Mecánica Celeste
Oscar Jairo González Hernández. Editor. Mauricio Restrepo. Asistente Editorial. Juan Diego Cagnola Gómez. Revisión y edición.
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GEORGES SCHEHADÉ (1907-1989) Ó LAS IMÁGENES VENIDAS DE OTRO MUNDO Por: Beatriz y Ludwig Zeller (1928-)
febrero 12, 2019 por La Mecánica Celeste
Cuando hacia principios de los años cincuenta un amigo me envió los primeros ejemplares de A partir de cero, revista dirigida por Enrique Molina, no sé qué me atrajo a los textos de Schehadé, ráfagas de imágenes más que poemas, presentados por Aldo Pellegrini en el segundo número de la revista. Eran años en que me preocupaban otras zonas del paisaje literario, pero las imágenes desparramadas a modo de meteoritos sobre el desierto quedaron fijadas en mi memoria. La primera conexión que hice con ellas fue la poesía última de Hölderlin que en esa época colaboraba en traducir al español. Han pasado más de treinta años y me ha tocado recorrer caminos muy distintos, sin embargo esa primera asociación no se ha deshecho. Hay una visión del mundo en Schehadé tanto como en Hölderlin en un estado de pureza, imágenes de quien ha pasado sobre la llama y cuyo sonido repercute en el interior de nosotros.
Años más tarde tuve ocasión de relacionarme mejor con Aldo Pellegrini, una mente extraordinaria en su amplitud para concebir el fenómeno de la poesía contemporánea, apasionado hasta el extremo cuando se trataba de defender lo que estimaba justo. Quizás nadie como él ha evaluado en forma tan precisa en el mundo hispánico, la poesía se Schehadé. “Como un movimiento de alas apenas esbozado, como reflejos que se deslizan sobre la superficie de un estanque inmóvil determinando la aparición de las más sorprendentes imágenes, como un cuchicheo casi silencioso, nos sale al encuentro la poesía del libanés, George Schehadé. Sin ruido, se mezclan en ella la naturaleza y el hombre, y con el tono de quien no dice nada, nos revela simplemente, los oscuros enigmas: No hay canto en la selva sino ojos negros; / En los jardines comienzan los sueños de locura”.
Sobre la mesa repleta de papeles y de libros de Aldo pude ver otras traducciones, así como un par de fotografías que mostraban a un joven delgado en suéter blanco y gruesos lentes. No sabía entonces que alguna vez iba a poder charlar personalmente con el escritor y escrutar tras sus lentes la chispa de bondad e ironía que subyace en la obra de este libanés de lengua francesa. Otros han intentado traducir algunos de sus poemas. En Puertas al campo, Octavio Paz hace un “pequeño homenaje” a Georges Schehadé de quien, además de traducir algunos poemas, dice: “En la vieja y estéril disputa entre lucidez y delirio, cálculo e inspiración, previsión y azar Schehadé se nos aparece como un artífice que no confía en la casualidad, pero, al mismo tiempo, sus poemas producen el efecto de que son el fruto de un desarreglo de los sentidos”. Y más adelante: “Sus poemas son algo así como relojes de extremada precisión que nunca dan la hora de vida, sino otra, acaso fuera del tiempo.”
No es extraño que dos de los más importantes poetas Latinoamericanos tengan una visión similar, como indefinible, de la poesía extraña y singularmente viva de Georges Schehadé.
Hace dos años, en el invierno de 1986 me tocó visitar París en un momento difícil. Venía de España, donde había recorrido miles de kilómetros en automóvil sin percatarme de que estaba enfermo. Pensaba que era un malestar pasajero y que todo cambiaría al encontrarme con viejos amigos en París. El resultado, sin embargo, fue distinto. A medida que el tren se acercaba al norte de Francia vimos con sorpresa que los campos estaban cubiertos de nieve. Susana, mi mujer, y yo mismo estábamos desconcertados. El hotel donde pensábamos alojarnos estaba repleto, muchos amigos fuera y el cielo, que tantas veces me pareció luminoso y prometedor en esa ciudad, resultó ser gris y como de plomo. Me pregunté entonces muchas veces la razón que había tenido para hacer tal viaje, ya que todo parecía cerrado y hostil. Recordé entonces que en años anteriores vi una galería que llevaba el nombre de Brigitte Schehadé en barrio del Marais. Tenía conmigo la traducción de una de sus plaquettes hecha en colaboración con Beatriz Zeller, pero mi ánimo no estaba para visitas. Sin embargo nuestros paseos por las calles frías del Marais nos llevaron hasta la galería, donde nos atendió una joven amable y simpática. Miramos una serie de dibujos de Masson, de una época muy creativa, tintas esparcidas sobre grandes papeles blancos, semejantes a huracanes que araron el polvo. Mientras mirábamos los dibujos llegó Brigitte Schehadé en quien, después de hablar un par de frases, encontramos una persona amable y muy sensible a lo poético. Tenía una apertura con nosotros, a quienes desconocía, que al momento pensé si no tendría sentido mostrarle la traducción al español que teníamos en nuestra valija. Nos invitó a ir a su casa dos días más tarde; tenía la certeza de haber dado con una pista.
