Cuando el poeta José Hierro acababa de recibir el premio Príncipe de Asturias de
Literatura el 3 de octubre de 1981 y era la primera convocatoria de estos galardones que llevan
el nombre del título del heredero que ahora va a ser Rey. A Hierro le
correspondió hablar en nombre de los premiados.
El autor de Cuaderno de Nueva York, que había sufrido cárcel
en el franquismo y que condujo toda su vida una existencia espartana y
comprometida, sintió que era momento para explicarle al príncipe una
lección de convivencia democrática y de respeto a la cultura en un país
que había sufrido la dictadura. Le dijo: “No soy tan impertinente --ni
tan sabio-- como para permitirme dar lecciones. Quiero nada más llamar
la atención sobre un acto que, tal vez, cuando sea un descendiente
vuestro quien ostente el título de Príncipe de Asturias, quede desvaído
en vuestra memoria. Este acto es significativo porque supone un
reconocimiento de algo que no siempre los gobiernos toman en cuenta: los
valores de la cultura. Las dictaduras”, prosiguió el poeta, “ponen la
cultura –una sola, la suya—al servicio de su política. Las democracias
se ponen al servicio de la cultura, la aceptan como es. En el fondo es
una tarea inteligentemente política. Porque de la misma manera que
constituía una torpeza la pregunta de Stalin refiriéndose al Papa, ¿Con
cuántas divisiones cuenta?, resulta poco inteligente preguntarse con
cuántas divisiones cuenta un investigador, un músico, un poeta”.
El poeta, por ejemplo, parece un adorno del “pináculo de un
edificio”, añadió Hierro. “Pero ese objeto considerado poco menos que
objeto decorativo, y al que se rompe y arroja al vuelo despiadadamente,
puede causar enormes daños en su caída. Pongamos un nombre a esa voluta
–Federico García Lorca—y sabremos, desde el punto de vista público, el
daño que hizo al ser derribado”.
Diario "El País", 6 de junio 2014