Julián Ayesta. Helena o el mar del verano
Categoría (El libro y la lectura, Estafeta literaria, General) por Manu de Ordoñana el 26-02-2025
Tags : desautomatizar-lenguaje., Historia-amor-verano, literatura-comprometida-evasión, literatura-gris-oscura-triste, musicalidad-apabullante, uso-reiterativo-yuxtaposición
Estamos ante la historia de un amor de verano que huele a brisa marina y a arena mojada de las playas del Cantábrico. Sus escenas no desentonarían en un cuadro impresionista: bucólicos paisajes y almuerzos en el jardín llenos de luz, color y movimiento.
Situada en el Gijón de la preguerra civil, es una obra de un gran poder de sugestión y de un lirismo extraordinario; una joyita, que supone un oasis dentro de la literatura de la época.
Veamos el inicio para entender de qué hablamos:
El dulce de guinda brillaba rojísimo entre las avispas amarillas y negras y el viento removía las ramas de los robles y las manchas del sol corrían sobre el musgo, sobre la hierba suave y húmeda y sobre la cara de los invitados y de las Mujeres y los Hombres, que estaban fumando y riéndose todos a un tiempo. Y brillaban también las copas azules para el Marie Brizard y los cubiertos de postre. Y los lunares de luz ―los grandes persiguiendo a los pequeños― corrían sobre el mantel lleno de manchas moradas de vino y migas. Y por las tardes había corrida y los hombres tenían la cara y las mejillas y las narices brillantes. Y también brillaba el café, tan negro con cenizas de puro rodeando la taza.
El lector se queda extasiado ante el montón de detalles que le llena la retina de colores, olores y sabores; características estas expresadas por una peculiar voz infantil que aporta espontaneidad, ese tono apasionado y tierno a la vez y el ritmo, endiablado e imparable, con el que se vive todo cuando eres pequeño.
Contextualización de la obra
A pesar de que fue publicada en 1952, debemos vincular esta obra con la literatura garcilasista de los 40, una de las principales corrientes de la poesía de la posguerra civil española; coge su nombre de la revista que apareció por esa época: Garcilaso. Juventud creadora. Tras la guerra civil, se celebró el centenario de Garcilaso de la Vega (1503-1516) que tuvo como consecuencia un cambio en la poesía española que abordaba temas como el amor, Dios, el paisaje castellano, la patria.
La denominación de oasis tiene su sentido dentro de un panorama literario agotado de tanto dolor proveniente del tremendismo de historias como La familia de Pascual Duarte e inmerso en el objetivismo del Realismo Social de obras como La Colmena, las dos escritas por Camino José Cela. Frente a una literatura gris, oscura y triste, de repente emerge una mucho más vistosa, jovial y alegre, “de altos vuelos”, en opinión de algunos críticos de la época.
Frente a una literatura cuyo protagonista es colectivo ―toda la sociedad española de entonces―, surge esta con uno individual enfocado en su niñez. Frente al objetivo de la denuncia social―el inmovilismo político y la situación del proletariado― aparece la evocación de los momentos maravillosos de la infancia. Frente a una mirada del narrador distanciada y solo preocupada por la objetividad de los hechos sin mención especial a la psicología de los personajes, nos encontramos con una literatura descriptiva donde el sentimiento y el pensamiento del protagonista es lo que cuenta. Frente a la linealidad y simplicidad del lenguaje, tenemos la fragmentación o la exposición de escenas donde la anécdota pierde importancia en favor de la sugestión y el lirismo narrativo.
En definitiva, y como entonces diferenciaría Domingo Ynduráin, había dos tipos de literatura: la comprometida y la de evasión. Como la primera es la que mejor se alinea con la novela realista de la época, solo nos queda la segunda opción: la literatura con una mirada retrospectiva y nostálgica, es decir Helena o el mar del verano. De ahí su escaso eco en la prensa del momento.
Por si todavía hay alguien que no la ha leído, aquí estamos para contagiaros nuestro entusiasmo por ella. Somos conscientes de la cantidad de recursos estilísticos que Ayesta pone en marcha para lograr una obra tan sugerente, pero vamos a intentar resumir los más importantes con el fin de que el lector se haga una idea de tan esplendorosa prosa y disfrute al máximo con ella.
