En España, el que resiste, gana [Y quien tiene un enchufe, digo yo]
Discurso de recepción del Premio Príncipe
de Asturias.
Oviedo, 1987.
Señor,
Señora,
Alteza,
Y también: señor presidente de la Fundación Principado de Asturias, dignísimas
autoridades eclesiásticas, civiles y militares, señoras y señores.
En
La Arcadia de Lope de Vega se
dicen estos versos:
¡Ay, dulce y cara España,
madrastra de tus hijos verdaderos,
y con piedad extraña
piadosa madre y huésped de extranjeros!
En España —y os lo digo,
Alteza, porque sois joven y español— el que resiste, gana. Y
también os lo digo,
Alteza, porque habréis de lidiar durante vuestra vida, que para
bien de todos os deseo
larga y colmada de aciertos, con los tres embates que siempre se
arrancan y siempre se
estrellan contra el alma de los elegidos: el hombre impaciente,
el del tiempo inclemente y el de la cirscunstancia desaforada e
hiriente.
Entrega del Premio Príncipe de Asturias a Camilo José Cela (1987)
Alteza, no demos pábulo ni al
inerte sentimiento ni a la anestesiadora y deformante nostalgia y dejemos volar la
esperanza y la ilusión, que son las dos alas de la saludable felicidad que ni cesa ni aun
se interrumpe.
El que espera tiene a su lado un
buen compañero en el tiempo, nos dejó dicho Saavedra Fajardo en sus
Empresas
políticas y en glosas a unas palabras que pronunciaba con elegante y noble regodeo vuestro
trasabuelo Felipe II: «yo y el tiempo contra todos».
«Se dará tiempo al tiempo
—pensaba y escribía Cervantes en
La gitanilla—, que suele ser dulce
salida a muchas amargas dificultades». Y en
Las dos doncellas: «Dejad el
cuidado al tiempo, que es gran maestro en dar y hallar remedio». Y en el
Quijote: «Dejando al tiempo que haga de las suyas, que es el mejor médico de estas y de otras
mayores dificultades». Una ilustre española y amiga, María Zambrano, Premio Príncipe
de Asturias y serena voz del pensamiento, nos dice que quizá no exista experiencia que
preste mayor madurez al hombre que su descubrimiento del tiempo. Otro premio, Alteza, de
vuestro título —y os hablo ahora de Mario Bunge—, se sorprende de que el
tiempo, siendo, sobre imperceptible, inmaterial, pueda medirse con tanta precisión.
Observad, don Felipe, que esta precisa exactitud en la medida del tiempo funciona en
extensión, sí, pero no en intensidad, ya que no es el mismo el minuto del enamorado que
el del condenado a muerte.
Desde aquel histórico 3 de octubre
de 1981, en el que por vez primera en vuestros aún breves y tan lozanos días, os
dirigíais en público y cabe estos muros ya nimbados de recuerdos a nuestros compatriotas
los españoles, hasta hoy, el tiempo, con su pausado caminar inexorable, ha transcurrido
con suficiente holgura y generosidad para que yo pueda haber alcanzado el honor a todas
luces inmerecido, de dirigiros estas breves y muy sinceras palabras: en este Oviedo
capital de la Asturias entrañable, con el motivo que aquí nos convoca y en presencia de
vuestros augustos padres los Reyes de todos los españoles la gozosa insignia de España.
En la esfera de algún viejo reloj
se leen, referidas a las horas que pasan y pasan sin apurarse jamás ni detenerse nunca,
unas palabras tan ciertas como fatales: Todas hieren, la última mata. Doy gracias a Dios,
Alteza, porque, aun herido, todavía no sonó mi hora y puedo deciros mi palabra ante
todos y con el corazón saliéndoseme por la boca de emoción y de contento.
Escuchad, Alteza, lo que os voy a
decir, lo que os vengo diciendo, y pensad que no me mueve ningún otro afán que el de la
verdad que me debo a mí mismo y el de la lealtad que a vos os debo.
Sois el titular de este viejo
Principado marinero y minero, agricultor y ganadero, industrial y comercial, literario,
señorial y popular que presta su nombre a la benemérita Fundación que es hoy nuestra
anfitriona y pienso que, como Premio Príncipe de Asturias que soy e interpretando el
sentir de mis compañeros, los demás premiados a mayor mérito y justicia, me cumple
agradeceros, en nombre de todos, vuestra presencia aquí y vuestra tutela. Y no sólo por
el galardón que recibimos sino por el hecho, no demasiado frecuente en nuestra historia,
de que los tirios que mandan y los troyanos que obedecemos y pensamos y trabajamos y
escribimos y hacemos, mejor o peor, aquello que debemos y creemos saber hacer, seamos
capaces de reunirnos para festejar, con el corazón limpio y la voluntad abierta, un
evento glorioso: el de la concordia que a todos nos salvará. Mis palabras son de paz
porque nada sujeta más y mejor a la guerra que la mesura en el juicio y la actitud.
