La vida breve. Onetti. Instrucciones de uso.
Hay novelas que te invitan a participar
en un juego en el que el tablero no se ve hasta el final. Entramos en un
espacio y tiempo narrativo particulares. Nos asomamos a Santa María, casi de la misma manera que lo hemos hecho en Yoknapatawpha, Macondo, Cthulhu o Acebumeya.
El lector tiene dos opciones: desistir o entregarse. Leer ciertas
novelas, en ocasiones, es más complicado de lo que uno espera. Leer es
ejercer una actividad intelectual, entraña, la mayoría de las veces, es
un esfuerzo interpretativo. En ocasiones, cuando la obra es magnífica,
ese esfuerzo viene acompañado de una grata recompensa. Este es el caso
de La vida breve del Uruguayo Juan Carlos Onetti.
Uno puede intentar abordar su lectura ataviado con una brújula, dos
cantimploras y un mapa del territorio; o, por el contrario, acompañar a
su protagonista a través de los laberintos de su conciencia, de los
espejos y los sueños, como un niño va de la mano de su madre o padre, el
primer día de escuela: confiado, pero cauteloso.
Leer a Onetti requiere una profunda entrega al lenguaje, a las sensaciones, a los sonidos y sentidos. Leer La vida breve
es abrazar el universo de Juanicho, de Brausen, de Arce, de Grey y los
sueños de todos ellos. Es viajar de la realidad a la ficción, de
Montevideo a Buenos Aires, de Santa María a todos ellos y a ningún lado. Si usted lector o lectora no se ha adentrado todavía por los laberintos de La vida breve, no siga leyendo este texto, déjelo para luego, para después del carnaval.
Es posible que ser un niño feliz ayude a
confiar en la imaginación, a fundirse con el reflejo de uno mismo con
cierta seguridad, a usar la mentira como valor propio, certero, a
«mentir bien la verdad» con tanta gracia y desparpajo, que eso te
convierta en uno de los escritores más originales del siglo XX.
Crear a partir del vacío, de la hoja en blanco; crear solo con la
propia imaginación, es una de las habilidades que debería tener
cualquier escritor o escritora de ficción que se precie de serlo. Si
añadimos a esto el manejo del lenguaje y sus laberintos con la destreza y
elegancia que lo hace el autor de La vida breve, tenemos ante nosotros literatura de verdad.
La vida breve comienza con una
pérdida, con un desamor, con una falta de deseo, con una ruptura
progresiva. Nuestro protagonista, un guionista —a veces publicista— se
hunde en sí mismo, en sus ensoñaciones. Nacen de manera paralela varias
historias a partir de la multiplicidad del personaje principal:
Juanicho. A Juanicho lo acompaña un narrador protagonista
intradiegético. El lector se queda pegado a su piel y a sus
divagaciones. Le acompaña hasta que Juanicho se convierte, primero en
Juan Brausen, luego en Arce y finalmente en Grey. De manera consciente,
el hombre taciturno y solitario, se reinventa y multiplica. A través del
muro de su habitación, unas voces se convierten en una obsesión con
nombre: la Queca. Una prostituta desdibujada a la que oímos, tocamos,
olemos y con quien compartimos cada uno de sus gestos. La vida breve es una novela gestual, impresionista,
más cerca de Baudelaire que de su admirado Faulkner. Los movimientos se
pausan como una moviola, Onetti es capaz de congelar el tiempo, de
distorsionarlo de una manera abrumadora. Tiempo pasado para las acciones
con pausas reflexivas que nos detienen. Las voces crecen y van
perfilándose dos personajes más: Ernesto y La Gorda. El primero formará
una subtrama con escenas muy plásticas y nítidas, la segunda
desaparecerá antes del sangriento final que le espera a la Queca.
«Muerta y de regreso de la muerte, dura y fría como una verdad prematura…».
Las escenas de violencia se suceden, la
sangre nos salpica, nos estremecemos y preguntamos si en 2019 esta
brutalidad sería material literario sin peajes. Probablemente no.
Olvidaríamos que la novela moderna es un género libre, con la única
misión de dar respuesta a cuestiones de nuestra existencia. Como decía
Kundera, «solo tiene que rendir cuentas a Cervantes». La vida breve es una novela muy cervantina, es una novela de muchas voces, de muchas historias, de una polifonía abrumante y bella.
