Orfandad y adolescencia gravan tu existencia.
Hombre comprendido, callado y comprensivo.
En premura descansas, en soledad nos dejas.
Vuelves del universo, protección sentencias.
Enfermo te marchas, pero no, no te alejas.
Vienes de visita, siento misterio y temeridad.
De madrugada, junto al lecho, movimiento,
tacto presencial y aparatos eléctricos palpitan.
Recelo y callo, de voz, de comprensión y valor.
Mi vello eriza como la piel de un pollo al desnudo.
En silencio te indico: márchate. Aquí no te quiero.
No hay, sin embargo, odio, rencor ni resentimiento.
En la madrugada del día del padre, día de San José,
noche de fiesta e insomnio, te percibo y te despido.
Tú te obstinas, insistes, clamas atención y noto fricción,
presencia, desplazamiento, tacto y mis pies sobre presión.
Proceso temor, desazón, y el vello como escarpias.
Los escalofríos me invaden, me estremecen.
Lo inexplicable, anormal, incomprensivo,
surrealista, misterioso y palpable, me confunde.
Vete, indico, por temor al misterio, al desconocimiento.
Busca tu camino, reanudo. Aquí asustas y no te quiero.
Digo, en silencio, a boleo, y repito, aturdido, inquieto.
Busca la luz y deja que yo les proteja, sin vestir el luto.
Te busco, no te veo, sí testigos electrónicos, que apagas,
y un rayo sonoro, entra y esfuma del televisor, apagado.
Pero aunque te percibo y no te veo, evaporas tan fugaz
como caída de estrella, sin necesidad de materia terrenal,
yo sé, Rafael, que diecisiete años atrás asistí a tu funeral.
Por Agustín Conchilla