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La teoría poética de «Los Complementarios»1
Manuel Alvar
Introducción
La publicación de Los Complementarios ha prestado un gran
servicio a los estudios machadianos, aunque tal vez los manes de don
Antonio estén reprendiendo al editor. De todas formas, los escrúpulos
del poeta no iban demasiado lejos: autorizaba a tomar sus ideas, pero
hacía distingos a la forma. El respeto se lo concedemos: manejamos
borradores y sólo borradores. La teoría literaria de Machado no es
únicamente lo que este cuaderno permite intuir, faltan muchas cosas y
otras -sin embargo- están reiteradas, el orden no es muy riguroso...
Cierto todo ello. Pero verdad también, que nos encontramos ante una
serie de postulados y problemas que aquí se formulan de manera
inequívoca, que pueden completar lo que ya sabíamos de los apócrifos y
que autorizan a establecer una teoría poética bien trabada y bien
pensada, teoría poética que va de 1912 a 1925 y que afecta a la
creación, total o parcial, que rigió obras capitales como Campos de Castilla (1907-1917), Nuevas canciones (1917-1930) y los inicios de un Cancionero apócrifo (1923?-1936). En la página 243 de Los Complementarios consta una apostilla que nos ahorra cualquier duda:
La
misión del investigador va a ser la de dar coherencia a la información
dispersa y encontrarle sentido
dentro del pensamiento teórico de su creador. Como, por otra parte,
disponemos de su doctrina poética según Abel Martín y Juan de Mairena,
podemos ver ahora cómo se han ido elaborando todas estas fuentes de
información.
En torno al signo poético
Situado ante la palabra, Antonio Machado formula una serie de principios
que son fundamentales para su propia oración. Como poeta, se ocupa de
la expresión y no del contenido, por eso los dos planos hjelmslevianos
del contenido (forma y sustancia) apenas le interesan. Sin embargo,
sagazmente, va levantando diversos estratos para aclarar su concepción
de la poesía. Machado parte de las doctrinas de Lipps que, en su Estética, había dicho «todo
mero hecho carece de sentido estético». Lo que traducido al lenguaje
del estructuralismo significa que la poesía, como estética que es, no
afecta ni es afectada por la sustancia del contenido. Dicho de otro
modo, si entendemos por sustancia de contenido la realidad antes de ser
formulada, resultará que cualquier hecho podrá ser poético, si adquiere
forma poética, pero por ser hecho no es poesía. Ahora bien, el escritor
para comunicarse no se puede valer de ideas sino de palabras; por eso el
propio Lipps apostillará poco después: «la poesía es,
ante todo, un resultado de las palabras». Pero el dominio de la palabra
es el plano de la expresión, no el del contenido, con lo que la doctrina
de Lipps se formula muy claramente dentro del ámbito en el que la
insertaría Hjelmslev. Antonio Machado parte, pues, de los presupuestos
del teórico: la sustancia del contenido no es en sí misma poética ni la
poesía es otra cosa que plano de expresión. Situado en estos principios,
Machado intenta desentramar el sentido de la palabra y de las palabras.
Porque si la poesía no fuera otra cosa que palabras nos encontraríamos
con un
mundo simplemente denotativo en el que los signos transmiten,
artificial o simbólicamente, realia. Pero la poesía es algo distinto del lenguaje funcional y exige a la palabra unos valores ausentes de la trivialización.
La palabra poética
Partiendo pues de la palabra denotativa, el poeta elabora sus materiales
cargándolos con nuevos contenidos. Cuáles puedan ser, Machado intenta
decírnoslo y señalar sus riesgos. En primer lugar, el sentimiento. Este
simple enunciado nos
lleva ya a otro problema: el de la identificación croceana de expresión
con poesía. Pero la expresión puede enunciarse de mil maneras, de tal
modo que nosotros seremos quienes demos esa carga afectiva que desvía el
enunciado de su realización trivial. Recordemos a Unamuno: cuando puso
prólogo a la Estética de Croce, habló de los niños que, rodeando a un caballo, gritaban ¡caballo!, ¡caballo!
El ejemplo vale y no vale para lo que don Miguel pretendía: vale porque
reflejaba con exactitud aquello que se quería explicar; era inútil
porque en cualquier caso la palabra caballo no es
necesariamente poesía. Si digo, objetivamente, «en Málaga hay coches de
caballos» difícilmente se podrá decir que esto, en sí, sea poético. Los
niños salmantinos que daban saltos gritando ¡caballo! habían
cargado a la palabra con unos contenidos que podían ir desde la fantasía
(se desborda la imaginación infantil al encontrar un caballo en el
ámbito urbano) hasta el gozo (necesidad de transmitir la alegría por no
estar en la escuela). Es decir, la palabra en los chiquillos se había
enriquecido con muchas cargas emotivas, ¿podríamos decir lo mismo de la
descripción de un caballo hecha por el granadino Porcel en el siglo
XVIII? Cierto que caballo puede aparecer en un mundo
connotativo: el interlocutor que insulta a su antagonista, el hombre en
el campo que se cree acometido por un toro y que, al liberarse del
susto, grita; ¡si es un caballo!, el tratante que en su regodeo de vendedor dice esto sí que es un caballo, el jinete que orgulloso de su montura dice para caballo caballo, mi caballo, etc.