Estructura y tiempo
Analicemos estos dos elementos que son los que nos muestran el porqué de la historia y el sentido de todo.
La novela está organizada en tres partes: En verano, En invierno y En verano otra vez. Pero es que cada uno de los veranos se subdividen en el mismo número de capítulos y en la proporción de los dos primeros dedicados a la felicidad diurna del personaje y el tercero al atardecer, al crepúsculo. Solo la parte dedicada al invierno tiene un único capítulo que trata sobre la educación del personaje en un colegio religioso y las enseñanzas que le marcaron. Esa progresión temporal basada en ciclos naturales―estaciones del año y momentos del día― adquiere valores simbólicos: verano lo relacionamos con plenitud e invierno con aislamiento; día, con felicidad y noche, con un momento de revelación. Estamos, por tanto, ante una estructura ejemplo de equilibrio, simetría y circularidad.
Por otro lado, nos encontramos con un fragmentarismo claro en la obra, como si se le hubieran suprimido los episodios no fundamentales. Esto tiene que ver con su concepción original puesto que Ayesta no la pensó como una unidad. Se nos cuenta una historia en la que se evocan espacios, escenas familiares, primeras experiencias. Se nos describe esa infancia feliz que está en el recuerdo del adulto, el paso a la adolescencia ―duro en ese paréntesis invernal de estudios, reflexiones y remordimientos religiosos― y la vuelta al verano, el reencuentro con Helena y la vivencia de ese primer amor. Estampas y nada de acción.
Las escenas quedan sujetas a la unidad que les aporta la voz narrativa en detrimento de la trama bien urdida, encadenada según coordenadas causales y temporales. El resultado es una novela lírica donde el hilo narrativo de Helena pierde relevancia frente a la importancia que adquiere el viaje interior del protagonista, que es al fin el verdadero asunto de la novela.
Todo esto nos lleva, inevitablemente, a relacionarlo con el tiempo de la acción: aparece un presente de la historia y un imperfecto de la narración pasada, cuyas fronteras están difuminadas, borradas. Si como hemos indicado existe un predominio de descripciones, impresiones y reflexiones, hay también parada de tiempo, estatismo; el tiempo queda congelado e inmóvil con lo que se logra eternizar el instante. Parece que el objetivo primordial de la voz narradora es revivir un pasado evocándolo hasta lograr traerlo al presente y así contemplarlo:
Me sentía lleno de Gracia de Dios, en paz con Dios y con todas las personas que más quería amigas y felices a mi lado y me hubiese gustado que el mundo se parase en aquel momento y que el tiempo dejase de pasar y que aquellos instantes durasen siempre.
En cuanto al tiempo externo de la obra, su contexto histórico-social, algunos datos nos permiten enmarcar la historia en la década de los 30, entre el final de la dictadura de Primo de Rivera y el inicio de la Segunda República.
Lirismo como seña de identidad
Todos los elementos y técnicas utilizadas por Ayesta en esta obra van encaminadas a lograr que el lector sienta lo que el personaje siente en cada una de sus vivencias. Para ello va a poner en marcha el mecanismo de la lírica: temas que expresan los grandes sentimientos del ser humano, recursos retóricos para embellecer el discurso y musicalidad apabullante.
Desde el punto de vista gramatical, resulta llamativa la elección de una forma infantil de hablar y de ver las cosas mediante el uso reiterativo de la yuxtaposición y las oraciones copulativas; las marcas de oralidad (giros, frases hechas, refranes…); las imágenes intensificadoras que aluden a fragmentos del catecismo o a temas de las asignaturas que el narrador estaba estudiando en el colegio; y por último el elemento que resalta sobre los demás, que es el polisíndeton y que caracteriza a casi todo el relato. Solo desaparece en la tercera parte, aunque en el último párrafo vuelve de nuevo por una cuestión temática y rítmica.
Y desde el punto de vista semántico y literario, el material con que nos encontramos es casi inagotable: deliciosas descripciones, riqueza de su campo léxico, utilización de todos los sentidos, visibilidad narrativa…
Descripciones
Como muestra, empecemos por la abundancia de descripciones que, filtradas por la subjetividad del narrador, en función de sus procesos mentales de niño, nos ofrecen realidades muy poco objetivas y enumeraciones caóticas:
Y se oía la música que tocaba en un baile porque era domingo.
