Rafael Narbona - VIAJE A SIRACUSA Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain) ha pasado a la historia como uno de los musicales más optimistas y luminosos de Hollywood, pero su rodaje constituyó un verdadero infierno, donde un perfeccionista Gene Kelly exigió esfuerzos sobrehumanos a Debbie Reynolds y Donald O’Connor, que años más tarde evocarían sus escenas como una de las experiencias más difíciles de sus vidas. O’Connor necesitó una semana de reposo después de sus célebres acrobacias en «Make ’em Laugh» y Reynolds acabó con los pies ensangrentados tras repetir hasta ocho veces la coreografía de «Good Morning».
Dirigida por Gene Kelly y Stanley Donen, Cantando bajo la lluvia narra las penalidades de un productor y un grupo de estrellas durante la transición del cine mudo al cine sonoro. Ambientada en Los Ángeles, la acción discurre en 1927, una época en la que Hollywood encarna el glamur y la vitalidad de los felices años veinte, rebosantes de ingenio, sofisticación y excesos.
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La arquitectura japonesa
Rodrigo de Vivero - DE UN EXTREMO A OTRO El jardín Sankei-en, en Yokohama, es uno de los sitios más bonitos en el área metropolitana de Tokio. Fue mandado construir a principios del siglo XX por Sankei Hara, un rico comerciante de seda que hizo fortuna a finales de la Era Meiji. Él mismo diseñó el terreno, con jardines de varios tipos, lagos, fuentes, linternas de piedra y un buen numero de construcciones, de nueva planta, algunas, y otras mandadas traer de Tokio, Kioto, Kamakura, Wakayama y Gifu. Un sitio maravilloso para pasear a finales de noviembre, cuando los colores de otoño están en su apogeo.
Las dos construcciones más notables son la casa Yanohara, construida durante el período Edo por una familia acomodada de Shirakawa-go en el tradicional estilo gassho-zukuri (tejados muy verticales de paja) de esa región; y la importante pagoda de tres pisos del antiguo templo Tomyo-ji, levantado cerca de Tokio a mediados del siglo XV, durante el período Muromachi. En su emplazamiento actual, es la más antigua pagoda de madera en torno a Tokio.
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Rodrigo de Vivero - DE UN EXTREMO A OTRO El jardín Sankei-en, en Yokohama, es uno de los sitios más bonitos en el área metropolitana de Tokio. Fue mandado construir a principios del siglo XX por Sankei Hara, un rico comerciante de seda que hizo fortuna a finales de la Era Meiji. Él mismo diseñó el terreno, con jardines de varios tipos, lagos, fuentes, linternas de piedra y un buen numero de construcciones, de nueva planta, algunas, y otras mandadas traer de Tokio, Kioto, Kamakura, Wakayama y Gifu. Un sitio maravilloso para pasear a finales de noviembre, cuando los colores de otoño están en su apogeo.
Las dos construcciones más notables son la casa Yanohara, construida durante el período Edo por una familia acomodada de Shirakawa-go en el tradicional estilo gassho-zukuri (tejados muy verticales de paja) de esa región; y la importante pagoda de tres pisos del antiguo templo Tomyo-ji, levantado cerca de Tokio a mediados del siglo XV, durante el período Muromachi. En su emplazamiento actual, es la más antigua pagoda de madera en torno a Tokio.
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La moda paleolítica (I)
Manuel Arias Maldonado - TORRE DE MARFIL Una de las noticias más chocantes de las últimas semanas ha sido la muerte a flechazos de John Allen Chau, misionero estadounidense que por alguna razón había asumido la tarea de evangelizar a los aborígenes de la isla de North Sentinel, en la Bahía de Bengala. Y su violenta desaparición remite, siquiera sea de manera indirecta, a una de las ideas más singulares de nuestro tiempo: la de que vivíamos mejor en el Paleolítico y no hemos hecho sino degenerar irremediablemente desde entonces.
Quizá fue el historiador medioambiental Jared Diamond quien pusiera por primera vez sobre la mesa abiertamente la tesis según la cual la Revolución Neolítica, que trajo consigo la agricultura intensiva en los inicios del Holoceno, había sido «el peor error de la historia humana».