Machado se aparta de Croce e incide en los caminos del formalismo poético:
Si rebuscáramos en qué pueden ser esos elementos que, al parecer, faltan
para que la poesía sea poesía tal vez tuviéramos que volver a algo ya
dicho. La palabra (y la lírica realizada con palabras) es comunicación.
Comunicación nuestra hacia los demás, comunicación para entender, a
través de ella, la realidad que nos cerca. Esto nos obliga a ser otro yo, que el nuestro sólo, u otro tú que el ajeno. La capacidad poética se mide por la cantidad de comunicación que seamos capaces de crear, esa entropía de que hablan los teóricos de la informática. Para ellos entropía
equivale a consumo (en termodinámica a «consumo de energía»), pero el
consumo puede degradarse y abocar a la desorganización; un poeta, cuya
poesía no se pueda comunicar no será nunca un poeta popular (por
ejemplo, Juan Larrea); sin embargo, y no considerando otros valores,
podría haber una poesía de gran consumo, pero que no esté -por las
razones que sean- dentro de los valores que consideramos poéticos (los
pliegos de cordel, por ejemplo) y podrá haber
un poeta con grandes valores líricos y, sin embargo, afecto también al
consumo (un Bécquer). Ocurre entonces que una poesía -la de Bécquer-
escrita con unos determinados fines (lirismo interior) ha sido degradada
a los niveles de la cursilería de burguesitas o cupletistas. Otro
ejemplo: en una colección llamada Los poetas había una selección de Garcilaso; el soneto X (Hermosas ninfas, etc.)
había servido de portada: se pretendía una hermosa mujer desnuda.
¿Cuántos compraron aquel libro creyendo que dentro iban a encontrar lo
que buscaban? Bécquer o Garcilaso convertidos, fraudulentamente, en
valores publicitarios para los que nunca escribieron sus versos. Ni
Bécquer ni Garcilaso son lo que se insinúa;
su obra ha sido degradada y falsificada, y, como ocurre con el consumo
de energía en termodinámica, la degradación ha conducido hasta el
desorden, pues los dos grandes poetas no significan lo que dicen con
ellos.
Antonio Machado se debate entre los mismos hilos de la red. Es hombre de
su tiempo y de su pueblo, por eso siente que en él mismo «vibran otros sentires» y que su «corazón canta siempre en coro», que su sentimiento toma los «materiales del mundo externo» y que con él colabora «el tú», es decir, los demás. Ahora bien acertar con esos otros «es
el problema de la expresión lírica». Temor a ser hermético y no
comunicar gran cosa, temor a ser desvirtuado por quienes carecen de su
diapasón adecuado para temblar con las mismas vibraciones. En un momento
de Los Complementarios, don Antonio inventa a José Luis Fuentes, «poeta sanluqueño, místico y borracho» que murió en Cádiz al
acabar el siglo XIX. En una soleá dejó su credo poético:
Dificultad para que quien escucha huya de la trivialidad, apariencia
fácil pero erizada de complejidades. Es un programa estético, que
también tiene sus quiebras. Cuenta León Felipe cómo un día, en Valencia,
juntos iban a leer poemas al pueblo: don Antonio apenas pudo
encaramarse al tablado y fue izado por su compañero. Tuvieron que
apresurar la lectura, porque el pueblo no les hacía caso. Poesía la de
Machado clara como el agua, pero ¿entendida por todos en lo que tiene
de claridad? Encarándose con la poesía de Moreno Villa nos apunta un
ideal: la lírica no es un problema ni un oficio. Podríamos preguntar
cómo en su copla, aunque tal vez la adivinanza sea más fácil de resolver
ahora: la lírica no es
un problema; esto es, no es un planteamiento al que damos solución con
la lógica. No es tampoco «un oficio que se ejerza
confiadamente bajo normas seguras». Ni lógica ni retórica. No
marraríamos mucho si la consideráramos sentimiento e intuición, porque
Machado crea una poesía sustancialmente subjetiva, cargada con elementos
de su vida emocional, y transmitida por procedimientos sencillísimos,
pero insustituibles en su aparente sencillez. Todo ello ha sido visto
por la
crítica, pero quisiera matizarlo. En un hermoso artículo, Julián Marías
ha dicho que rara vez con tan escasos recursos como los que Machado
maneja se han conseguido «calidades líricas tan altas.
