológica, dominada por las máquinas y los medios de comunicación de masas, por la prisa y la violencia, por el afán desmedido de prosperidad material, una sociedad en el seno de cuyas aceleradas mutaciones se infiltra de forma cada vez más descarada la convicción de que todo es negociable y de que no obedecer más que al logos, como nos enseño Platón, es atenerse a una conducta anticuada y que no trae cuenta. Y sin embargo, yo solamente puedo aceptar el honor que hoy se me concede si lo considero un premio a mi perseverancia en esa conducta, por denostada que esté, la que se rige por la obediencia al logos, o sea la palabra. Y no me refiero solamente a la dada, sino también a la recibida.

Quien tiene pasión por la palabra y está abierto a ella recibe, tanto de los libros que ha leído como de las conversaciones que ha escuchado, un continuo acicate que le puede tentar a escribir, una especie de savia que le entra por todos los poros y lo encarrila hacia una expresión más eficaz y cuidadosa. Y en este sentido, aunque no pueda decir de forma diáfana cómo hemos aprendido a escribir, sí sabemos que ese misterioso aprendizaje, que se inició en la infancia, siempre se ha visto fomentado por los textos o discursos que nos proponían preguntas que por lo menos nos suministraban infalibles respuestas. ¿Para qué se escribe? Se escribe para lanzar al aire nuevas preguntas, para interrumpir los asertos ajenos, para tratar de entender mejor lo que no está tan claro como dicen. Para distanciarse de la realidad, mirarla como un espectador y convencerse de que nada es lo que parece. Un escritor, aunque haya vislumbrado la inconsistencia de su aportación personal e incluso el aumento de caos que puede suponer, escribe a pesar de todo. ¿Por qué? Porque cree que lo que él va a decir no lo ha dicho nadie todavía desde ese punto de vista. Puede tomarse como un vicio, como una arrogancia o como una defensa, que de todo tendrá.

Pero en cualquier caso, de acuerdo con la famosa frase de Unamuno "creer es crear", me parece que el de la escritura es fundamentalmente un asunto relacionado con la fe, no con el medro ni el negocio.

Y precisamente por ahí derivan las contradicciones de su aprendizaje. Porque, si bien es cierto que cuando nos iniciamos en su ejercicio tenemos mucha menos destreza en el "oficio", la fe y el entusiasmo suelen ser mucho mayores en la primera edad, cuando se inicia la aventura. A medida que van pasando los años y el escritor consigue un mayor o menor reconocimiento por parte del público, se ve forzado a confesarse muchas veces que la fe de los comienzos se le ha venido abajo, y que todo consiste en recuperarla, en revivirla. Si no lo consigue, corre el peligro de estarse metiendo por unos raíles demasiado cómodos, que le van a amortiguar cualquier sobresalto. Y en el fondo de su ser no es eso lo que busca ni lo que quiere.

El de la escritura es un aprendizaje que nunca se cierra,  sino que se está renovando y poniendo en cuestión cada vez que nos vemos frente a un papel en blanco. Un carpintero que ha construido una mesa sólida puede estar relativamente seguro de que ya ha aprendido a hacer mesas, pero a un escritor nadie le garantiza que, porque ha escrito un libro, el próximo que escriba tenga que ser mejor ni tan siquiera bueno.

Es verdad que, una vez alcanzada cierta etapa de su carrera, al escritor pueden ayudarle y servirle de ánimo las opiniones de los demás sobre el resultado de su obra. Pero no debe caer en el halagüeño espejismo de justificar y dar por bueno, en nombre de lo que hizo, todo lo que haga en adelante.

Quienes consideran el oficio de escribir como un camino donde las flores crecen por generación espontánea suelen encarecer la suerte que supone desempeñar un trabajo donde no tenemos por encima de nosotros a nadie que nos mande. Y eso efectivamente es verdad. Si no escribimos no pasa nada grave ni nadie nos riñe ni nos va a echar de la oficina. Pero también es verdad que no se trata de un negocio espectacular sino de una inversión lenta, que bien podría llevar por lema aquella máxima del Eclesiastés: "Echa tu pan a las aguas, que después de mucho tiempo, lo hallarás".

La tarea del escritor es una aventura solitaria y conlleva todos los titubeos, incertidumbres y sorpresas propios de cualquier aventura emprendida con entusiasmo. Pero en un mundo donde se huye cada vez más de la soledad, el escritor desconcierta como un nadador contra corriente, y de todas partes surgen brazos que le quieren anexionar a un determinado grupo y hacerle esclavo de sus normas y de sus reglas. Contra este peligro, no le queda al disidente más remedio que seguir aguantando en su reducto, a partir de cero, invocando aquella fe juvenil de la que hablaba.

Nadie lo ha dicho de forma más emocionante que Teresa de Jesús, cuya escritura ejemplifica ese camino emprendido partiendo de cero y cuya exploración pone en cuestión y en juego la propia vida. Para acometer esa tarea, que a ella se le planteaba como un combate, es menester según sus propias palabras:

"Una grande y determinada determinación de no parar hasta llegar, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabaje lo que trabajare, murmure quien murmurare, siquiera me muera en el camino, siquiera se hunda el mundo".

Ningún mensaje resumiría mejor que éste de la santa cuya festividad celebramos hoy, lo que yo le deseo al Príncipe en los umbrales de un mundo donde las vocaciones están supeditadas al negocio y donde empieza a valer todo, como en el rugby: que no pierda ni la fe en la palabra ni la determinada determinación.