En el día previsto volvió a nevar, lo que en París produce un total desconcierto. Schehadé nos esperaba esa noche, era el mismo hombre delgado, frágil, de modales elegantes, cuyas fotografías y poemas había visto hacía tantos años. De inmediato sentí una cercanía hacia él, que es franco y directo. Pudimos cambiar opiniones sobre el surrealismo y sobre la poesía latinoamericana. En medio de la charla vi asomar varias veces esa sonrisa tras los lentes. Es un poeta que ha podido plantearse muchos enigmas al respecto del mundo y que ha debido sufrir otros tantos, ajenos a él, cuando se fue destruyendo alrededor suyo el amado Líbano. En todo momento, mientras charlaba con él o con Brigitte, se siente esta nostalgia, sea un cuadro o libros que tenían en Beirut, sea la alfombra hecha por tejedores del Oriente Medio; siempre el café mezcla algunas memorias del exilio, esa condición que casi ha llegado a ser general a los poetas en el mundo de hoy. Le conté de las distintas traducciones de su obra que había podido ver a lo largo de los años en español: Historia de Vasco, obra de teatro presentada por Rodolfo Usigli y publicada en México en 1959; no conocía las traducciones de Pellegrini, aunque lo recordaba vagamente; es amigo de Octavio Paz y aprecia su poesía y su valor esclarecedor en los problemas de la cultura. Charlamos luego de los desiertos distintos y similares en que ambos hemos nacido, las fantasmagorías que suelen aparecer allí cuando los seres y las cosas están nimbados por una magia enteramente ajena a la atmósfera de una ciudad. Revisamos la traducción que llevaba conmigo. Nada resulta tan aleccionador como este tipo de experiencia que recomiendo a cuantos se apasionan por la poesía. Schehadé resulta siempre generoso y flexible al juzgar a otros poetas y, desde luego, a quienes masacramos su original para poderlo presentar en otra lengua. Más bien es humilde, sin asomo de resentimiento.
Un par de horas más tarde, cuando tuvimos que salir a la calle, estaba grabada en mi memoria su sonrisa, la gentileza afectuosa de él y su mujer. Afuera nevaba. Desconcertados taxistas trataban de limpiar los parabrisas. Era acaso otro signo de la arena que sopla en el desierto, blanca aquí en el exilio de París, para este poeta en quien el misterio es algo entrañable, para el que la magia de las palabras y su emoción no son un acertijo, sino una solución.
1988
POESÍAS III
I
La estrella volverá al jardín destruido
Semejante a la gota de agua de los nacimientos
Los pájaros se abrirán impacientes
Y será el sueño de la primera noche
Oh mi amor estoy en una pradera
Con árboles de mi edad
Las gacelas pasan por las pestañas adormecidas
Esta tarde la muerte es hija del Tiempo amado
II
No encontraréis la paz del Reino
Ni los pastizales al borde de una lanza
-Apenas el ruido del hierro
En esta iglesia de una península de infancia
Apenas el ángel y el invierno
En la pasión cristiana de las barcas
Espigas que se aferran y derraman sangre sobre la tarde
III
Entonces la primavera semejante al vitral de un manzano
de muchos colores como ojos de gacela… lo Verde, lo
Nudoso, lo Amado! trae su apariencia al día y a la noche,
y alcanza hasta la luna, más bella que las casas habitadas.
Los ojos de la vida se abren al fondo de la tierra.
En las hojas los pájaros en mil pedazos picotean, la
rosa permanece encerrada por espinas; todo enloquece y
se desnuda, la flor y el agua.
Que aquel que pasa por el llano recuerde!…
¡Verde, verde hasta la delicia y el vaho de los lagos!