La razón de ello es que la poesía de
Machado representa un máximo de autenticidad». La autenticidad suele
ser una valoración subjetiva, mudable por tanto según la ocasión y según
quien la juzgue. Yo volvería a Los Complementarios para
desvelar el sentido de la palabra autenticidad; se trata de una
identificación de la palabra con la realidad que representa:
Porque Machado aclara el problema: la palabra tiene una sustancia de expresión a la que llama sonidos en su doctrina; estos sonidos se articulan de modo que ya son significativos (se hacen fonemas intencionalmente funcionales o palabras
con significado, puesto que fuera de un contexto el fonema no puede
existir; su razón de ser está en la correlación o en la disyunción con
otros del sistema). Machado acaba de acertar de nuevo: el sonido carece
de sentido si no se integra en un sistema funcional donde es
insustituible. Entonces cobra su pleno valor, pero entonces queda
inmóvil, pues de otro modo la palabra ya no estaría objetivada, es
decir, ya no tendría tal significación. Lo que ocurre es que el uso
desvirtúa el
valor de las palabras, lo trivializa, lo desgasta, como si de monedas
se tratara. Entonces el poeta necesita o devolver su valor original a la
palabra, es decir, generar un nuevo acto de oración para que recobre
sus contenidos primarios, o dotarlas
de valores connotativos que sean un enriquecimiento de la pobreza en la
que el uso ha caído. El poeta procederá de una u otra manera según sea
la fe que tenga en sus propias posibilidades: se crea capaz de
repristinar valores o prefiera enriquecer la palabra por otros
procedimientos. De cualquier modo, manifestación de una personalidad, la
suya, original e irrepetible, que se proyecta a través de la palabra
para descubrir el mundo o para transmitirnos por ella su visión del
mundo.
Doble juego en el que el poeta recibe una lengua elaborada, a la que no
puede modificar si la quiere útil para proyectar su espíritu, y a la que
debe utilizar personalmente, si quiere que su voz cuente con
originalidad.
La palabra es un signo lingüístico con su enunciado dual (sonido y significación), pero para realizarse poéticamente tiene que potenciarse con lo inmediato psíquico, con la intuición.
Algo que formuló del mismo modo Dámaso Alonso cuando juzgaba
insuficiente la dualidad expresada por Saussure y, como el crítico,
Machado cree que la lengua del poeta se basa en un «fondo
de imágenes genéricas y familiares» sobre el que destacará su propia
personalidad. A pesar
de su curso con Bergson, Machado venía a manifestarse idealista: era la
tradición de Croce y de Vossler. Era, tal vez, lealtad a Unamuno por
quien tanta devoción sintió siempre y que tan sumisamente croceano se
nos manifestó.
La poesía como selección: la metáfora
El problema de qué se entiende o qué pueda ser la lengua poética ha
preocupado como cuestión teórica. Desde el idealismo, Amado y Dámaso
Alonso pudieron hablar de selección, lo que les llevó a una nueva
interpretación de la estilística. Y esta idea, la lengua poética como
selección -y desvío- se ha abierto camino entre los semiólogos actuales.
Esta selección artificiosa es un «desvío» de la lengua funcional, pero
antes de ocuparnos de él he de reconsiderar algunos puntos a los que ya
me he referido. Antonio Machado dedicó notables meditaciones al problema
de la metáfora. Evidentemente, no para deslumbrarse ante ella. Como
poeta, era un poeta sencillo que rehuía cualquier brillo innecesario; de
ahí que Juan de Mairena en su Arte poética arremetiera contra el barroco español.
La metáfora está contra la poesía directa y sencilla, desnuda y humana
de la que Machado gustó. Para la Academia, la metáfora es un «tropo
que consiste en trasladar el sentido recto de las voces en otro
figurado, en virtud de una comparación tácita». Estamos, pues, frente a
algo que repugna a su quehacer poético. La metáfora tiene su mucho de
intelectualización, lo que con frecuencia repele a la carga afectiva con
que Machado dotaba a las palabras. En páginas anteriores he tratado de
mostrar cómo don Antonio temía resultar hermético tanto como trivial; la
metáfora puede llevar a una dificultad inútil o a un descuido del
contenido. Para huir de la fogarada que presto pasa, renuncia al juego.
Machado cree en el significado íntimo de las palabras, no en los adornos
que ayuden a explicarlas. Creo que acertó A. Lefebvre cuando, pensando
en Antonio Machado, evocó la situación de Adán en el Paraíso: las cosas
eran el contenido (sustancia y forma) que Adán iba a llevar, gracias a
la palabra, a un plano de expresión. Esas palabras que iban a ser «el
nombre de todos los vivientes» según los fuera nombrando y que, por el
empleo virginal de las señales, remitían sin ambigüedad a un contenido
considerado como sustancia, esto es, como existencia real libre e
independiente de cualquier vinculación. Nunca como en aquel día las
palabras podían estar identificadas ontológicamente con las cosas; no
eran sustitutos de las cosas, sino su notación verbal, por cuanto las
cosas eran presencias tangibles que no necesitaban de evocaciones o de
sustitutos.
En un libro reciente sobre la metáfora, Michel Le Guern discurre con
varia fortuna sobre estos problemas; de haberlo podido leer, Machado lo
hubiera considerado el ápice del barroquismo. No obstante, algunas veces
acierta, no precisamente cuando aduce metáforas, sino cuando expone
ideas que, sin ser de gran originalidad, agrupan testimonios de juicios o
léxico que nos pueden ser utilizables. Mejor aún, para ver la validez
del pensamiento de Antonio Machado cuando lo
enfrentamos a testimonios que aspiran a ser objetivamente científicos.