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Manuel Arias Maldonado - TORRE DE MARFIL Una de las noticias más chocantes de las últimas semanas ha sido la muerte a flechazos de John Allen Chau, misionero estadounidense que por alguna razón había asumido la tarea de evangelizar a los aborígenes de la isla de North Sentinel, en la Bahía de Bengala. Y su violenta desaparición remite, siquiera sea de manera indirecta, a una de las ideas más singulares de nuestro tiempo: la de que vivíamos mejor en el Paleolítico y no hemos hecho sino degenerar irremediablemente desde entonces.
Quizá fue el historiador medioambiental Jared Diamond quien pusiera por primera vez sobre la mesa abiertamente la tesis según la cual la Revolución Neolítica, que trajo consigo la agricultura intensiva en los inicios del Holoceno, había sido «el peor error de la historia humana».
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Charles Chaplin: tres imágenes del siglo XX
Rafael Narbona - VIAJE A SIRACUSA ¿Puede condensarse el siglo XX en tres imágenes? Parece una tarea imposible, pero el genio de Charles Chaplin lo consiguió en tres secuencias memorables, componiendo un retablo de celuloide sobre el Hambre, el Amor y la Libertad. La primera se encuentra en La quimera del oro (1925), cuando un Chaplin torturado por el hambre cocina una bota en una sartén. Atraído por la fiebre del oro, el famoso vagabundo ha buscado refugio en una casa ruinosa levantada en Klondike, una región del territorio del Yukón, en el noroeste de Canadá, cerca de la frontera con Alaska. En el exterior, una tormenta de nieve sopla sin cesar. La mala suerte ha querido que el inofensivo y pintoresco vagabundo se haya colado sin saberlo en la madriguera de un fornido asesino con aspecto de ogro. Con su dulzura habitual, el vagabundo prepara la cena en una sartén. Comprueba con el tenedor que la bota haya adquirido el punto ideal, limpia con mimo el plato que le extiende su siniestro acompañante, afila los cubiertos con habilidad de gourmet, extrae los cordones como si fueran dos espaguetis y divide en dos el manjar.
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Rafael Narbona - VIAJE A SIRACUSA ¿Puede condensarse el siglo XX en tres imágenes? Parece una tarea imposible, pero el genio de Charles Chaplin lo consiguió en tres secuencias memorables, componiendo un retablo de celuloide sobre el Hambre, el Amor y la Libertad. La primera se encuentra en La quimera del oro (1925), cuando un Chaplin torturado por el hambre cocina una bota en una sartén. Atraído por la fiebre del oro, el famoso vagabundo ha buscado refugio en una casa ruinosa levantada en Klondike, una región del territorio del Yukón, en el noroeste de Canadá, cerca de la frontera con Alaska. En el exterior, una tormenta de nieve sopla sin cesar. La mala suerte ha querido que el inofensivo y pintoresco vagabundo se haya colado sin saberlo en la madriguera de un fornido asesino con aspecto de ogro. Con su dulzura habitual, el vagabundo prepara la cena en una sartén. Comprueba con el tenedor que la bota haya adquirido el punto ideal, limpia con mimo el plato que le extiende su siniestro acompañante, afila los cubiertos con habilidad de gourmet, extrae los cordones como si fueran dos espaguetis y divide en dos el manjar.
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Del mal, el menos (y II)
Rafael Núñez Florencio - MORIRSE DE RISA Camilo José Cela popularizó una frase que operaba también en su caso como consigna de vida: «El que resiste, gana». Ya dije en la entrada anterior de este blog que encontrar un denominador común al refranero era tarea ímproba, por no decir inútil, dada la heterogeneidad de los refranes y la contraposición entre unos y otros. No obstante, si nos empeñásemos en encontrar algunas notas distintivas, es decir, algunos rasgos que pudieran aplicarse sin mucho retorcimiento a todos o la inmensa mayoría de los refranes, este de la resistencia sería sin duda, al menos en mi opinión, uno de los más importantes. La mayor parte de los refranes acusan o traslucen esa voluntad de resistir a toda costa frente a las contingencias de la vida. Por eso, sobre todo desde la perspectiva actual, nos sorprende su dureza o, mejor incluso, su rudeza, rayana en la crueldad. Cuando de sobrevivir se trata, no tienen sentido los miramientos: «Cada uno quiere llevar el agua a su molino y dejar en seco al del vecino». Y si estás en el lado de la vida menos agraciado, es decir, si eres pobre o débil, no esperes clemencia de nadie: «Tiene el pobre la desgracia del cabrito, o morir cuando chiquito o llegar a ser cabrón».
