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jueves, 29 de diciembre de 2022

La santa bohemia: poetas de café, media tostada y olvido, por Garce Morales

 

Arte y Letras Historia Literatura


Bohemia
Fotografía: Alejandro Sawa (CC).

El origen del término bohemio no tiene nada que ver con los hippies ni con el Imperio austrohúngaro. Fue Segismundo, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, quien concedió la nacionalidad de bohemios a las familias de gitanos, gente nómada y con costumbres particulares que vivían en aquel territorio, ahora región de la República Checa. Por efecto de la metonimia, todo aquel individuo que ha llevado una vida fuera de lo normal en la apariencia o la conducta también ha recibido el calificativo de «bohemio». A mediados del siglo XIX, un escritor francés llamado Henri Murger alcanzó la gloria con un folletín por entregas, Escenas de la vida en bohemia (1845-1849, reeditado por Alba Editorial en 2007), retrato de un grupo de artistas que malvivían en el Barrio Latino de París, siempre a la busca de unas monedas y de la oportunidad para triunfar que nunca llegaba. Los personajes de Rodolfo y Mimí inspiraron una de las óperas más aplaudidas de la historia de la música.

La obra de Murger fue recibida con entusiasmo entre los españoles aspirantes a artista del último tercio del siglo XIX. Muchos periodistas, dramaturgos, poetas, novelistas y pintores se declararon «bohemios». Vivieron en Madrid entre 1890 y 1920. Presintieron antes que ningún otro grupo la catástrofe económica y política que se avecinaba. Sus referentes, las figuras del decadentismo y el simbolismo francés, Rimbaud, Baudelaire y Verlaine. Pérez Galdós y el realismo dominaban la literatura española, pero ellos miraban atrás, a Bécquer y Rosalía de Castro como sus ídolos, el Romanticismo y su credo exaltado. Profundamente idealistas, militaron en el socialismo y el anarquismo. Escribieron en abundancia para la prensa de la época, al tiempo que ayudaban a crear revistas y cenáculos de muy breve duración, siempre conjurados en empresas imposibles y participando en un (ilusorio) movimiento de renovación cultural y social. Solo unos pocos pasarían a la historia, casi ninguno debido a sus méritos, sino por quienes coincidieron con ellos por edad y los convirtieron en personajes de sus obras. Los protagonistas del modernismo y la generación del 98 se encargarían de analizar y retratar lo que significó aquel grupo de «gente nueva» (como los bautizó Clarín): los poetas y dramaturgos del hambre. La canalla de los cafés.

Estaba a punto de terminar el siglo XIX, cuando unas versiones muy jóvenes de los hermanos Machado, los hermanos Baroja, Valle-Inclán y Pérez de Ayala, entre otros, se codeaban con ellos en cafés y tabernas.  El artista bohemio se distinguía por vestir con extravagancia, un desaliño que era en la mayoría de los casos síntoma de pobreza. Se los conocía popularmente como «melenudos», porque lucían el pelo largo y despeinado, y la mayoría estaba en guerra con la higiene personal. Por la Puerta del Sol y el barrio de Maravillas vagaban cuando llegaba la noche: los hermanos Sawa, Joaquín Dicenta, Dorío de Gádex, Silverio Lanza, Rafael Delorme, Xavier Bóveda, Francisco Villaespesa, Ciro Bayo… en esos años (1890-1900), Madrid, a diferencia de Barcelona, y a pesar de su agitada vida nocturna, seguía siendo una capital provinciana que solo había mejorado el urbanismo y las infraestructuras del centro urbano. El resto de la ciudad, ocupada por miles y miles de emigrantes, era territorio apache, con infraviviendas sin luz ni agua corriente. Los funcionarios pasaban grandes estrecheces debido a la alternancia del gobierno. Eso cuando no se daba una huelga o asonada militar. A pesar de esta situación, la primera oleada de la bohemia se formó con jóvenes optimistas, que escribían en defensa de la libertad y el amor universal. Pero conforme el clima político se fue enrareciendo y comenzaron las guerras coloniales, su estilo pasó de la ironía al fatalismo y desembocó en una visión desesperada y nihilista. A estos bohemios no les dolía España, es que sufrían en primera persona el desgarro y la precariedad. Muchos habían llegado de provincias, incluso desde otros países, con el sueño de hacerse un nombre como literato o periodista en la capital, pero pocos lo lograron. Algunos publicaron páginas muy brillantes en la prensa, el ensayo de costumbres y la poesía, pero sus méritos fueron silenciados, o peor, se los apropiaron otros.