En Los Complementarios (p. 210) se dijo que con la metáfora se había agotado el «pensamiento lógico», el pensamiento -ante ella- «se encierra en un laberinto de conceptos, de tópicos, de definiciones», y para remachar en el
clavo:
Machado no acepta la metáfora como elemento referencial ni como
ornamental y mucho menos como elemento emotivo. Por muchas vueltas que
los teóricos quieran darle, el ornato es retórica, y la emoción sólo se
siente en su desnudez o en lo inefable. Todo lo demás, para él, está en
una copla:
La metáfora es una «desviación» del valor primigenio de la palabra, como
lo es la imagen. Por eso refiriéndose a una y otra, Antonio Machado
repite apreciaciones semejantes. Le preocupa sobre todo que la imagen no
sea intuitiva, sino
encubridora de conceptos, como ocurre en la poesía de Juan Ramón o en
la de Moreno Villa. Testimonios de poetas andaluces que, tal vez,
hubieran debido hacerle meditar. Si un determinado manierismo une al
gran poeta cordobés del siglo XVII con
los artistas del siglo XX sería ocasión de pensar en algo más que en la
que Machado considera inanidad barroca; él mismo lo había dicho: anular
«lo inmediato psíquico para crear la realidad de
segundo término, el objeto intelectual, tiene su grandeza y su encanto».
Pero lo que en Bergson le resultaba admirable le repelía en los poetas.
Y es posible que en el trasfondo de su interpretación hubiera algo más
que una desestima del barroco. En Juan Ramón le preocupa el desvío de
sus formas primeras; es decir, el poeta de Ninfeas, de Almas de violeta, de Arias tristes
ha identificado la cosa con su representación simbólica, pero no como
ha hecho Machado. Él hace que el objeto sea designado con palabras; Juan
Ramón procede al revés, posee las palabras y hace que los objetos las
llenen de contenido. Un paso más y se habrá llegado al creacionismo:
Tal es la diferencia. Los poetas temporales, como Machado, intentan
captar la cosa en cuanto tiene de significativo. Ver cómo el olmo sólo
puede ser olmo, o la encina, encina, o el olivo, olivo. Poesía veraz,
como una realidad que se ve, se
palpa o se siente. Pero a partir de Juan Ramón no se trata de descubrir
olmos, encinas u olivos, sino de que los objetos sean expresión del alma
del poeta. Ante
la tierra de Soria, el alma del poeta es olmo o encina, porque olmo y
encina convienen a la expresión del sentimiento. El paisaje se le ha
entrado en el alma
Después de Juan Ramón, las cosas se ven -o se sienten- de otro modo. La
realidad es el yo, y el mundo externo no hace otra cosa que reflejarlo.
El paisaje ya no es una esencia por descubrir, sino la pantalla
-indiferente- sobre la que el
poeta pinta sus sentimientos. La efusión lírica no se acompasa a una
realidad, sino que la modifica. Como en los cuadros de Van Gogh o de
Picasso: el cielo no tiene por qué ser azul, ni el campo verde, será
como acierte a verlo el artista,
a través del color de sus propias lentes. Más aún, retiradas las lentes,
el paisaje es una proyección del propio artista, no una realidad
externa. Creo que aquí marró don Antonio: él pensó en los sentimientos
del poeta y
cuanto no consideró sentimiento creyó que era intelectualización, pero
sentimiento es más y menos que sensación, es otra cosa distinta. Los
poetas que vinieron tras él experimentaron sensaciones, emotivas o
físicas, o emotivas y
físicas conjuntamente; habían enriquecido un mundo que era sólo de
sentimientos. El alma de Rubén -sentimental, sensible, sensitiva- tal
vez hubiera comprendido mejor la nueva estética, pero no se trata de
especular, sino de aclarar. Machado no entendió el barroco y no entendió
la lección de los poetas jóvenes, por más que la admirara. Pensó,
entonces, que bajo la apariencia había doblez, cuando precisamente lo
que se buscaba era autenticidad. Creo que es él
quien pretende «tener el valor de las cosas», a través
de esa búsqueda de la esencia de la cosa misma; Juan Ramón o Moreno
Villa fueron más lejos, aprehendieron la cosa, no identificándose con
ella, sino haciéndola ser un pedazo de sí mismos. En la página 227 ha
copiado Voz madura, bellísimo poema de Colección que Machado valora con exactitud y que, a mi modo de ver, pugna con su estética:
En la p. 229 (y sigue en la 232) de Los Complementarios anota:
No creo que esto sea exacto. Cielo rojo y prado amarillo no
están en el poema de Moreno Villa por ser momentos únicos del cielo
(en el lubricán) o del prado (en el estío). El poeta está a años luz de
cualquier realismo fotográfico; cielo rojo y prado amarillo no son
intuiciones del poeta alejándolos de imágenes genéricas, sino un
conjunto de sinestesias que hacen que toda la creación se haya
transmutado: el sentimiento apasionado está en ese crescendo que lleva
de una sorprendente realidad a una identificación de la creación con la
amada. La pasión que el cantor siente modifica a la naturaleza; el
paisaje no es lo que vemos, sino la vida que nos fluye enamoradamente y
que, por el amor, hace que se rompan todas las leyes de la creación.
