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domingo, 26 de mayo de 2019

LA INFLUENCIA DEL PAISAJE EN LOS POETAS VALENCIANOS CONTEMPORÁNEOS, Por Pedro García Cueto


11/29/2018
por PEDRO GARCÍA CUETO
         Como una nube que pasa y va dejando las sombras en el cielo, nuestros poetas valencianos contemporáneos hacen del paisaje un escenario donde van dibujando sus mapas emocionales. En la poesía de Jaime Siles el paisaje ha tenido una gran importancia, ha navegado en sus libros, dejando rastros de luz y sombra. Recuerdo el poema ‘Mañana de Ginebra’ perteneciente a Pasos en la nieve (2004), en el que Jaime Siles dice:

Acaso son gaviotas
en busca de otro mar
que guardan en sus alas
memorias de otra sal.

        También recuerda el poeta valenciano la niñez y la identifica con el mar y el espacio del Mediterráneo, en esa búsqueda de un origen, de un mundo ancestral donde hemos pertenecido y del que ya no quedan sino lentas huellas en la arena. Así dice en el poema ‘Niñez’:

Niñez, niñez, cómo te siento:
lejana y próxima
bajo la piel del agua.
Lejana y próxima en la luz
de la memoria
junto a la sal
y el oleaje de las algas.

          Esa invocación al mar va ahondando en el libro, porque en el poeta valenciano laten olas de espuma, acantilados, gaviotas, paisajes de ciudades amadas de Europa, todo cabe en ese caleidoscopio del recuerdo, en ese mapa del corazón.
         En otros libros Jaime Siles habla de arte, de miradas al mar, pero también del lenguaje, una clara obsesión en su obra, la página en blanco que ha de ser llenada, como si en cada trazo vamos negando la creación, a la vez que reafirmamos su existencia, en un alarde de tejer y destejer el mundo, desbrozando los hilos de la verdad que hay en el arte.
        En la obra de Francisco Brines vemos también un paisaje de luz. Hay poemas claramente teñidos de esa luz mediterránea que inunda al poeta, como muestra en Palabras a la oscuridad. Es en este libro donde surgen poemas como ‘Niño en el mar’, donde Brines contempla el paso del tiempo, ve el suceder del mar, como si todo fuese un espacio único, que se repite siempre:

Un niño,
debajo de las nubes radiantes,
contempla el mar.
Entre las secas cañas de los huertos
yo detengo mis pasos.
Miro con turbada inquietud,
el cansado oleaje de las aguas,
la soledad del niño.
         Hay una tristeza en ese niño que está solo, pero parece que el poeta lo mira en el tiempo, como si contempláramos en un espejo nuestro propio rostro. También las aguas están cansadas, porque la vida cansa, mancha, nos va dejando agotados ante el suceder de años. Volver a la niñez es como volver al paraíso, espacio no mancillado por el paso de la vida:

El desolado intento me hace daño;
y al caminar de nuevo,
siento adversa la vida y alejada.

      Brines se aleja de la vida, como si al mirarla, la contemplase en el rostro de otro, que ya no es él. Ese desdoblamiento lo va borrando, como el propio paso del tiempo sobre sus ojos que buscan la inocencia perdida.
         Y en otro poema del mismo libro, publicado en 1966, surge de nuevo el paisaje, como si se renovase el hombre, ahora ya abierto al mundo y feliz:

Sube, cae tu voz,
se mueve el sol, nos besa.

          No hay verso más significativo que ese beso del sol, esa conjunción de cuerpo humano con la Naturaleza.
         En la obra poética de otro poeta de Reinosa pero tan afincado en Valencia desde hace muchos años, Pedro J. de la Peña, que extraigo de su antología poética La zarza de Moisés en la edición de Huerga y Fierro, late el poema ‘Sueño del árbol’ del libro Corpus ecológico (Premio Ciudad de Irún en 1997), donde vemos esa identificación ser humano con la naturaleza:

Yo era un árbol. Soñaba.
Las hojas me crecían
al borde de las ramas
como dedos temblantes
de inmóviles estatuas.