La bohemia española siempre caminó por el filo de la picaresca. Mucho se escribió sobre las intenciones y los perfiles de sus componentes, y ya entonces se hacía una distinción entre el escritor que trabajaba con diligencia e incorporaba a su discurso el compromiso político, y aquellos otros que solo estaban en los cafés para pasar el rato en lugar de escribir, medrar y dar sablazos a diestro y siniestro. Pío Baroja, muy crítico con el movimiento, los dividía, a modo de partido político, entre «la bohemia auténtica» (los que se agrupaban en las tertulias, por ejemplo, la del Café de Fornos, en la calle Alcalá) y «la golfemia» (los que pululaban por la Puerta del Sol). En el primer grupo estaría él, por supuesto, y otros escritores «serios», como Rubén Darío, Manuel Machado, César González Ruano o Azorín, personajes que tuvieron su etapa de juventud «atolondrada» y después habrían encarrilado sus carreras hacia obras sólidas y establecidas. Es cierto que la mayoría de los bohemios no pasó de esa fase de juventud, pero en otros casos, especialmente en el mundo del periodismo de principios de siglo, la labor de figuras como Luis Bonafoux y su afilada y temible pluma, el ingenio de Enrique Paradas o el humor de Antonio Palomero han quedado ensombrecidos por la fama de otros nombres.

Los bohemios de Madrid aunaron sus escasas fuerzas para la conseguir la reforma social. Periodistas y poetas defendieron el sufragio universal, la transformación de las instituciones y la lucha contra el poder de la monarquía y la Iglesia. Desde publicaciones como Germinal, el poeta Manuel Paso defendía a obreros y campesinos, en un proceso de identificación con los elementos más pobres y los lugares más sórdidos de la escala social. En El Motín, Ernesto Bark, de origen polaco, llamaba a la revolución. Joaquín Dicenta, autor del drama social Juan José (estrenado en 1896 con gran éxito y escándalo) se definía como «poeta revolucionario». Algunos tuvieron relación directa con el movimiento anarquista: José Nakens acogió a Mateo Morral nada más atentar contra Alfonso XIII (corre la leyenda de que, al enterarse de que no había consumado el regicidio, lo echó de casa). Alfonso Vidal y Planas, el exseminarista metido a furioso agitador contra políticos y clérigos, asesino del escritor Luis Antón del Olmet, era el enlace madrileño de los anarquistas catalanes. 

Las obras de los bohemios eran furiosamente anticlericales. Pedro Barrantes se empleaba a fondo contra la Iglesia católica, lo que le llevó a la cárcel en varias ocasiones. Bark, Valle y Joaquín Dicenta escribieron varias obras sobre el movimiento, la del primero titulada irónicamente La santa bohemia. No cayeron en la moda luciferina de los artistas franceses, pero sí se dejaron llevar por el ambiente lúgubre de Madrid, y escribieron sobre la enfermedad, los cementerios y el ambiente de los bajos fondos de Madrid, de ladrones y prostitutas, que conocían muy bien porque compartían los mismos cafés y tabernas.

