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domingo, 9 de julio de 2017

En España, quien resiste, gana. Camilo José Cela, Premio Nobel de Literatura.

En España, el que resiste, gana [Y quien tiene un enchufe, digo yo]

Discurso de recepción del Premio Príncipe de Asturias.
Oviedo, 1987.
Señor,
Señora,
Alteza,
Y también: señor presidente de la Fundación Principado de Asturias, dignísimas autoridades eclesiásticas, civiles y militares, señoras y señores.
En La Arcadia de Lope de Vega se dicen estos versos:
¡Ay, dulce y cara España,
madrastra de tus hijos verdaderos,
y con piedad extraña
piadosa madre y huésped de extranjeros!
En España —y os lo digo, Alteza, porque sois joven y español— el que resiste, gana. Y también os lo digo, Alteza, porque habréis de lidiar durante vuestra vida, que para bien de todos os deseo larga y colmada de aciertos, con los tres embates que siempre se arrancan y siempre se estrellan contra el alma de los elegidos: el hombre impaciente, el del tiempo inclemente y el de la cirscunstancia desaforada e hiriente.
Entrega del Premio Príncipe de Asturias a Camilo José Cela (1987)
Alteza, no demos pábulo ni al inerte sentimiento ni a la anestesiadora y deformante nostalgia y dejemos volar la esperanza y la ilusión, que son las dos alas de la saludable felicidad que ni cesa ni aun se interrumpe.
El que espera tiene a su lado un buen compañero en el tiempo, nos dejó dicho Saavedra Fajardo en sus Empresas políticas y en glosas a unas palabras que pronunciaba con elegante y noble regodeo vuestro trasabuelo Felipe II: «yo y el tiempo contra todos».
«Se dará tiempo al tiempo —pensaba y escribía Cervantes en La gitanilla—, que suele ser dulce salida a muchas amargas dificultades». Y en Las dos doncellas: «Dejad el cuidado al tiempo, que es gran maestro en dar y hallar remedio». Y en el Quijote: «Dejando al tiempo que haga de las suyas, que es el mejor médico de estas y de otras mayores dificultades». Una ilustre española y amiga, María Zambrano, Premio Príncipe de Asturias y serena voz del pensamiento, nos dice que quizá no exista experiencia que preste mayor madurez al hombre que su descubrimiento del tiempo. Otro premio, Alteza, de vuestro título —y os hablo ahora de Mario Bunge—, se sorprende de que el tiempo, siendo, sobre imperceptible, inmaterial, pueda medirse con tanta precisión. Observad, don Felipe, que esta precisa exactitud en la medida del tiempo funciona en extensión, sí, pero no en intensidad, ya que no es el mismo el minuto del enamorado que el del condenado a muerte.
Desde aquel histórico 3 de octubre de 1981, en el que por vez primera en vuestros aún breves y tan lozanos días, os dirigíais en público y cabe estos muros ya nimbados de recuerdos a nuestros compatriotas los españoles, hasta hoy, el tiempo, con su pausado caminar inexorable, ha transcurrido con suficiente holgura y generosidad para que yo pueda haber alcanzado el honor a todas luces inmerecido, de dirigiros estas breves y muy sinceras palabras: en este Oviedo capital de la Asturias entrañable, con el motivo que aquí nos convoca y en presencia de vuestros augustos padres los Reyes de todos los españoles la gozosa insignia de España.
En la esfera de algún viejo reloj se leen, referidas a las horas que pasan y pasan sin apurarse jamás ni detenerse nunca, unas palabras tan ciertas como fatales: Todas hieren, la última mata. Doy gracias a Dios, Alteza, porque, aun herido, todavía no sonó mi hora y puedo deciros mi palabra ante todos y con el corazón saliéndoseme por la boca de emoción y de contento.
Escuchad, Alteza, lo que os voy a decir, lo que os vengo diciendo, y pensad que no me mueve ningún otro afán que el de la verdad que me debo a mí mismo y el de la lealtad que a vos os debo.
