Comentario al libro “Misceláneaen el Otoño” de Julio Calvet, en ECU
Los escritores al escribir ejercitamos el
legítimo derecho a escribir y exponer nuestras opiniones y experiencias de todo
tipo, como una necesidad de ayudar a
secar el barro del Génesis de los jóvenes a que se solidifique y se convierta
en cerámica refractaria y provechosa.
Como bien dices en la página 119 de tu libro, miscelánea es una mezcla de cosas diversas, y
en literatura “obra en que se tratan muchas materias inconexas y mezcladas”.
Escribir bien no quiere decir escribir bonito, sino escribir con resultados
eficaces, para conseguir en el lector el efecto y la impresión deseada, la que
pensamos nosotros.
Amigo Julio, acabo de leer tu libro y
conforme lo iba leyendo, me daba cuenta que iba avanzando y que se me iba acabando
las 123 página de tu libro, y de vez en cuando volvía atrás para que no se me
acabara el pastel de letras y de verbos en acción de ilusionista de la palabra
y el encantamiento. Sabes que de siempre
me ha gustado tu prosa que tiene mucho de mironiana y de azoriniana a la vez,
propia de los lecturas que has hecho y que por rebote, también son las mías,
quizás porque como quintos hemos vivido o dado los mismos pasos literarios. Además tus recuerdos son a la vez mis
recuerdos, y tu escritos me evocan aquellos años parecidos a la felicidad
cuando empezó la moda de las minifaldas, un invento feliz de Mary Quant, y las
chicas empezaron a enseñar las columnas dóricas de sus larga y hermosas piernas,
y los chicos como tú dices estábamos “Casi como el padre Adán en el Paraíso”.
Sí es cierto estábamos en la Gloria y los ojos se nos ponían estrábicos de
tantos mirar, sin disimulo.
Tu prosa es amena, muy bien construida
sintácticamente, sin abusar de las oraciones subordinadas adjetivas, de esas
largas que acaban en una diana en blanco y, a veces, ni uno mismo sabe lo que ha
dicho. Creo que escribir bien no consiste en saber mucho, como lo demuestra tu sobrada
erudición en el que te has solazado en buenos libros de maestros de la pluma,
sino en tener casta, en tener talento y estilo y a la vez, eres un soñador
sentimental y romántico.
No te olvidas de la buena literatura, ni de
la música y de aquella época en que triunfaban las canciones románticas de los
italianos de ojos negros, y la minifalderas como Gigliola Cinquetti, y cómo
olvidarte de los “escarabajos” de los The
Beatles, y su “Submarino amarillo”, y las tardes de los sábados sonando en
el Picú de un patio de casa, donde bailábamos y bebíamos una especie de
botellón de cubatas y escupiendo pipas de girasol. Fiestas
que llamábamos “guateques”.
Son
los recuerdos de tu Oleza natal y mental un lugar de tu infancia parecido a
paraíso, donde recuperas los datos históricos con gran precisión y el paso de
los viajeros románticos como Hans Christina Andersen o Josep Townsend, que
dejaron esa frase que repites “Llueva o no llueva, trigo en Orihuela”,
refiriéndose a su fertilidad natural de la Vega Baja alicantina, casi murciana
por pocos kilómetros. Y es que, evidentemente teníamos una Vega invisible, que
no se hizo visible hasta que los escritores nos la hicieron ver como Gabriel
Miró en su “El Obispo leproso” y “Nuestro Padre San Daniel” (Novela de
capellanes y devotos), recuerdo aquellos párrafos en el capítulo
I: “En casa de Don Daniel Egea”, cuando escribe “En lo más hondo de la
vega holgaban las vacas paridas. Se sumergían hasta la cuerna en la delicia del
herbazal, azotándolo pausadamente con sus colas empastadas de estiércol…” Tu escritos, más que relatos, los llamaría
“estampas e impresiones” como las que escribiera nuestro admirado Gabriel Miró
como en “Años y Leguas” o en “El caracol del faro”. Tu prosa tiene mucho de poesía como ese: “Y
no pasaban coches con su polvoriento latido y sucio olor, ni oían música estridentes
ni gritos maleducados”, en la página 70.
Y este “estridente” me recuerda irremediablemente a la “Elegía a Ramón Sijé” de
Miguel Hernández, cuando escribe: “En mis manos levanto una tormenta/ de
piedras, rayos y hachas estridentes…”
No te olvidas de los grandes temas de la
literatura como tu trabajo último sobre
la segunda parte del Ingenioso caballero don Quijote de la Mancha de 1615, que
me parece simpática, gracioso y muy bien llevado con abundantes citas del
Libro, y al decir Libro me refiera a nuestras Biblia-Quijote, de donde debemos
beber todos los escritores de lengua española, mejor que decir castellana.