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Rafael Núñez Florencio - MORIRSE DE RISA Camilo José Cela popularizó una frase que operaba también en su caso como consigna de vida: «El que resiste, gana». Ya dije en la entrada anterior de este blog que encontrar un denominador común al refranero era tarea ímproba, por no decir inútil, dada la heterogeneidad de los refranes y la contraposición entre unos y otros. No obstante, si nos empeñásemos en encontrar algunas notas distintivas, es decir, algunos rasgos que pudieran aplicarse sin mucho retorcimiento a todos o la inmensa mayoría de los refranes, este de la resistencia sería sin duda, al menos en mi opinión, uno de los más importantes. La mayor parte de los refranes acusan o traslucen esa voluntad de resistir a toda costa frente a las contingencias de la vida. Por eso, sobre todo desde la perspectiva actual, nos sorprende su dureza o, mejor incluso, su rudeza, rayana en la crueldad. Cuando de sobrevivir se trata, no tienen sentido los miramientos: «Cada uno quiere llevar el agua a su molino y dejar en seco al del vecino». Y si estás en el lado de la vida menos agraciado, es decir, si eres pobre o débil, no esperes clemencia de nadie: «Tiene el pobre la desgracia del cabrito, o morir cuando chiquito o llegar a ser cabrón».
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Radiografía del patriota
Manuel Arias Maldonado - TORRE DE MARFIL Durante la reciente conmemoración del fin de la Gran Guerra, que congregó en París a líderes de todo el mundo, no faltó quien recordase ‒en la consabida pieza periodística sobre las películas dedicadas al conflicto‒ el retrato de la guerra de trincheras que hiciese Stanley Kubrick en Senderos de gloria (1957): un título lleno de ironía, pues esos caminos sólo conducían a la muerte de unos soldados que combatían sin esperanza. Menos citada es Rey y patria (1964), de Joseph Losey, que se ocupa, no obstante, del mismo problema cuando relata el juicio por alta traición contra un soldado que ha desertado de su regimiento. En ambos casos se plantean preguntas incómodas sobre el patriotismo y su relación con el nacionalismo: ¿es un buen patriota quien entrega su vida a la nación al margen de las circunstancias o, por el contrario, lo será quien sepa elevarse por encima de esas circunstancias para exigir a su patria lealtad a los ideales democráticos o el más elemental respeto a la dignidad humana?
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Manuel Arias Maldonado - TORRE DE MARFIL Durante la reciente conmemoración del fin de la Gran Guerra, que congregó en París a líderes de todo el mundo, no faltó quien recordase ‒en la consabida pieza periodística sobre las películas dedicadas al conflicto‒ el retrato de la guerra de trincheras que hiciese Stanley Kubrick en Senderos de gloria (1957): un título lleno de ironía, pues esos caminos sólo conducían a la muerte de unos soldados que combatían sin esperanza. Menos citada es Rey y patria (1964), de Joseph Losey, que se ocupa, no obstante, del mismo problema cuando relata el juicio por alta traición contra un soldado que ha desertado de su regimiento. En ambos casos se plantean preguntas incómodas sobre el patriotismo y su relación con el nacionalismo: ¿es un buen patriota quien entrega su vida a la nación al margen de las circunstancias o, por el contrario, lo será quien sepa elevarse por encima de esas circunstancias para exigir a su patria lealtad a los ideales democráticos o el más elemental respeto a la dignidad humana?
