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jueves, 13 de marzo de 2014

"Otras corrientes líricas en los años ochenta y noventa"


    Son pocos los poetas que permanecen situados inamoviblemente en uno solo de los caminos en que se despliega la poesía en estos años; y pocos los caminos que permiten una fijación conceptual inequívoca. Desconectados de la estética dominante, algunos autores trataron de revitalizar la lección del surrealismo y, más en general, de las vanguardias de los años veinte. Es el caso de Blanca Andreu, cuyo libro De una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall (1981) consiguió el premio Adonais y tuvo singular eco entre poetas coetáneos. En parecida línea hay que referirse a Miguel [Ángel] Velasco, autor de Las berlinas del sueño (1982), premio Adonais del año anterior, y cuya poesía de madurez -El sermón del fresno, Bosque adentro y El dibujo de la savia- canalizaría unos elementos visionarios que encontraron el cauce de la contemplación demorada en La miel salvaje (2003), uno de los títulos que indicaban el camino hacia la reflexión de la poesía de comienzos del nuevo siglo. Otros nombres -Amalia Iglesias, José Luis V. Ferris, Eduardo Moga...- evidencian que la poesía de finales de los noventa mostraba un afán de liberación de los complejos referenciales que la afectaron durante años. Pero a esas alturas el caos había perdido ya buena parte de su prestigio, tan notable en la exaltación surrealista; un libro de Miguel d'Ors sobre poetas españoles finiseculares se titula La aventura del orden: una nueva actualización de la antigua dialéctica entre tradición y vanguardia, o logocentrismo y experimentalismo, que articula buena parte de la poesía del siglo xx.
    Más vinculada a la tradición, la corriente elegíaca volvía a los temas de la desposesión y la pérdida, y al viejo y recurrente tópico del tempus fugit. Los nuevos poetas tomaron como modelos a los modernistas, reivindicados tras el largo ostracismo que habían sufrido en los años del compromiso poético, y al Cernuda del exilio, a quien durante la postguerra diversos grupos y promociones habían rendido homenaje desde el interior: el de Cántico en 1955, y el de la revista valenciana La Caña Gris, que en realidad era un tributo de admiración de los jóvenes de los cincuenta, en 1962. Pero, sobre todo, los precedentes inmediatos resultaron ser poetas del segundo tramo sesentayochista: Francisco Bejarano, Eloy Sánchez Rosillo, Miguel d'Ors, Fernando Ortiz, Javier Salvago. En la constitución de esta senda poética, tanta importancia como los modelos tienen los grupos poéticos que la defendieron y difundieron, formados alrededor de tertulias, editoriales o revistas. En este sentido, es relevante la función de las editoriales Renacimiento, en Sevilla, Comares (colección La Veleta), en Granada, y Pre-Textos, en Valencia, que actúan como centros irradiadores de dicha estética. Ésta, por otra parte, no supone enfrentamiento o segregación respecto de la mayoritaria poesía de la experiencia, sino que constituye una de sus ramificaciones. En la mayor parte de los libros se aprecia la andadura armónica del verso, de base endecasilábica, y el declive de los motivos selectos del arte y la cultura, habituales en los maestros, frente a los que ascienden temas relativos al discurrir cotidiano y a la viñeta costumbrista. Su condición estéticamente conservadora se expresa en la aquiescencia ante un entorno del que pueden disentir pero contra el que no se rebelan. Son frecuentes las notas de humorismo y distanciamiento, a veces con una veta maldita que contribuye a aliviar los excesos confesionales. Entre los nombres de esta corriente destacan algunos como el de Juan Lamillar o José Julio Cabanillas. Otros poetas encauzan su análisis de la fugacidad en poemas que rehúyen la previsibilidad característica de esta corriente poniendo el acento en la pureza de la construcción, la contención del lenguaje, la sequedad antipatética o la dilución de los elementos temporalistas en una reflexión de carácter más ampliamente metafísico. Vienen aquí a colación nombres como los de Álvaro García, José Manuel Benítez Ariza, José Antonio Mesa Toré, Aurora Luque o Juan Antonio González Iglesias.
    Una de las corrientes más interesantes de este tiempo es la que enlaza las vivencias personales de carácter subjetivo con las de índole coral; no porque se trate de una poesía de plaza pública o declamatoria desde el punto de vista formal, sino porque parece proceder de un acervo colectivo: el de los mitos constituidos y consolidados en las leyendas orales y en los sueños sucesivos de las generaciones. Habría que citar aquí el caso de Julio Llamazares, autor de La lentitud de los bueyes (1979) y Memoria de la nieve (1982), donde se plasma un universo ancestral inscrito en el mundo rural de la infancia del autor, enriquecido por esos símbolos y arquetipos antropológicos de un tiempo sin memoria. En realidad, este tipo de poesía no carecía de precedentes casi inmediatos, entre los que es obligado citar a Antonio Gamoneda. El ejemplo de éste influyó, además de en Llamazares, en Juan Carlos Mestre, autor de Siete poemas escritos junto a la lluvia (1981), La visita de Safo (1983) y, sobre todo, Antífona del otoño en el valle del Bierzo (1986), donde los versículos se amplían hasta tocar la prosa y las imágenes se agrupan en secuencias rítmicas con algo de salmodia, todo ello al servicio de un clima telúrico de gran intensidad expresiva y fuerte pálpito emocional. Posteriores a éstos son títulos como La poesía ha caído en desgracia (1992) y La tumba de Keats (1999), donde la vocación de solidaridad humana y la radicalidad pasional alientan con una notable riqueza melódica.
    Con notas muy personales, aunque conectado a los anteriores, figura Tomás Sánchez Santiago, que conjuga una trama de arranque costumbrista, en el sentido noble del término, con hondas cavilaciones existenciales, un poderoso imaginario y una densa rehumanización, en títulos como La secreta labor de cinco inviernos (1985) o En familia (1994). José Luis Puerto, tal vez más cerca de Colinas que de Gamoneda y Llamazares, daba cuenta en su primer libro, El tiempo que nos teje (1982), de una forma de contemplación en torno a la epifanía de la naturaleza; pero es a partir de Un jardín al olvido (1987) donde asoma con pujanza el universo de la infancia, identificado con la pureza de lo elemental y las señales de un mundo auroral y definitivamente desaparecido. Libros posteriores de Puerto son Paisaje de invierno (1993), Estelas (1995) o Señales (1997), donde la discursividad anterior se comprime en unos poemas en torno a las consideraciones nucleares sobre la naturaleza humana, ya casi sin anclajes en la anécdota exterior.
    Al lado de ellos, la poesía de Julio Martínez Mesanza (1955) presenta caracteres distintivos que impiden una asimilación a la lírica del telurismo referida atrás. La crítica ha insistido en su carácter épico, por sus evocaciones arcaizantes y fantásticas, aunque de clara ascendencia histórica, que propician el contraste entre las gestas medievales y el mundo de la contemporaneidad. Mesanza es autor de un libro, Europa, engrosado en las sucesivas ediciones a partir de su primera salida en 1983, y cuyas figuraciones corales no están afectadas por la subjetividad exacerbada ni por la melancolía retrospectiva.
    La poética de la experiencia, trivializada ya como marca de escuela, había tendido a dar protagonismo a los elementos verdadera o ficticiamente biográficos frente a los más abstractos o conceptuales. El agotamiento y el cansancio hicieron que, a veces como reacción contra ella y otras como desarrollo interno de sí misma, fuera adquiriendo una presencia cada vez más pronunciada una poesía de «reflexiva», o «de pensamiento», orientada a menudo en la dirección de la esencialidad minimalista.
    En el primer caso, de estricta reacción contra lo que consideraban banalidad de tal estética, fue cobrando cuerpo una poesía de minimalismo expresivo, indagación fenomenológica y huida de lo anecdótico o circunstancial, con nombres como los de Olvido García Valdés, Esperanza López Parada, Diego Doncel o Ada Salas.

