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jueves, 13 de marzo de 2014

Hacia el tercer milenio. Critica poetica. Ángel L. Prieto de Paula


    Al final del siglo, poesía de la experiencia y poesía reflexiva marcaban las tendencias, declinante una y emergente la otra, más notorias entre los jóvenes. Cada vez fue cobrando mayor evidencia la pugna contra los supuestos ideológicos acoplados al relativismo, y contra las estéticas que les dieron cuerpo. Una de las líneas de actuación alentó la conciencia crítica frente a los pecados de un mundo alienado, de sensibilidad acorchada para la injusticia y el sufrimiento ajeno. En los años precedentes, tales preocupaciones relacionadas con la antigua idea del compromiso habían tenido su lugar en la obra de algunos poetas, pero el cripticismo, la frialdad emotiva o el distanciamiento dominantes impedían la adhesión sentimental del lector, que había de abrir demasiadas puertas para penetrar en el recinto de la complicidad ideológica. No es de extrañar que, al lado de las creaciones de la otra sentimentalidad, surgiera un modo de poesía que, sin el carácter instrumental y programático de la literatura mediosecular, y sin el habitual entramado formalista y las reticencias distanciadoras de los sesentayochistas que se ocuparon de ello, recuperaba la proximidad al hombre de la calle. Precisamente El hombre de la calle (2001) es el título de una antología temática de Fernando Beltrán, quien ha sostenido una dicción que aúna lo social y un desarraigo personal heredero del agonismo de Dámaso Alonso. En general, en las últimas dos décadas del siglo fueron constantes las vacilaciones estéticas sobre el lenguaje de la poesía «entrometida» -término propuesto por Beltrán para sí mismo, pero extrapolable con facilidad a otros autores-, que encontró materia adecuada en los temas de la globalización, la ecología, las guerras imperialistas, el desarrollo asimétrico de los pueblos o el neoliberalismo depredador. Es frecuente que este derrotero temático presente nuevas formas de lenguaje resultantes de un análisis de la poeticidad, que rechaza el idealismo y la función de la literatura como lenitivo de las heridas sociales. De este proceso, prolongado durante bastantes años hasta tocar en el fin de siglo, irían naciendo reflexiones y obras como las de Juan Carlos Suñén, Jorge Riechmann, el colectivo de teóricos y creadores valencianos Alicia bajo cero -entre los que cabe citar a los poetas Enrique Falcón y Antonio Méndez Rubio-, o los autores del colectivo onubense Voces del Extremo o vinculados por afinidad a él -Antonio Orihuela, Manuel Moya, Isla Correyero, Isabel Pérez Montalbán...-, que se basan en la insubordinación al statu quo socioeconómico (neoliberalismo, enajenación consumista) y a la clasicidad anestésica de la literatura, proponiendo una poesía de la conciencia frente a la poesía de la experiencia. Como poeta de referencia para muchos de ellos, Jorge Riechmann, autor además de una copiosa obra ensayística, funda su lírica en la «intolerabilidad del mundo en su estado actual», para lo que se precisa una palabra en que se vinculen ética, naturaleza e historia. La concepción estética de su escritura ha dado en una poesía del desconsuelo que considera el arte como el espacio de la resistencia, y el realismo como instrumento de indagación, vigilancia y alerta, que pretende la transformación del sujeto y, mediante el circuito de la comunicación, la transformación del mundo.
    Si los anteriores se oponían a la poesía de la experiencia porque la identificaban con la banalidad biográfica, el conservadurismo estético y la complacencia con el estado de cosas, en los años finales del siglo surgieron, desde diversos puntos de Andalucía, otras formas de oposición, con el marbete de «poesía de la diferencia», cuyos integrantes acusaban a los de la experiencia de «clónicos» y estéticamente intercambiables, y, sobre todo, de connivencia con el poder, a la que se debería su omnipresencia cultural en foros, premios y ferias del libro. El impulso, en el que se encontraban algunos poetas interesantes como Antonio Enrique o Fernando de Villena, movió la charca literaria sin llegar a cuajar en un corpus teórico solvente, reducido en general a una refutación de los mecanismos mediáticos y propagandísticos en relación con el establecimiento del canon.
    Por uno u otro lado, la poesía parecía asentarse en el espacio de la rehumanización, frente a la concepción del poema como un monólogo en boca de un sujeto creado, y del poeta como mero generador de voces. Se impugnaba así el agnosticismo contemporáneo, que había alentado una poesía caracterizada por la displicencia, el entretenimiento, el derrotismo o la ocultación, erigiéndose, en cambio, un arte de vocación totalizadora, vinculado en alguna ocasión, incluso, a lo trascendente religioso, en nombres como Enrique García-Máiquez, Juan María Calles o María Antonia Ortega.