Pío Baroja dedicó gran parte de su obra a la bohemia. En sus Memorias, y con su tono habitual, los llama desharrapados y carentes del valor necesario para enfrentarse a la realidad, pero su desprecio tiene más de bronca personal que de valoración crítica. Figuras como Emilio Carrère o el propio Ramón Gómez de la Serna fueron objeto de sus dardos, por no hablar del retrato despiadado que hizo en El árbol de la ciencia de la muerte de Alejandro Sawa, acontecimiento clave de la historia de la bohemia española. Sawa fue el maestro del movimiento bohemio, poeta que encarnó los tópicos de la vida y obra del escritor maldito. Casi todos los autores contemporáneos mencionan en algún momento a los tres hermanos Sawa, muy conocidos gracias a la carrera azarosa y llena de percances de Alejandro, el héroe-artista; a las fantasías y desvaríos de Manuel, el bohemio en el sentido más negativo; y a la obra periodística y de ficción de Miguel, el más centrado y respetable. Valle-Inclán, bohemio de espíritu hasta el final de sus días, siempre guardó respeto por Alejandro, el escritor que dicen nunca se volvió a lavar la cara desde que Víctor Hugo le besó la frente. Valle no le dedicó páginas burlescas, sino su obra más universal: le convirtió en Max Estrella, el poeta ciego de la sátira teatral (llena de hondo dramatismo) Luces de bohemia (1920-24), donde aparecen otros personajes de la escena literaria de aquel tiempo. Alejandro Sawa encarnó como ninguno al escritor de comienzos románticos, que tras su estancia de diez años en París, volvió a la capital decidido a transformar la literatura, pero fue víctima de sí mismo y vivió sus últimos días en la miseria, con las facultades trastornadas. Rubén Darío, que pasó con él varias temporadas en París y le tenía en gran estima, prologó su libro autobiográfico, Iluminaciones en la sombra, un emotivo y contundente testimonio de aquellos días de café y sonetos (reeditado en 2009 por Nórdica Libros).

El periodismo español vivió un momento dulce con la avalancha de nuevos escritores. Con las sátiras políticas cambiaron las formas de redactar y acercarse al público. Se importó la crónica parlamentaria y las columnas de opinión y editoriales se tornaron incendiarias. Tanto, que los dueños de algunos diarios tenían en nómina bohemios expiatorios para ir a la cárcel cuando se producía una denuncia. El estilo fragmentado, muy unido a los acontecimientos de la actualidad y la autoficción fueron algunas de las novedades de la literatura bohemia. Otro rasgo importante fue la psicogeografía que practicaban los autores bohemios. Sus vagabundeos nocturnos, en estado de ebriedad, desde el centro hasta los límites de la ciudad, Cuatro Caminos, Ventas, Vallecas o el barrio de Cambroneras, les proporcionaron ensoñaciones y alucinaciones que plasmaron en sus obras. El propio Baroja fue uno de los primeros psicogeógrafos españoles, empapado del ambiente (Camino de perfección, cap. VII, págs, 48-50, Madrid, Ventura Caro, 1920).

Breve galería de bohemios

Eduardo Zamacois (1873-1971). Perteneciente a la última época de la bohemia, fue un escritor prolífico, de vida muy agitada entre España, París y Sudamérica, colaborador en diversas publicaciones y escritor especializado en relatos de contenido erótico. En 1907 fundó El Cuento Semanal, con enorme éxito de público, donde escribieron los autores del decadentismo español: Felipe Trigo, Alberto Insúa y Antonio de Hoyos y Vinent. Sus escritos sobre la escena bohemia son muy valiosos. 

Pedro Luis de Gálvez (1882-1940). El poeta malagueño fue pirata, galeote, seminarista, timador, soldado, periodista y cualquier otra cosa que se pueda imaginar. Representa como ninguno al pícaro del xvi trasplantado en el xx. Una vida de aventuras, mitad reales, mitad inventadas, y una obra pasada de moda. Lo de llevar a su bebé muerto en una caja para dar pena y conseguir sablazos en los cafés es solo una de las barbaridades que se pueden contar sobre su figura. Gálvez ya era todo un personaje, pero pasará a la historia por ser el protagonista de Las máscaras del héroe, de Juan Manuel de Prada, magnífica novela que recrea el paisaje histórico y literario del comienzo de siglo (Valdemar, 1996).