Sí, hay belleza, pero también
putrefacción. Onetti quería que sintiéramos el mal olor, el dolor.
Quería que sintiéramos lo que se siente cuando las adicciones hacen de
tu vida una historia en espiral. Arce bebé hasta desfallecer, Queca bebe
hasta la muerte. Mientras tanto, nuestro protagonista está escribiendo
un guion por encargo de Julio Stein, «una historia para idiotas». Deja
de ser un encargo para convertirse en parte de otro sueño obsesivo que,
al final de la novela, devora a su creador. Un médico trata a una
paciente adicta a la morfina: Elena Sala. Aquí asistimos al proceso de
creación de personajes por el que atraviesa todo novelista, el camino
que sigue la creación literaria desde la propia conciencia del
personaje. Es en este momento cuando el lector entrenado se engancha
definitivamente al juego metaliterario que le proponen. Dejemos que este
género, tan distinto al cine, al teatro o a la poesía, despliegue todas
sus virtudes, todo aquello que lo hace único y magnífico.
Queca y Elena tienen olores distintos,
pero mueren de la misma manera. Mueren como animales. Una misma historia
con dos disfraces. Pero hay otras dos mujeres que también mueren,
mueren en el corazón del autor: Gertrudis y su hermana Raquel. Aquí el
paralelismo es más bien con la propia vida de Onetti, con María Amalia y
su hermana María Julia, la primera y la segunda esposa del autor. Hay
cuatro mujeres. Las cuatro carecen de valor aparente, pero las cuatro
son la causa de todos los males, el deseo que cada una despierta es el
principio del fin. El hombre incapaz de lidiar con el deseo es un hombre
débil. La quinta mujer aparece en el tercer capítulo: Mami. Mami
encarna el despertar sexual en manos de la mujer madura. Es un personaje
muy distinto a los otros cuatro, su vejez merece el indulto, un tímido
respeto en esta multiplicidad de historias.
«Me dirigía miradas amistosas y de débil
disculpa, suspiraba en homenaje a las cosas perdidas y a las
conquistadas; encendió otro cigarrillo rápidamente, con los codos en la
mesa para que nadie pudiera verle temblar la mano.».
La novela nos va llevando por el desamor
de Gertrudis, —un personaje de una ternura pasmosa, casi infantil— y la
caída en picado de Juanicho. «Me disolvía para permitir el nacimiento de
Arce».
Esa caída es la puerta que se abre al resto de las historias.
«Fue entre este periodo y el siguiente
cuando se me ocurrió, vaga sin ecos, viniendo y yéndose, siempre
superficial, como un capricho de primavera, la idea de matarla.».
Cuanto más perdido está, más violenta se
vuelve su imaginación, más corrosivos son los personajes que van
entrando en el escenario. Es entonces cuando una se pregunta cómo es
posible que los personajes que crea bajo su batuta —tan visible para el
lector— terminen siendo tan fascinantemente verosímiles.
Onetti, siendo fiel al estilo modernista,
es capaz de dar forma al humo en pocos segundos, su absoluto dominio de
la lengua lo hace posible. «Empecé a verla retroceder, tratar de
refugiarse en el pasado con movimientos prudentes, caminar de espaldas
con pasos cautelosos, tantear con el pie cada fecha que iba pisando.».
Las descripciones son brochazos sobre
lienzo blanco, destellos sugerentes, borbotones, canciones y
estribillos. «Tenía los dientes blancos, los colmillos largos, dos
líneas de saliva blanca en los labios, los ojos fríos y cobardes.».
Después de un viaje, de paseos de
maletas, de huidas y reencuentros llegamos al final de la novela. Un
giro de perspectiva cambia el foco, un personaje engulle a otro y, de
repente el lector se ve sometido a la indiscreta mirada de Grey que se
diluye en un gran carnaval, una fiesta de máscaras y disfraces, en la
que uno de los personajes inventa a otro, lo piensa. Las historias
confluyen en el centro de la tela de araña.
Y a ellos, los vemos irse hacia «la
claridad y el final» con un cansancio propio de los personajes reales
que murmuran que «Lo malo no está en que la vida promete cosas que nunca
nos dará; lo malo es que siempre las da y deja de darlas».
La vida breve se publica en 1950. Juan Carlos Onetti nace en Montevideo el 1 de julio de 1909. Muere en Madrid el 30 de mayo de 1994. Fue Premio Miguel de Cervantes en 1980.