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Buster Keaton: El héroe del río
Rafael Narbona - VIAJE A SIRACUSA Cuando en Cantando bajo la lluvia (Gene Kelly-Stanley Donen, 1952) el productor R. F. Simpson (Millard Mitchell) proyecta en su mansión unos breves minutos de cine sonoro ‒un prodigio inesperado en un Hollywood con grandes estrellas que hasta entonces nunca se habían planteado el reto de añadir su voz a unas interpretaciones afectadas y barrocas‒, una actriz con aspecto de vampiresa exclama despechada: «¡Vulgar, insufriblemente vulgar!» Su aristocrático desdén no frenará el vertiginoso avance del cine sonoro, que expulsará a los grandes divos y divas de su paraíso de celuloide. De joven, no prestaba demasiada atención a esta escena, pues el cine mudo no me decía gran cosa. Ahora, en cambio, creo que la actriz tenía cierta razón. No puedo despreciar el cine sonoro, pues sus años dorados me han regalado –y siguen regalándome‒ momentos inolvidables, pero el cine mudo me parece más delicado, más poético. Hace unos días, volví a ver El héroe del río (Steamboat Bill, Jr., 1928), una película deliciosa interpretada y dirigida por Buster Keaton.
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Rafael Narbona - VIAJE A SIRACUSA Cuando en Cantando bajo la lluvia (Gene Kelly-Stanley Donen, 1952) el productor R. F. Simpson (Millard Mitchell) proyecta en su mansión unos breves minutos de cine sonoro ‒un prodigio inesperado en un Hollywood con grandes estrellas que hasta entonces nunca se habían planteado el reto de añadir su voz a unas interpretaciones afectadas y barrocas‒, una actriz con aspecto de vampiresa exclama despechada: «¡Vulgar, insufriblemente vulgar!» Su aristocrático desdén no frenará el vertiginoso avance del cine sonoro, que expulsará a los grandes divos y divas de su paraíso de celuloide. De joven, no prestaba demasiada atención a esta escena, pues el cine mudo no me decía gran cosa. Ahora, en cambio, creo que la actriz tenía cierta razón. No puedo despreciar el cine sonoro, pues sus años dorados me han regalado –y siguen regalándome‒ momentos inolvidables, pero el cine mudo me parece más delicado, más poético. Hace unos días, volví a ver El héroe del río (Steamboat Bill, Jr., 1928), una película deliciosa interpretada y dirigida por Buster Keaton.
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De entre los muertos: el otro lado de Welles (y II)
Manuel Arias Maldonado - TORRE DE MARFIL Veníamos diciendo que la película inacabada de Welles, El otro lado del viento, presentada por fin al público en una versión reconstruida por un competente equipo de colaboradores, no trata temas menores: de la muerte de Hollywood a la muerte del macho, pasando por la amistad traicionada. Jonathan Rosenbaum ha hablado de una película «feminista» que tiene más que decir a nuestro tiempo de lo que tenía que decir al suyo, es decir, a la segunda mitad de la década de los setenta. Puede ser: vayamos por partes.
Al igual que Welles, el protagonista de El otro lado del viento ‒ese veterano director, Jake Hannaford, al que interpreta un John Huston quizá demasiado cercano al modelo‒ ha regresado de Europa en busca de nuevas oportunidades en un Hollywood súbitamente abierto al auteur.
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Manuel Arias Maldonado - TORRE DE MARFIL Veníamos diciendo que la película inacabada de Welles, El otro lado del viento, presentada por fin al público en una versión reconstruida por un competente equipo de colaboradores, no trata temas menores: de la muerte de Hollywood a la muerte del macho, pasando por la amistad traicionada. Jonathan Rosenbaum ha hablado de una película «feminista» que tiene más que decir a nuestro tiempo de lo que tenía que decir al suyo, es decir, a la segunda mitad de la década de los setenta. Puede ser: vayamos por partes.
Al igual que Welles, el protagonista de El otro lado del viento ‒ese veterano director, Jake Hannaford, al que interpreta un John Huston quizá demasiado cercano al modelo‒ ha regresado de Europa en busca de nuevas oportunidades en un Hollywood súbitamente abierto al auteur.