Y cuando llegamos a Gijón íbamos todos callados, como tristes.
Y las luces de las calles eran tristes.
Y en la playa se veía el Club de Regatas lleno de bombillas de colores.
En otros momentos los espacios descritos inciden de una manera tan profunda en el protagonista que su descripción es fiel reflejo de su mundo interior:
[…] por otra gruta mucho más estrecha y más larga nos llevaban a la Edad Antigua […]. Y se salía a otro mundo extrañísimo y lleno de hermosura que no se puede recordar sin que se le pare a uno el corazón. Porque estaba cayendo el sol y el cielo estaba rojo y dorado y la mar color de vino y no hacía nada de viento y olía a romero, a rosas y a jazmines. Y Helena estaba desnuda pastoreando un rebaño de cabras. Estaba sentada junto al mar en un prado muy verde que llegaba hasta el mar, debajo de un laurel muy grande de hojas muy verdes y brillantes que refulgían rojizas al sol dorado que se hundía en el mar.
Los colores y la luz
Con estos campos semánticos se consigue la idealización del paisaje. Las sensaciones del narrador ―surgidas a partir de la utilización de los cinco sentidos― lo impregnan todo de un rico cromatismo―el azul, el verde, el rojo, el blanco… son los colores más utilizados―que no necesariamente se ajusta a la realidad. Así el sol a veces es azul, la sombra puede ser verdosa y el cielo, de un verde-pradera. Con esto se busca desautomatizar el lenguaje.
El campo léxico de la luz también invade el texto. Luz, trasluz, lucir, contraluz, brillo, brillante, rebrillar y todas estas palabras matizan los colores y se convierten en expresión de una inmensa felicidad:
Pero lo mejor era el baño por la tarde, cuando el sol bajaba y estaba grande y cada vez más encarnado, y el mar estaba primero verde y luego verde más oscuro, y luego azul, y luego añil, y luego casi negro. Y el agua estaba caliente, caliente, y había bandos de peces muy pequeñitos nadando entre las algas rojizas.
O de una gran tristeza:
El cuarto estaba en penumbra. La última claridad del crepúsculo iba hundiéndose detrás de los tejados, detrás de los árboles del jardín del colegio, detrás de una soledad como un enorme vacío amargo que se acercaba, que venía creciendo, haciéndose cada vez más cóncava, y nos íbamos sumiendo en ella como en la muerte…
Los sentidos
A través de los sentidos, el narrador percibe lo que le rodea y disfruta de sensaciones olfativas, auditivas, táctiles… Veamos estos dos elocuentes pasajes:
- […]y uno no podía resistir aquella mirada y se echaba llorando a los pies del Padre Espiritual, que dejaba de escribir y le acariciaba a uno la cabeza diciendo: “Hijo mío, hijo mío”, y la sotana olía lo mismo que la habitación, pero más fuerte y además un poco a bolas de polilla.
- La luz de la tarde era densa, dorada y azul y negra. Una luz de terror misterioso bajando de un cielo enorme y solitario. Había sobre los prados un sopor, una bruma caliente de chicharras y grillos, muy alto, altísimo, volaba planeando un milano.
Adjetivación y figuras literarias
Los adjetivos que se utilizan tienden a cargar de afectividad el discurso mediante diminutivos y superlativos: un rito secreto, secretísimo; gran silencio silenciosísimo, frigidísimo; otro gigante requetetrillonésimas veces más grande…
Y a través del uso de metáforas y comparaciones, Ayesta logra verdaderas imágenes intensificadoras que recrean escenas inolvidables para el lector: Helena huele tibiamente a nidos de crías; el sol roncaba sobre los manzanos; las niñas duermen como gatitos de terciopelo; voz de tiple como la de un enano; una gran soledad como un enorme vacío amargo (aquí con sinestesia incorporada) …
Y con esta invasión de lirismo, el lector va llegando al final de una novela en la que el narrador ya no habla de un yo sino de un nosotros; ha abandonado la niñez y de la mano de Helena ―su amor, su todo, como el inmenso mar― entran juntos y solos, andando juntos y solos entre el silencio del mundo y del mar. Y el último párrafo es una oda a la felicidad de un instante en un mundo estrenado solo para ellos que se eterniza por siempre. Y este final es unos de los finales más emocionantes que recordamos.