        Esa metamorfosis de hombre en árbol nos recuerda a Dafne en el famoso poema de Garcilaso, en la poesía de Pedro J. de la Peña late un paisaje de caballos y de mar, en muchas ocasiones, pero, por encima de todo, los homenajes a los clásicos pasean en sus versos, les dan luz y los adornan para siempre.
          En ‘Sonido del mar’, de su libro Teatro del sueño (Premio Adonais en 1979), late al final del mismo el mar como un todo, una extensión que es también creadora, capaz de nombrar todo lo que acontece en el mundo, en ese universo que es el verso:

Oh, mar, aliento mío. ¿Cómo ignorar entonces
que eras todo de rosas,
presencia, luz y goce
hasta que le pusiste su nombre a las cosas?

         Mar creado y mar que crea, en definitiva, luz cenital para explicar el mundo.
         Y hay un poeta interior, cuyo paisaje anida como si fuese un velo que debemos traspasar para mirarlo bien, aunque lo leas, necesitas leerlo de nuevo, porque vuelve otra vez el enigma del ser, la introspección latente del hombre en su fondo. Me refiero a César Simón, que nos regaló una poesía íntima pero de poderosa luz. En su libro El jardín (1997) viven poemas como ‘Los pasos últimos’ cuando dice:

Jardín, centro del mundo,
tierra sin nadie,
por tus paseos anda
un cuerpo todavía
buscando no sé sabe qué objetivo,
más sintiendo en las venas el rumor generoso
y silencioso
de la sangre.

         Jardín que es el mundo, pero es tierra de nadie, porque todos lo pisan, pero van muriendo, seres evanescentes que desaparecen como fantasmas, lúgubres espectros del tiempo que ya no quedan en el mundo, mientras la naturaleza persevera, sigue dotando de riqueza a los que vamos pasando, sin remisión, hacia la muerte.
         En ‘Tarde de julio’ el poeta valenciano Ricardo Bellveser mira el mundo y sabe que en la tarde, pese a ese tedio de la vida, hay algo que nos une, como un cordón umbilical a la naturaleza, así lo dice el poema:

Probablemente era una tarde vulgar,
tedio contagiado, brisa que teje los pinos
y los evita. La tierra cálida como un pecho.
         Para el poeta valenciano, ya vivimos unidos al deseo, que nos emparenta con la tierra, buscamos a la mujer amada, anhelamos tener el otro cuerpo, la tierra nos llama, el mar nos evoca recuerdos de infancia, el poema termina así:

Una paloma se asomó entre sus finos labios.
Le desabroché la blusa, y sonaron las Valquirias.
        La música como un hechizo y el cuerpo como un mapa para ser conquistado, ambos presentes en este poema de amor.
         Y, para concluir, un poeta valenciano de distinta poesía, en el sentido de buscar aquella luz que revela el lenguaje, como un amanuense traza en el poema una forma de decir que siempre es enigma, pero que al declamar el poema sale su misterio, se nos revela, como un laberinto donde vamos encontrando la salida. En su libro Leer después de quemar, que es una antología poética que ha aparecido hace muy poco, Soler nos viste y nos desviste, usa el lenguaje como una filigrana, da al poema su punto y su coma, nos deja a todos asombrados del resultado. En el poema ‘Se nos apaga el mundo’ dice:

Exterior día, paisaje con manzanas
plano general que muestra casi todo
menos tú
ruido de voces que se acercan
con un eco lejano de cascos de caballo
pájaros también en una rama
que no merece el viento.

       También el paisaje está presente y debemos descubrir su significado. Late en los poetas valencianos comentados una clara influencia del paisaje, como si la Naturaleza fuese ya un espejo donde se miran, un cuadro que quieren componer.
         Como un día estival donde las olas nos acogen, hay en ellos un afán de hacer de la Naturaleza el otro. Termino con los versos de Guillermo Carnero en Verano inglés (1999), concretamente de su poema ‘Campo de mayo’:

Vaga sin rumbo el viento en los campos de Mayo
como caricia lenta sobre piel morosa,
y me trae el rumor de las rubias espigas.

         Quizá sea el rumor de la vida eterna, ese afán de no morir, quedar para siempre en la Naturaleza, lo que persiguen estos poetas, solo inmortales en el acto de crear, pero efímeros como todo ser humano. En esas espigas está dorado el sol de los versos de un universo siempre en creación, de un paisaje siempre nuevo, aunque haya existido siempre.


Revista: El coloquio de los perros.