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Malos de película
Rafael Narbona - VIAJE A SIRACUSA No me gustan los canallas del mundo real. Jamás he comprendido la fascinación que despertaba Charles Manson, con su mirada de trasgo maléfico y su esvástica tatuada en la frente. En cambio, me gustan los malos de película, particularmente cuando su perversidad roza lo grotesco e inverosímil. Me encanta Lee Marvin en Los sobornados (Fritz Lang, 1953), interpretando a Vince Stone, un gánster fanfarrón, sádico y hortera. La escena en que arroja café hirviendo sobre la cara de la hermosa Debby (Gloria Grahame) constituye uno de los momentos más sobrecogedores de la historia del cine negro. El talento y la sensibilidad de Lang nos ahorran el horror explícito. Sólo vemos la cara enloquecida del gánster, la cafetera hirviendo y, poco después, a Debby chillando, con el rostro enterrado en las manos. El instante en que se consuma la cobarde agresión acontece fuera de campo. Si Lang hubiera optado por lo explícito, el terror se habría mezclado con el asco, menoscabando el efecto dramático.
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Rafael Narbona - VIAJE A SIRACUSA No me gustan los canallas del mundo real. Jamás he comprendido la fascinación que despertaba Charles Manson, con su mirada de trasgo maléfico y su esvástica tatuada en la frente. En cambio, me gustan los malos de película, particularmente cuando su perversidad roza lo grotesco e inverosímil. Me encanta Lee Marvin en Los sobornados (Fritz Lang, 1953), interpretando a Vince Stone, un gánster fanfarrón, sádico y hortera. La escena en que arroja café hirviendo sobre la cara de la hermosa Debby (Gloria Grahame) constituye uno de los momentos más sobrecogedores de la historia del cine negro. El talento y la sensibilidad de Lang nos ahorran el horror explícito. Sólo vemos la cara enloquecida del gánster, la cafetera hirviendo y, poco después, a Debby chillando, con el rostro enterrado en las manos. El instante en que se consuma la cobarde agresión acontece fuera de campo. Si Lang hubiera optado por lo explícito, el terror se habría mezclado con el asco, menoscabando el efecto dramático.
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Del mal, el menos (I)
Rafael Núñez Florencio - MORIRSE DE RISA Los españoles mantenemos con el refranero una relación curiosa, que no sería muy exagerado llamar de atracción-rechazo, es decir, de amor-odio. Por un lado, el refrán genera un cierto fastidio: ¡vaya, hombre, las frases hechas, los tópicos! Por otro lado, ¿quién no ha acudido en algún momento en una discusión o incluso en una conferencia a echar mano de un refrán como puntualización socorrida y contundente? Es verdad que este recurso al refranero está descendiendo a una velocidad desconcertante, como tantas otras cosas. Ya para los de mi generación el refranero había perdido gran parte de su virtualidad. Sobre todo para quienes, aun siendo de pueblo, nos hemos educado en una cultura urbana y luego hemos vivido en grandes ciudades. Para nosotros, el inabarcable mundo de los refranes había quedado acotado a no más de unas decenas –seguro que no llegaban al centenar‒ de sentencias, las más afortunadas, las que habían sobrevivido por las razones que fuesen, más o menos explicables, a la transformación social y cultural de las últimas décadas (en el caso de España, desde mediados del siglo XX).
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Rafael Núñez Florencio - MORIRSE DE RISA Los españoles mantenemos con el refranero una relación curiosa, que no sería muy exagerado llamar de atracción-rechazo, es decir, de amor-odio. Por un lado, el refrán genera un cierto fastidio: ¡vaya, hombre, las frases hechas, los tópicos! Por otro lado, ¿quién no ha acudido en algún momento en una discusión o incluso en una conferencia a echar mano de un refrán como puntualización socorrida y contundente? Es verdad que este recurso al refranero está descendiendo a una velocidad desconcertante, como tantas otras cosas. Ya para los de mi generación el refranero había perdido gran parte de su virtualidad. Sobre todo para quienes, aun siendo de pueblo, nos hemos educado en una cultura urbana y luego hemos vivido en grandes ciudades. Para nosotros, el inabarcable mundo de los refranes había quedado acotado a no más de unas decenas –seguro que no llegaban al centenar‒ de sentencias, las más afortunadas, las que habían sobrevivido por las razones que fuesen, más o menos explicables, a la transformación social y cultural de las últimas décadas (en el caso de España, desde mediados del siglo XX).
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