Entonces, los dos primeros versos no son ajenos al poema, constituyen la
coordenada precisa para poder entender lo que nos dicen los cuatro
siguientes: eje temporal (la primavera cuando las cañas no están secas y
se pueden cortar ramas al granado sin herirlo), eje personal
(enamoramiento, según pasamos a ver). Evidentemente, quien lleva la caña
verde está contemplando las
cosas en su realidad, es decir, ajena al poeta, ajena a cualquier
intimidad. Pero el poeta ha descubierto que nada es nada: ni el cielo,
azul; ni el prado, verde; ni las naranjas, naranjas; ni las rosas,
rosas. Desde su enamoramiento, el mundo ha dejado de existir es -tan
sólo- la posibilidad de que todo se haya convertido en la criatura
amada. Las rosas que saben a cuerpo humano son la sublimación del
proceso; ahí se quería llegar: el mundo sensible es una visión del amor.
Por eso las exclamaciones de los últimos versos, como si dijera:
¡apresúrate al cambio para entrar en el prodigio de una nueva realidad!
¿Por qué si no voz madura? Y no lejos, la varita mágica que ha conseguido el milagro con su solo tocar.
Aliteración y rima
En ese desvío del lenguaje funcional, hay recursos fonéticos que se
pueden estudiar conjuntamente: me refiero a la aliteración y a la rima.
La Academia entiende por aliteración «figura que se
comete empleando en una cláusula voces en que frecuentemente se repiten
una o unas mismas letras, lo cual, si no tiene por objeto producir
alguna armonía imitativa, o si ocurre independientemente de la voluntad
del escritor, no es figura retórica sino vicio del lenguaje,
contrario a la eufonía». La definición, válida en sus líneas generales,
debería formularse con un nuevo rigor: siendo un recurso fónico, lo que
cuentan no son las letras, sino los sonidos, y la aliteración se da,
haya o no armonía
imitativa. Pero esto es secundario. La Academia proscribe la aliteración
producida «independientemente de la voluntad del
escritor», a la que -entonces- considera «vicio». Antonio Machado rompe
-una vez más- con la retórica para acogerse al sagrado de los
vicios y, sin embargo, sus observaciones nos valen para algo que
trascienden de la pura homofonía:
Unamuno, repitiendo a Carducci, ha hablado una y otra vez de la rima generatrice.
Vemos que para Machado también la aliteración tiene valor
generativo. Porque si un mismo principio de igualdad fónica rige a los
dos principios, ya no extraña que los resultados que de ambos se
desprenden puedan ser, también, semejantes. La diferencia es bien
sabida: la aliteración se produce en el interior del verso y la rima,
por lo común, en el final (exceptuamos la llamada al mezzo).
Pero aliteración y rima no son otra cosa que procedimientos
asociativos, conscientes uno y otro en el proceso de la creación
poética, aunque ambos puedan darse con independencia de la voluntad. En
cualquiera de los dos casos (voluntarios o no) la homofonía evoca otra
homofonía, es decir, referencias de forma en el plano de la expresión,
no significados, sino significantes parciales o incompletos (únicamente
aquel segmento afectado por la homofonía) y, tiene razón Machado, una
presencia evoca representaciones ausentes y el poema acaba enriquecido.
Vamos viendo que para Machado cualquier desvío de carácter funcional es
retórico y ajeno a la propia poesía. Sí y no. Continuamente se nos
planteará la misma pregunta. La consideración externa de los hechos
conduce a un callejón sin
salida: ¿cuándo un lenguaje poético es retórico y cuando lírico?
Mairena, en sus dicterios antibarrocos había dicho:
Creo que, en parte al menos, se ha acertado con una explicación
totalmente válida. Si la rima se considera como un simple adorno, es un
elemento ajeno a la estructura, por tanto bien puede prescindirse de
ella; pero -si por el contrario- se convierte en un recurso necesario,
tendrá que ponerse en relación con los demás componentes del verso y,
entonces, establecerá con ellos una teoría de solidaridades. Dicho de
otro modo, e verso es verso por tener ritmo,
metro y rima; cierto que sin rima puede haber versos, pero en tal caso
el poeta debe potenciar más la expresividad del ritmo y del metro, pero,
no menos cierto, la rima puede ser fundamental para establecer el
sentido del poema: en torno a esa palabra a la
que arbitrariamente consideramos depositaria de la rima, se disponen
otras y todas ellas motivadas por la identidad de sus terminaciones. La
rima es entonces generatrice
porque la asociación afónica crea constelaciones de valores, motivados
esos elementos materiales a los que llamamos sonidos, y el texto no es
independiente de lo que con la rima se acierta a expresar. Claro, y
Machado vuelve a tener razón, se corre el riesgo de que la rima no tenga
mucho que ver con lo que el propio verso dice; en tal caso -y como
tema- se convierte en un añadido ornamental que poco significa en la
estructura. Para salvar el escollo, Machado procede por un doble asedio:
acepta el desvío al que llamamos rima, pero atenuándolo, restringiendo
sus dificultades en cuanto puede, haciéndolo -digamos- tan poco retórico
como es hacedero. De ahí su defensa de la asonancia, de ahí algo de lo
mucho que debe a Bécquer.
