EL GORRIÓN DE ORITO
Por Ramón Palmeral
Traspasé los límites de la aldea de Orito
donde un sociable gorrión molinero revoloteaba
desde el cáliz de un pino carrasco a una hornacina
del Santuario de cerrada puerta.
Su pecho de plumas se agitaba como
el corazón del viento
entre los parrales color cinabrio,
color verde vejiga,
caracolendo sus zarcillos en junio,
con el embolsado de agraces uvas.
De Orito subí caminando hasta la joroba
del monte donde se alza en la cumbre
la sagrada cueva de San Pascual Baylón,
franciscano monje con modesto cíngulo,
e iluminada corona de santo varón.
Sentado en el poyete de la Ermita de la Aparición
mirando al humilde fraile, entró
en vuelo
rasante y precipitado el gorrión de Orito.
¿Acaso me siguió como un ave espía?
Perturbado, quizás, por mi falta de fe cristiana.
Desde el contraluz ojival de la ermita
se dejaba ver el grandioso Valle del Vinalopó
con sus pueblos blancos y lejanos que se podían tocar
como las piezas doradas de un ajedrez gigantesco.
En la sangrante tarde, San Pascual me miraba triste.
El gorrión me picó la mano y como un milagro habló:
¡Viven en el mundo muchos pecadores
pero ninguno le iguala a vos en
pecados!
Me puse de rodillas y luego me tiré al suelo en cruz,
me dormí…, y cuando desperté el gorrión de Orito
todavía seguía allí.
Orito, 1 de agosto de 2019