    No obstante, las corrientes poéticas de los años de transición del siglo XX al XXI son difíciles de percibir, debido a la maraña de nombres, libros, manifiestos, revistas... Alguna ayuda prestan las antologías literarias, como grandes escaparates donde se visualizan las tendencias generales. Ya en la segunda mitad de los ochenta hubo un afán de categorizar las nuevas corrientes, tal como se mostró en las obras de los impenitentes antólogos Luis Antonio de Villena (Postnovísimos, 1986) y José Luis García Martín (La generación de los ochenta, 1988). En el primer caso predominaba el eclecticismo epigonal respecto a la poesía novísima, como se sugería ya en el título; en el segundo, la poesía referencialista y figurativa frente al solipsismo de los sesentayochistas más afamados, con una nómina que habla del tino del antólogo para detectar valores que habrían de consolidarse inmediatamente: Jon Juaristi, Juan Manuel Bonet, Justo Navarro, Andrés Trapiello, Julio Martínez Mesanza, Juan Lamillar, Luis García Montero, Álvaro Valverde, Felipe Benítez Reyes, José Ángel Cilleruelo, Carlos Marzal, Amalia Iglesias, Vicente Gallego, Leopoldo Sánchez Torre y Álvaro García.
    Ya en los últimos años del siglo, proliferaron las antologías de diversa índole, referidas a todo el período desde el 68 o ceñidas a los autores de la última generación. Entre las primeras, tanto la de Miguel García-Posada, La nueva poesía (1975-1992), como la de García Martín, Treinta años de poesía española (1965-1995), ambas de 1996, privilegiaron las notas de figuración realista y transitividad comunicativa. La antología de Joaquim Manuel Magalhães Poesia espanhola de agora / Poesía española de ahora (1997), con versiones al portugués, subraya nombres del segundo tramo sesentayochista, más conectado a las poéticas de los ochenta.
    En 1998 vio la luz una antología consultada, El último tercio del siglo (1968-1998). La relación de seleccionados indica los gustos dominantes entre poetas, críticos y lectores cualificados. En orden de más a menos votados, la relación de incluidos es ésta: Luis García Montero, Luis Alberto de Cuenca, Felipe Benítez Reyes, Antonio Colinas, Luis Antonio de Villena, Carlos Marzal, Jon Juaristi, Juan Luis Panero, Leopoldo María Panero, Jaime Siles, Eloy Sánchez Rosillo, Pere Gimferrer, Andrés Trapiello, Ana Rossetti, Andrés Sánchez Robayna, Antonio Carvajal, Vicente Gallego, Aníbal Núñez, Blanca Andreu, Olvido García Valdés, Jorge Riechmann, y -con los mismos votos los tres últimos- José-Miguel Ullán, Jenaro Talens y Juan Carlos Suñén. Como puede apreciarse, se mantiene, entre los mayores, el núcleo fuerte de los novísimos antologados por Castellet, a los que se añaden otros no incluidos allí, algunos de ellos debido a que su publicación fue algo mas tardía; entre los más jóvenes, predominan los poetas de la experiencia, a los que acompañan, en los lugares finales, representantes del purismo, del neosurrealismo y de la poesía del compromiso civil.
    Otras antologías reseñables fueron la que publicó Juan Cano Ballesta en la prestigiosa editorial Cátedra, Poesía española reciente (1980-2000) (2001), que adolece de cierto confusionismo categorizador; la de Antonio Garrido Moraga De lo imposible a lo verdadero. Poesía española 1965-2000 (2000), basada en los imprecisos supuestos de la «poesía de la diferencia»; la de Ricardo Virtanen, Hitos y señales (1966-1996) (2001), intento de compendiar estéticas diversas desde la aparición de los sesentayochistas; y las selecciones de poesía femenina Las diosas blancas (1985), de Ramón Buenaventura, y Ellas tienen la palabra. Dos décadas de poesía española (1997), de Noni Benegas y Jesús Munárriz.
    Específicamente dedicadas a los poetas surgidos en los últimos años del siglo, destacan las siguientes: Luis Antonio de Villena, Fin de siglo (El sesgo clásico en la última poesía española) (1992), donde predominan la entonación realista, el temporalismo y la recuperación de motivos clásicos; Antonio Ortega, La prueba del nueve (1994), un embate que conjunta esencialismo y poesía cívica contra lo que considera conformismo estético y trivialidad temática de la poesía de la experiencia; García Martín, Selección nacional. Última poesía española (1995), sobre las bases figurativas preferidas por el antólogo; Germán Yanke, Los poetas tranquilos. Antología de la poesía realista del fin de siglo (1996), de espaldas a los experimentalismos y atenta a la figuración realista; Luis Antonio de Villena, 10 menos 30. La ruptura interior en la «poesía de la experiencia» (1997), donde avisaba de la mutación de la poesía de la experiencia hacia un nuevo realismo o hacia una intensificación de lo meditativo; Antonio Garrido Moraga, El hilo de la fábula (1995), fundamentada en la «poesía de la diferencia»; Isla Correyero, Feroces (1998), que apuesta por unas poéticas «radicales, marginales y heterodoxas», con fuerte presencia del realismo sucio y el hiperrealismo; García Martín, La generación del 99 (1999), en que las tendencias defendidas por el autor se subsumen en un eclecticismo que evidencia una cierta pérdida de referentes poéticos; y Basilio Rodríguez Cañada, Milenio. Ultimísima poesía española (1999), cuya abundancia -recoge a sesenta y siete poetas- dificulta su función de observatorio de las corrientes dominantes entre los poetas jóvenes.

Ángel L. Prieto de Paula