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domingo, 11 de agosto de 2013

El pino centenario de Guadalest




         Subiendo por la carretera de Polop de la Marina a Guadalest, sorteando curvas y paisajes,  roquedales que fueron en algún tiempo glaciares, ya no sabes si vas para el norte o el sur, las costaleras del monte o taludes de la carretera se acercan a ti con insultantes piedras y amenazantes cunetas.
   Hasta que sorteando kilómetros empiezas a ver tierras de labor donde crecen los algarrobos, hay alguna casas con techumbre de tejas moriscas y pinos, muchos pinos carrascos y piñoneros sobre el equilibrio de algunos grises roquedales. Pasada una de las curvas te encuentran con un pino gigante, te entran ganas de preguntarle ¿desde cuándo estás aquí, cuánto tiempo llevas en el mismo sitio? Su tronco no puede ser abarcado por tres hombres abrazados, si se dejan.
     Este pino debió escuchar los tiros de un Mauser durante la guerra civil, la metralleta de un guerrillero durante el franquismo, la de un furtivo cazador tras las perdices rojas. Hay que dejar el coche en una pobre explanación para contemplarte, se me viene a la memoria unos versos de Gerardo Diego del ciprés de Silos “Enhiesto surtidor de sombras y sueños/que acongojas al cielo con tu lanza”. Y es que si se pudiera subir veríamos todo el valle secreto de Guadalest, el río, la presa, a lo lejos se ven sierras, malezas y cambrones, y ruinas de viejos encinares.
    Habéis convertido este paraje montaraz en palacios, mezquitas y torreones vegetales del homenaje con el estandarte lanzando al aire de colores rojos y verdes. Por las noches viene la luna lorquiana con su polisón de nardos a llevarse la hojas secas que el viento de los crepúsculos arroja al suelo como despeinándote.
    Eres orgulloso como las astas de un toro entre cordilleras y las constelaciones de Tauro, allá donde el cielo tiene su cuna y su luna pálida y envidiosa.
    Cuando el viento perfumado de primavera trae el sonido de algunos ruiseñores, éstas avecillas  se quedan aquí bajo el refugio del gigante. Quizás por aquí pasaran Gabriel Miró con su amigo Oscar Esplá hacia Confrides por al carretera se sube al cielo y se pierde por los alros de Aitana. Ese dolor de antenas espías del Mediterráneo que quiebran las cabezas de los ecologistas.
  Volveré, volveré a verte altivo, orgulloso y yo cada vez más viejo y mortal.

Ramón Fernández Palmeral

Junio de 2007

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