Manuel Paso (1864-1901). Poeta granadino, redactor de Germinal y precursor del modernismo, mezclaba elementos románticos con un profundo compromiso social. Solo publicó un libro, Nieblas (1886), en estilo diferente al de sus colegas, lejos del tremendismo, y muy apreciado por autores como Juan Ramón Jiménez. Abatido por los reveses editoriales, murió prematuramente debido al alcoholismo.

Emilio Carrère (1881-1947). A diferencia de Alejandro Sawa, Carrère, el otro maestro bohemio, disfrutó en vida del reconocimiento y el dinero con que este nunca llegó a soñar, quizá porque su bohemia se ceñía solo a la extravagante indumentaria y su trato con los poetas y el ambiente nocturno. Autor muy popular, consiguió acercar al gran público los temas del malditismo, la sordidez y los vicios de la calle, por medio de poesía muy accesible y cuentos de corte esotérico o inspirados en las leyendas de Madrid.  

Eliodoro Puche (1885-1961 o 1964). Puche fue el poeta bohemio por excelencia. Educado en una familia acomodada de Lorca (Murcia), vino a Madrid a hacer el golfo y beber como si no hubiera un mañana. Siempre iba de negro («un ataúd puesto de pie») y era muy conocido en las tertulias. Cuando dilapidó la herencia familiar, volvió a su pueblo, donde fue duramente represaliado después de la Guerra Civil. Su obra es muy poco conocida, pero destaca a partir de los años veinte, integrada en el ultraísmo.

Armando Buscarini (1904-1940). El poeta del hambre, desgraciado escritor que recibió el rechazo y la burla de sus compañeros bohemios. Intentó suicidarse varias veces y fue internado en un par de psiquiátricos, en uno de los cuales murió. Tras aparecer como personaje en Las máscaras del héroe, su obra ha sido por fin agrupada y editada.

Rafael Cansinos Assens (1882-1964). Cronista de excepción de la vida literaria española, en especial de la bohemia, de la que fue animador en su tertulia del Café Colonial. Es hoy un escritor olvidado por la crítica, el público y las instituciones, como lo fue en vida. De su extensa y deslumbrante obra (ficción, ensayo, periodismo, traducción), apenas ha quedado huella (se puede encontrar en la obra de Jorge Luis Borges, quien tomó de ella más que simple admiración). Un ejemplo del desprecio y la ignorancia de la cultura española por quienes han significado algo de verdad en ella. En especial, sus memorias, la trilogía publicada por su hijo en los años ochenta, La novela de un literato (Alianza Ed.), conforman un libro deslumbrante, necesario para comprender la historia y su literatura convulsa.

Pero ¿hubo mujeres bohemias?

Teresa Wilms
Teresa Wilms (CC).

Si las vidas y los libros de estos autores son todavía difíciles de rastrear, la presencia de mujeres en la época bohemia es como una entelequia. De nuevo, Baroja afirmaba que, por sus responsabilidades como madres, esposas y amas de casa, las mujeres no tenían tiempo para perderlo componiendo ripios. La verdad era otra: hacia 1890 las mujeres españolas eran analfabetas en un ochenta por ciento. Solo las aristócratas y las hijas de la alta burguesía se podían permitir leer y estudiar. Pese a todo, hubo tertulias femeninas y determinadas mujeres participaron en los cenáculos bohemios. Eran las actrices de teatro y las vedettes del cuplé, como la Bella Monterde o Raquel Meller, entre otras, musas de la escena literaria. Sí hubo bohemias. La más célebre, Carmen de Burgos, alias Colombine, periodista, cronista de guerra y defensora del feminismo. En la cripta de Pombo, Ramón reunió a varias artistas, a quienes apoyó sin reservas: Aurora Gutiérrez Larraya, profesora de artes decorativas; la bailarina Tórtola Valencia; la escritora chilena Teresa Wilms o la pintora santanderina María Blanchard, cuya vida y obra la convierten en un símbolo del artista outsider. Hoy, Blanchard espera, como el resto de autoras y autores, una nueva educación cultural, para que puedan conocerse sus obras. 

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