Sois el titular de este viejo Principado marinero y minero, agricultor y ganadero, industrial y comercial, literario, señorial y popular que presta su nombre a la benemérita Fundación que es hoy nuestra anfitriona y pienso que, como Premio Príncipe de Asturias que soy e interpretando el sentir de mis compañeros, los demás premiados a mayor mérito y justicia, me cumple agradeceros, en nombre de todos, vuestra presencia aquí y vuestra tutela. Y no sólo por el galardón que recibimos sino por el hecho, no demasiado frecuente en nuestra historia, de que los tirios que mandan y los troyanos que obedecemos y pensamos y trabajamos y escribimos y hacemos, mejor o peor, aquello que debemos y creemos saber hacer, seamos capaces de reunirnos para festejar, con el corazón limpio y la voluntad abierta, un evento glorioso: el de la concordia que a todos nos salvará. Mis palabras son de paz porque nada sujeta más y mejor a la guerra que la mesura en el juicio y la actitud. Mesura hasta el sufrimiento, pedía Séneca a quienes se gozaban en el arte de pensar.
Otro ilustre español y amigo, don José Ferrater Mora, se lamentaba desde esta misma tribuna, de la política de despilfarro intelectual de España, por fortuna ya en vías de la enmienda, frente a la política de respeto intelectual de otros países en los que el aplauso a las cosechas de la inteligencia prima sobre cualquier otro supuesto. Nos falta todavía mucho, bien lo sé, pero pienso, en mi patriótico optimismo, que quizás estemos ya en el buen sendero del escarmiento y dé su fruto el acierto, y Vuestra Alteza es testigo excepcional. Hemos cruzado ya el Rubicón del orgulloso y esterilizador «que inventen ellos» y estamos empezando a entrever que nuestro camino es otro. Quisiera poder deciros, Alteza, que los españoles asumimos ya nuestro deseo y nuestra voluntad de inventar y de gozar del invento.
Aún otro ilustre español y también amigo, don Severo Ochoa, pidió desde esta misma aireada plataforma, un ambiente propicio y un estímulo, una comprensión y un interés para la actividad creadora. Ya empezamos a tenerlo entre nosotros. Ochoa pedía que la promoción de la ciencia en España fuese vinculada a la Corona para que pudiera adquirir la deseada estabilidad y yo me permito sugerir ahora, con tanta convicción como respeto, que esa vinculación se ampliara a otros ámbitos también hoy representados aquí.
Alteza: vuestro padre se propuso ser el Rey de todos los españoles y a fe que lo consiguió. Somos muchos los españoles que quisiéramos verlo como espejo de conducta y buen propósito, como haz luminoso que en cada instante nos alumbrara el camino de la inteligencia en su prosecución de óptimo fruto. Porque en buena política no hay patrimonio que ministrar si antes no ha sido creado con salud, rigor y vigor.
Alteza, ya sois un hombre, pero, desde muchacho y aun desde niño, estáis en contacto con lo mejor y más granado de España: anteayer con los militares y los trabajadores, ayer con los marinos y los deportistas, hoy con los aviadores y los poetas, mañana con los universitarios y los estudiosos y siempre con los españoles que viven y sueñan a nuestro mismo compás, a ese compás que —bien mirado— no es nuestro ni de ellos, sino común y compartido.
Este es el paisaje en que la representación de vuestros pasos históricos ha de tener lugar y ha de acontecer por rigurosa ley de fatalidad: se llama España y no tenemos otro ni tampoco podemos ni queremos cambiarlo por ningún otro. Nuestro naipe está sobre la mesa y con él hemos de jugar la partida en la que nos va el presente y el futuro. De nuestra sabiduría y prudencia dependerá el resultado y el llanto o la alegría.
Alteza, los españoles estamos orgullosos y celosos de vuestro padre el Rey y tenemos la difusa pero también ciertísima convicción de que, sin su providencial presencia entre nosotros, no estaríamos celebrando aquí y ahora esta fiesta de concordia y de paz.
Alteza, estáis llamado a ser el Rey de España cuando Dios disponga, y pido a Dios que se sirva tomar su disposición después de haber pasado muy largos años: recordad las palabras que os dije de Saavedra Fajardo y de Cervantes. Para entonces yo ya no estaré en el mundo de los vivos, pero creedme si os aseguro que moriré en paz y reconfortado al ver a nuestra patria en el buen camino del sosiego acorde y la tranquilidad provechosa y ubérrima.
Señor, Señora, Alteza, gracias por haberos dignado escuchar las palabras de un español sin más mérito que su voluntad y su paciencia o, si mejor lo queréis, su esperanza. Y gracias por vuestra presencia aquí, signo inequívoco de la vinculación de la Corona con la España de la ciencia, el pensamiento y las artes que el insigne asturiano Severo Ochoa pedía con tan noble acento.
Muchas gracias.