Esto en cuanto a la rima como desvío, pero en conexión con otros
desvíos: acento (y la rima necesariamente tiene que llevarlo), ritmo
(dependiente de la distribución de los acentos), metro (medida cuya
condición está vinculada a la acentuación) y estrofa (unidad superior en
la que se integran los versos), etc.
Pero Machado tienta una explicación aún más compleja: da a la rima un
valor temporal, es decir, no sólo es solidaria de los demás componentes
del lenguaje poético, sino que tiene unos valores que son autónomos.
Entonces resulta que la rima -como el metro- deja de ser una
supraestructura que afectara sólo a la sustancia sonora, sino que
-además- influye funcionalmente sobre el significado.
Todo esto consta de manera clara en Los Complementarios:
Los semiólogos han tratado de situar el fenómeno de la rima dentro de su propia teoría. Roland Barthes en Sintagma y sistema habla de que la rima:
Machado
va mucho más lejos. Aceptamos por evidentes los números 1 y 2, creo que
perfecciona bastante lo que se dice en el 3: no se trata de una
transgresión, sino que es «el encuentro de un sonido
y el recuerdo de otro», pertenecientes, respectivamente, a dos orbes
distintos: el de la sensación y el del recuerdo. Y más que tensión entre
«lo afín y lo disímil» el creador habla de estar
dentro (sensación) y fuera (recuerdo) de nosotros mismos, con lo que su
doctrina vuelve a ser de un admirable equilibrio y
de un preciso rigor.
Teoría y práctica
En 1924, Antonio Machado redacta unos apuntes sobre los Sonetos,
desde ellos puedo ir acotando una serie de nuevas cuestiones. Hemos
visto que, considerada como un desvío, la lengua poética atenuaba sus
rigores en manos del gran poeta; se eliminaba la metáfora, la
aliteración no se buscaba, la rima cobraba unos tintes desvaídos con la
asonancia. Evidentemente, la lengua poética son otras muchas cosas, pero
nos bastan las que Machado toca para que entendamos no sólo sus ideas
poéticas, sino algo más importante, su quehacer como creador. Las líneas
a que acabo de hacer mención son éstas:
En estas pocas frases, la misma idea con que se han enhilado los
conceptos anteriores: el soneto diluye el rigor de su forma; lo que
tiene de exigente tensión, se atenúa; no desaparece el poema, pero cobra
mayor espontaneidad, se hace menos retórico. Acaso Machado piensa en
una conversación del preceptista Benot y de su hermano Manuel: «¡Pero esto no son sonetos!». «No, señor, son sonites». Manuel, grandísimo sonetista, no daba mayor importancia al problema de
la forma, cuánto más al de la nomenclatura de la forma. Repetida la anécdota daría nombre a las nivolas de Unamuno; los esquemas estructurales -por lo demás- ya estaban en Rubén.
La preocupación por el soneto no era de 1924. Venía desde lejos. Poco
después del arranque de estos apuntes que comento, copia el dantesco Amore a l'cor gentil sono una cosa y ya hay una primera glosa:
La teoría era ésta. Acaso pensáramos que el soneto había muerto para el
autor. No. Como siempre, Machado -¿qué extraña afinidad lo une con Jorge
Guillén?- resultaba innovador, ma non troppo.
Atenuaba rigores, diluía rigideces, simplificaba complejidades, pero...
mantenía la forma. Bien sabía en su fuero interno que la poesía era
cuestión de forma y sólo cuestión de forma. El contenido, lo había
dicho, era lógica, es decir, pensamiento ordenado, pero el pensamiento
no tiene por fin primario el de estructurar sonetos. Y desde la teoría,
Antonio Machado desciende a la praxis. Un día, un 13 de marzo de 1916, el recuerdo sacude emocionadamente al poeta, y piensa en su padre («Muchos
años
pasaron sin que yo te recordase, ¡padre mío! ¿Dónde estabas tú en esos
años?»); se siente niño, llevado de la mano amorosa, y escribe -recuerdo
y emoción actualizada- un nobilísimo poema:
«En el tiempo» es un poema emocional; en un momento dado, asalta el recuerdo de Demófilo:
no es sólo el retrato, sino la anécdota con que el hijo se acuerda del
padre: en sus aficiones (cazador), en su quehacer (la letra menuda), en
la repetición con que el hijo quiere vivir la vida del padre. Todo le
resultó o demasiado circunstancial o demasiado trivial. La emoción del
poema no está en la literatura, sino en el recuerdo del hombre ya
maduro. Tal vez por ello, borrajeó unas líneas finales y pensó volver
sobre el texto. Y lo hizo. En el soneto hay un trazado de coordenadas,
tan querido por Machado: «Esta luz de Sevilla... Es el
palacio donde nací» no hacen sino situarnos en un lugar, y en un tiempo
determinados, mientras que, «En el tiempo», la presencia se diluía
perdida en los años transcurridos. Establecidas las coordenadas que
fijan un ser en su circunstancia más ajustada, ya no cabe falacias; todo
presentes: mi padre lee, escribe, hojea, medita, se levanta, va, pasea, habla solo, canta. No, el poeta no nos da un retrato que «el
tiempo se lo va llevando», sino que nos introduce en el cuarto de
trabajo y nos
hace contemplar a aquel hombre que estudia para que España tenga una
ciencia folklórica. Y de pronto, ni anécdota, ni sentimentalismo.