Mesura hasta el sufrimiento, pedía Séneca a quienes se gozaban en el arte de pensar.
Otro ilustre español y amigo, don
José Ferrater Mora, se lamentaba desde esta misma tribuna, de la política de despilfarro
intelectual de España, por fortuna ya en vías de la enmienda, frente a la política de
respeto intelectual de otros países en los que el aplauso a las cosechas de la
inteligencia prima sobre cualquier otro supuesto. Nos falta todavía mucho, bien lo sé,
pero pienso, en mi patriótico optimismo, que quizás estemos ya en el buen sendero del
escarmiento y dé su fruto el acierto, y Vuestra Alteza es testigo excepcional. Hemos
cruzado ya el Rubicón del orgulloso y esterilizador «que inventen ellos» y estamos
empezando a entrever que nuestro camino es otro. Quisiera poder deciros, Alteza, que los
españoles asumimos ya nuestro deseo y nuestra voluntad de inventar y de gozar del
invento.
Aún otro ilustre español y también amigo, don
Severo Ochoa, pidió desde esta misma aireada plataforma, un ambiente propicio y un
estímulo, una comprensión y un interés para la actividad creadora. Ya empezamos a
tenerlo entre nosotros. Ochoa pedía que la promoción de la ciencia en España fuese
vinculada a la Corona para que pudiera adquirir la deseada estabilidad y yo me permito
sugerir ahora, con tanta convicción como respeto, que esa vinculación se ampliara a
otros ámbitos también hoy representados aquí.
Alteza: vuestro padre se propuso ser
el Rey de todos los españoles y a fe que lo consiguió. Somos muchos los españoles que
quisiéramos verlo como espejo de conducta y buen propósito, como haz luminoso que en
cada instante nos alumbrara el camino de la inteligencia en su prosecución de óptimo
fruto. Porque en buena política no hay patrimonio que ministrar si antes no ha sido
creado con salud, rigor y vigor.
Alteza, ya sois un hombre, pero,
desde muchacho y aun desde niño, estáis en contacto con lo mejor y más granado de
España: anteayer con los militares y los trabajadores, ayer con los marinos y los
deportistas, hoy con los aviadores y los poetas, mañana con los universitarios y los
estudiosos y siempre con los españoles que viven y sueñan a nuestro mismo compás, a ese
compás que —bien mirado— no es nuestro ni de ellos, sino común y compartido.
Este es el paisaje en que la
representación de vuestros pasos históricos ha de tener lugar y ha de acontecer por
rigurosa ley de fatalidad: se llama España y no tenemos otro ni tampoco podemos ni
queremos cambiarlo por ningún otro. Nuestro naipe está sobre la mesa y con él hemos de
jugar la partida en la que nos va el presente y el futuro. De nuestra sabiduría y
prudencia dependerá el resultado y el llanto o la alegría.
Alteza, los españoles estamos
orgullosos y celosos de vuestro padre el Rey y tenemos la difusa pero también ciertísima
convicción de que, sin su providencial presencia entre nosotros, no estaríamos
celebrando aquí y ahora esta fiesta de concordia y de paz.
Alteza, estáis llamado a ser el Rey
de España cuando Dios disponga, y pido a Dios que se sirva tomar su disposición después
de haber pasado muy largos años: recordad las palabras que os dije de Saavedra Fajardo y
de Cervantes. Para entonces yo ya no estaré en el mundo de los vivos, pero creedme si os
aseguro que moriré en paz y reconfortado al ver a nuestra patria en el buen camino del
sosiego acorde y la tranquilidad provechosa y ubérrima.
Señor, Señora, Alteza, gracias por
haberos dignado escuchar las palabras de un español sin más mérito que su voluntad y su
paciencia o, si mejor lo queréis, su esperanza. Y gracias por vuestra presencia aquí,
signo inequívoco de la vinculación de la Corona con la España de la ciencia, el
pensamiento y las artes que el insigne asturiano Severo Ochoa pedía con tan noble acento.
Muchas gracias.