    De signo distinto, en cuanto que procede de una poesía de apoyatura más biográfica, es la obra de autores cuyos primeros libros tenían un apagado componente biográfico, entre otros vínculos con la poesía de la experiencia, que se resolvía en reflexión pura sobre una realidad que, en la mayor parte de ellos, satisfacía las pretensiones gnoseológicas: se trata de una poesía sobre la realidad más que sobre la ultrarrealidad; más física que metafísica; más esencialista que trascendente. En este sentido, la obra de autores como Lorenzo Oliván, Antonio Cabrera, Vicente Valero, Antonio Moreno o Jordi Doce presenta zonas de convergencia con la de poetas provenientes de una estricta experiencialidad  -Marzal, Gallego, segunda época de Miguel Ángel Velasco- que evolucionaron hacia una mayor densidad reflexiva. Unos y otros vigilaban los excesos imaginativos; sirva de ejemplo Lorenzo Oliván, que en Único norte y Visiones y revisiones (ambos de 1995), Puntos de fuga (2001) y Libro de los elementos (2004) mantiene la capacidad aforística de otras obras, muy cercanas a las greguerías ramonianas, pero reprimiendo las exuberancias imaginativas y canalizando los poemas en un lenguaje de estricta sobriedad. Y otro tanto puede decirse de Antonio Cabrera, poeta de publicación tardía, cuyo libro En la estación perpetua (2000) es un paradigma de poesía de formulación lógica, pero tendente a la expresión prístina de la naturaleza de lo real.

Angel L. Prieto de Paula