Bellísimamente nos lo dice: murió el hombre (sus ojos «ya escapan de su ayer a su mañana») y el
hijo piensa que, ahora, desde su ausencia definitiva, el padre está presente, contemplando en el ahora («miran
en el tiempo») al hijo envejecido. Antonio Machado acaba de escribir un
soneto canónico (¿qué importa si las rimas se cambian o se cruzan?),
con su planteamiento (lugar y tiempo), con su argumento (la dignidad del
hombre que estudia) y de pronto el último terceto rompe inesperadamente
el cuadro para llegar tras la exclamación que, dolorosamente, nos
arranca la estampa
a una nueva realidad, a la ternura con que el padre muerto aún vela por
el hijo que envejece. ¿Qué ha quedado del primer texto? El recuerdo
emocionado y poco más: se han eliminado, por inútiles para el retrato de
un intelectual, los versos
del cazador; se ha sustituido el jardín por el despacho (nueva
intencionalidad), se ha prescindido de una fisonomía externa para poner
toda la carga intensiva en los ojos, a través de los cuales le afloran
los más nobles sentimientos; todos los versos finales, apenas
borrajeados, son cambiados, por un intenso terceto. Es la misma la
sustancia del contenido, cierto, pero lo que se ha practicado ha sido
una selección formal (soneto y no silva), una selección de las
actividades y aptitudes del personaje, una selección de los propios
sentimientos del poeta. A cambio, el lugar, el tiempo, las cosas que
ayudan a precisarlos (un rumor de la fuente en la casa), la pérdida de
la anécdota. El plano del contenido ha variado, pero
el de la expresión está, mejorándolo, a enorme distancia del primero. El
soneto ha exigido limitaciones, ha obligado a eliminar las anécdotas,
forzó a la concisión, y en el terceto último hizo que cada verso fuera
simultáneamente unidad métrica, unidad sintáctica y unidad semántica.
Permítaseme copiarlo:
A manera de conclusión
Los Complementarios son esos «cuadernos de escritor» en los que
se apuntaban impresiones momentáneas, textos que interesaban,
redacciones primeras de trabajos posteriores. Su importancia es, pues,
capital. Porque, de una parte, explican el proceso creador de Antonio
Machado; de otra, la utilización de sus fuentes; de otra, la sinceridad
desnuda, sin el pudor al que obliga la letra impresa. Y, además, nos
deja valoraciones de (grande y chica)
y textos que nunca elaboró. En las páginas anteriores me he querido
fijar -sólo- en las ideas poéticas que de estos borradores se
desprenden: verlas en función de su obra y en función de las obras
teóricas que hoy manejamos. Así comprendemos cuánto tienen de
virtualidad actual; lo que en definitiva es tanto como decir por qué,
anécdotas al margen, nos sigue interesando Antonio Machado como poeta.
Y he aquí que estas páginas -en el campo que hemos acotado, a nuestro
juicio el más importante- han venido a suscitar el problema capital de
toda poesía: cuál es la postura del artista frente a la palabra. Y
Antonio Machado nos ha descubierto su formación teórica dentro del
idealismo, pero ha visto mucho más allá: en la palabra poética ha
descubierto un mundo de evasión. Entendámonos, evasión no de la
realidad, sino un desvío para llegar a una realidad que de otro modo se
nos presenta erosionada y desgastada. En Los Complementarios lo ha dicho «toda
poesía es, en cierto modo, un palimpsesto». Pero un palimpsesto no se
puede leer con sólo proyectar la mirada; son necesarios procedimientos
de desvío de la realidad contingente para que alcancemos a leer el
mensaje oculto. Y el acierto ha ido todavía más lejos, la estructura
superficial -el texto legible a simple vista- no es sino apariencia; más
allá de la forma sensible está
el significado del texto, la estructura profunda a la que hemos llegado
desde la superficie, desde la forma material de la palabra.
Entonces, cuando nosotros contemplamos de modo directo no son sino señales de unos signos. Es la oposición de la palabra frente a la palabra poética.