Comentas la gran novela “El gatopardo” de Lampedusa,
que además de una gran novela es un gran película de Luchino Visconti con un
excepcional reparto como Bur Lancaster, Alain Delón y la bella italiana Claudia
Cardinale, ambientado en el
“Risorgimiento” (Resurgimiento de la unificación de Italia 1860-1870), y de fondo Giuseppe Garibaldi con su
expedición de los Mil, de su camisas rojas y la aniquilación del poder de los
Borbones en el reino de las Dos Sicilias. Sin dejar de nombrar a Nietzsche, a Azorín, a Dante,
Ovidio el de “La Eneida”, a Odiseo y su regreso a Ítaca, que no es el “Ulises”
infumable de Joyce. Como tú muy bien escribes
en la pág. 37: “El eterno retorno como visión lineal del tiempo…y vuelta
a empezar en el mismo principio y el mismo fin.” Porque efectivamente “vivir es
volver”.
Luego vas y nos comentas tu viaje a la ciudad Imperial de Praga, y nos
metes en el barrio judío, y vemos por tu pluma los bares donde hacían sus tertulias los escritores contemporáneo del
inigualable Franz Kafka con sus amigos, y ese personaje como Gregor Samsa que en la “La metamorfosis” se
convirtió en un gran insecto, además de
dejarnos estupefactos con “El Proceso”, con una acusación incompresible. Y te
haces una foto en la puerta del "Centrum Franze Kafky Praha", donde detrás
podemos reconocer en el reflejo del cristal del escaparate un retrato de Kafka.
Y así es como se demuestra ser un viajero literario, haciéndose fotos en los
lugares que se nombran. También hablas del viaje a Sintra (Portugal) donde
perdiste una gafas de ver de cerca que llevabas en el bolsillo de la camina, y es que Sintra es uno de los pueblos más visitados de Portugal.
También nos cuentad tu viaje a Asturias y tu
visita a la Cueva de Covadonga, donde don Pelayo inició su reconquista con su
Cruz de la Victoria y su espada de doble filo cristiana. Recuerdo el verde
inglés de las montañas asturianas y la iglesia o basílica que allí arriba
hicieron y no pudo ser de otra forma que con entrega y mucha fe cristina.
No te
olvidadas de las habaneras de Torrevieja, del arte de la pintura y del simpático cuadro del barbero y
Sancho, sentado dejándose esquilar por una tijeras de esquilador de lanas de
ovejas, que es, lo que tiene en la mano el barbero. Tampoco
te olvidad de nuestra Orihuela más cercana, o que incluso ilustras la portada de
tu libro con una fotografía del convento de San Juan de la Penitencia de estilo
renacentista barroco, que es la calle donde nacieron Miguel Hernández y Carlos
Fenoll. Si la memoria de mi paladar no me engaña allí hacen las mojas de clausura
la famosa “Yemas de Santa Clara”. Y es que si hay algo de Orihuela que no
podemos dejar de hacer es la ruta de los pasteles y comprar “almojábenas” en el Horno del Obispo, cerca de la calle
Mayor donde tú naciste, en la misma calle de nuestro recordado Ramón Sijé.
Y
tampoco te olvidas de tus amigos el
sastre y marinero Pina, que coincidió otra ilustre y marinero Mayor con el
Príncipe de Asturias, que luego sería SS.MM. Don Juan Carlos I, Rey.
También desciende hasta las cosas mínimas y entrañables en tus “Adagios”
como lo del gatito debajo del coche, o del pajarillo en viento, “gurripato”, despistado que por lo general en los primeros días de su
partida del nido, sigue la impronta de quien primero les dan de comer.
Empiezas
tu libro con “El Bolinche” referido al
juego de las bolas, yo también jugaba a las bolas o canicas, tenía unas de mármol
y otras de vidrios que eran como una vidriera pero redondas, cuando rodaban
como tu muy bien dices: “Se mezclaban
los colores como en un gran carrusel, y si hacía sol y se reflejaba en el
boliche, parecía como el desfile de una gentil carroza”. Efectivamente eran como chispas de luz que se
movieran. El juego consistía es golpear
una bola de un contrario y luego hacer hoyo (un hueco como un puño en la tierra).
Si después de golpear una bola hacías
hoyo, ganabas la bola golpeada. Y también al trompo y las trompas eran más
grandes, tenían una punta de acero y cuando la lanzaba algún bestia te podía
romper tu trompo por la mitad. Pero lo que nos divertía en Málaga era las
guerras de piedras entre bandas de chiscos en el lecho del río Guadalmedina,
que muy bien podría ser el Segura.
En fin, y para no cansarte más, que
tu libro al que yo llamaría en jerga
pirotécnica una “voladura controlada”, pero de palabras y verbos que nos
conduces por el recuerdo y el conocimiento. Y es me ha gustado mucho.
En definitiva, te felicito por la empresa
de escribir sobre lo nuestro, y te aliento que nos sigas deleitando con libros como este: "Miscelánea en el Otoño".
¡Un
abrazo!
Ramón
Fernández Palmeral
Alicante,
9 de marzo 2016