IV
A Pierre Robin
Cuando el pájaro se desgarra en canto
Las hojas inciertas de su melancolía
A veces cesan sus quejas
El aire a lo lejos termina y no quiere oír
Pasamos entonces con nuestros perros de domingo
Por el cielo y los huertos
Al exilio de nuestras imágenes
Hacemos sombra a cada niño de la tarde
V
Del otoño amarillento que tiembla bajo el bosque quieto
Queda una extraña melancolía
Como esas cadenas que no son ni para el cuerpo ni para el alma
Oh estación los pozos no han desertado aún de vuestra gracia
Esta tarde avanzamos en hojas que pasan
Cerca de una cascada de triste locura
Y he aquí en una nube de gran transparencia
La estrella como un fulgor de hambre
VI
Aquel que piensa y no habla
Un caballo lo arrastra hacia la Biblia
El garrote no le causa temor
Porque el espíritu no lo ha abandonado
Aquel que sueña se mezcla con el aire
VII
Como esas Madonas que van al abrevadero
Tras las hojas verdes la locura
Dejando atrás los campos de su país
Por conservar el agua preciosa de la tarde
Aquellos que me advirtieron
De la calma y la impaciencia de la tierra
Duermen entre el día y la noche
En los jardines de las Escrituras
VIII
Yo leía en el viejo libro de los Reinos
-Yo estaba loco en la escalera de gracia
Fuera la noche se llevaba las torres
-Yo me iba en busca de las fábulas
IX
Yo os llamo María
Un casto cuerpo a cuerpo con vuestras alas
Sois bella como las cosas que yo he visto
Ante todo no estaba vuestro Hijo en los paisajes
Ni vuestro pie de plata en los lechos
Os envidio María
El cielo te cubre de pena
Cuervos han tocado tus ojos azules
Tú me inquietas tú me inquietas joven muchacha
El follaje enloquece de ti
X
Cuando tengamos
Dulces playas para tocar con la mirada
Y esta vida donde la sombra no se separa el día
El reposo vendrá con sus tesoros
Tú y yo sobre las playas de la Tierra
Oh mi amor que pides viajes al sueño
XI
La pequeña niña tiene una tos de montaña
Que conserva la hierba sobre el rostro
La mora de los bosques no reencuentran su rastro
Ni su eco y los perros perfumados ya no recuerdan
Pienso que ella ha palidecido en sus hábitos
Antes de fundírsela reverso de los árboles
Dando su parte de noche al cuervo de la arena
Su dulzura a los pantanos solitarios
Así persiste en primavera la nieve de las almendras
XII
Digo que los tesoros son hijos de las plantas
No hay labor que preceda a la brisa
Mientras permanezcan prendidas las lámparas
Mientras los muertos sean flores
XIII
Aquella tiernamente anudada por las cosas del alma
Aquel que ausente está por el milagro
Todo es sueño polvo de sueños
Rebaños que tienen mil años a causa de la luna
Y esas montañas que tiemblan con las nueces
XIV
Iremos algún día hijos de la tierra
Con nuestros pañuelos bermejos
Echar a volar el pájaro de las manos de la piedra
En el país de la sombra aquella carretilla triste
En un valle de rosas reducido pero violento
A través de los adioses del sol
Veremos defenderse al día y a la noche
Luego la luna como una llanura sobre el mar
Así vamos buscadores del cielo
-En la sombra aquella carretilla triste
Multiplicando haces de leña en las frías nubes
Como aquellos que duermen en la tierra eterna
XV
Bajo un ramaje indiferente a las aves hambrientas
Digo que las manzanas son justas y bellas
En la tristeza de la mañana
Hablo de una rosa más preciosa
Que la piel curtida del jardinero
Porque los libros están en los cuartos
Porque hay agua en el cuerpo de los amantes
XVI
Si debo encontrar a mis Antepasados
En el extremo de una tierra de elegía
Allí donde se pierde la palabra de los pozos
A la vieja usanza de las lunas
La noche hará un solo haz de nuestras sombras
Yo juntaré la aguja y los sueños
Y la mano de sus hábitos
– Estirados sobre sus cabezas ligeras
Bajo un árbol imaginado por la vida
Si debo encontrar a mis Antepasados
En el extremo de una tierra de elegía
Llevando un niño de grandes sueños
Hasta el borde de los ríos sin riberas
XVII
Un cuervo habla sobre la montaña
Mi madre en su país se recordaba
Qué podredumbre o qué nácar
Si alguna vez vuelvo oh fuente
Si la sombra de un árbol me guarda su día.
Gradiva. Revista literaria. Bogotá. Año II. Nro 4-5. Noviembre 1987 y febrero 1988. Págs. 35-43.