Palabra, ésta, enriquecida por las cargas emocionales con que el poeta
la llena, pero no olvidando que los contenidos, por lógicos y asépticos
que los creamos, son imprescindibles para la propia creación: sin ellos,
la emoción no se puede transmitir y, si no se transmite, la poesía no
existe. Y esto le lleva a matizar
su propio idealismo filosófico para ver en la poesía no sólo expresión
de emociones sino una forma especial de expresarlas. Tal vez esto cree
el problema más delicado de
cuantos plantea el teórico Antonio Machado, porque transmitir emociones
es individualismo y, sin embargo, el poeta vibra con los demás, hacia
los demás y gracias a los demás. Esto le obliga a crear un arte que se
transmite, sin caer en
lo que llamaríamos entropía o consumo, y que se mantiene
inalienablemente personal. Y, la dificultad resuelta, tal vez sea lo que
acerca esta poesía a nuestra sensibilidad de hoy: se mantienen, sin
enajenar, unas emociones y unos sentimientos que ha vivido el hombre que
se llamó Antonio Machado, pero, de tal modo, que seleccionando
(objetividad, universalidad) los sentimientos de todos, los suyos viven
en el alma colectiva. Y, en cuanto a la forma, aceptando la tradición de
lo que viene llamándose poesía, pero rechazando lo que no son sino
artificiosidades y exornaciones que nada significan. Lo que ha venido
llamándose autenticidad, a través de la intuición lingüística de
Machado, se explica y explica la visión del mundo. Esta autenticidad ha
llevado a la fusión ontológica de palabra y cosa, lo que provocará el
desdén de lo que no sea producto de «lo inmediato
psíquico», de la intuición. De ahí que no acepte artificios que juzga
meramente intelectuales y que se aparte del creacionismo. Entonces su
poesía resulta muy pobre en metáforas porque estima que no son sino
telones que impiden ver las cosas directa y sencillamente, pero ver las
cosas directa y sencillamente no es sino verlas humanizadas. Y esto nos
lleva a otro problema capital de su poesía -tema, no teorema-, el
significado del tiempo. Raro es el crítico que al enfrentarse con la
poesía de Machado no hable de su temporalidad. En un poema había dicho
que la poesía no es «sino palabra en el tiempo» pero en el plano de la teoría lo había manifestado, completándolo con testimonios prácticos:
Y he aquí que, a través del tiempo y su vinculación con la lengua, Machado descubre la gramática de los textos:
Tal era mi estética en 1902. Nada tiene que ver con la poética de
Verlaine, se trataba sencillamente de poner la lírica dentro del tiempo
y, en lo posible, fuera de lo espacial.
Harían falta muchos años para que los científicos dieran formulación a
las adivinaciones del poeta. Y es que Machado había llegado a explicar
las significaciones desde la forma en que eran expresadas o, como se
diría hoy, «todo
problema lingüístico implica un problema semiológico». Cualquier desvío
de este planteamiento lo distanciaba del fin al que quería llevar sus
aguas: ni barroco ni barroquismos, aunque no comprendiera los intentos
modernos que evitan el
desgaste semántico de la metáfora ni la eficacia que pudiera tener la
imagen. Machado rompió con una tradición inoperante y se apartó de otra
que nacía con el modernismo; su novedad distaba de la vieja retórica y
del nuevo gay-trinar, y con la perspectiva que nos da más, bastante más,
de medio siglo, creemos que acertó, pero en su acierto no pudo ya
entender lo que significaban las formas que estaban siendo innovadoras.
Tal vez no quiso saber qué novedades traían la imagen, el creacionismo o
la poesía pura. No podemos reprochárselo; él había inventado un nuevo
modo de hacer poesía o, cuando menos, había descubierto todo lo que
Bécquer significaba y que en Bécquer aún no se había acertado a ver: la
morfología de los textos y su combinación en unas determinadas reglas a
la que llamamos sintaxis. Su estilo se había logrado y se había logrado
utilizando los bienes de todos, transmitiéndolos como cualquiera los
pudiera transmitir, pero situándolo en un plano distinto, que ya es
connotativo pero en el que está, intacta, cuanta emoción nos es capaz de
transmitir.
Pero como el plano de la expresión se nos manifiesta sencillo y hasta
pobre, estamos demasiado proclives a creer que expresión y contenido son
en él la misma cosa o, de otro modo, que los análisis taxonómicos que
hacemos de su poesía están soldados con el mensaje que nos quiere
transmitir. Lo que tampoco es absolutamente cierto: los recursos que se
comentan en Los Complementarios constan en cualquier tratado de
retórica: metáfora, aliteración, rima, verso, estrofa, son todos
tradicionales; lo que Machado hace es atenuar rigores o paliar
exageraciones, pero resulta ser respetuoso con las formas canónicas y,
si se considera innovador, lo es entre límites muy poco impertinentes.
Cuando lleva a la práctica sus principios, la forma de la expresión
resulta bastante tradicional, lo que varía es la forma del contenido,
esa nueva manera de manifestarse la sustancia. Y tales creo que son los
hallazgos teóricos de Antonio Machado: saber encontrar una nueva forma
en el plano del contenido, que lo apartaba de esa sustancia que, en
cualquier otra formulación, no hubiera sido diferenciable, y saber
encontrar una forma a la expresión que, en su sencillez y penuria, venía
a ser totalmente
revolucionaria. Esto era la teoría. El prodigio, el milagro casi, fue
llevar la teoría a la praxis o, si se quiere, haber acertado
con una veta de intuición y haberla sabido formular. Pero ¿no es ése el
misterio de cualquier arte?
MANUEL ALVAR LÓPEZ
(Biblioetac Virtual Miguel de Cervantes)
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