El Acebuchal en los años 50, un día de la Misa de San Juan9
El sueño derrapado en agua salada
La noche comenzó mansa, como un animal que se deja acariciar. Apenas me acosté, el sueño me llevó sin resistencia a El Abebuchal, aquella aldea escondida en los pliegues de Málaga que yo siempre he llamado mi Arcadia. Allí volví a ser niño, ligero como una hoja de higuera, corriendo descalzo entre los algarrobos, los huertos domesticados por manos que conocían la tierra mejor que a sí mismas, y el arroyo donde el agua sabía a infancia.
Mis padres estaban allí, sonrientes, jóvenes como nunca volverían a ser. Yo los miraba con la certeza de quien sabe que no puede perderlos, porque en el sueño aún respiran, aún huelen a casa. Mis amigos de la infancia corrían conmigo, gritando mi nombre, y el aire sonaba a pan caliente, resinillas de pino y verano interminable.
Pero algo resopló. Un sonido áspero, fuera de lugar, como si una bestia hubiera entrado al paisaje sagrado. El sueño tembló, se deshiló por las orillas, y mis padres comenzaron a alejarse como figuras reflejadas en agua movida. Me desperté sobresaltado, empapado de un sudor que tenía la boca seca, gusto a sal y despedida.
Intenté volver. Cerré los ojos con fuerza, como quien quiere recuperar un objeto que se le cae de las manos. Pero el sueño se negaba. Se resistía, como un caballo que no quiere volver al establo. Pasaron las horas con lentitud de niebla. A las seis de la mañana, vencido por el cansancio, me volví a quedar dormido.
Entonces el sueño regresó, pero torcido, derrapado en agua salada.
Ya no había huertos, ni padres, ni amigos. Había granadas que se abrían como flores de fuego, fieras con ojos que no reconocía, sombras que aullaban desde detrás de los árboles en forma de dragones. Todo parecía sacado de un tráiler de una película abominable, esas que anuncian con entusiasmo la violencia extrema, como si fuera un caramelo para la multitud.
Yo corría, pero mis pies chapoteaban en un agua oscura y viscosa. Sentía que algo me observaba desde el fondo. Algo que sabía quién era yo y qué había perdido.
Desperté a las siete, con el corazón encabritado. La luz temprana apenas entraba por la ventana, pero ya era suficiente para decirme:
—No duermo más. No hoy. No voy a volver a soñar con mi aldea perdida… ni con mis padres, que se fueron hace más de veinte años.
Lo dije en voz baja, aunque sabía que era mentira. Porque sueño con ellos a menudo. Porque en el fondo, cada sueño en el que vuelven es una prueba de que fui feliz con ellos. Una felicidad tan viva que, incluso cuando el sueño se derrapa en agua salada, aún alcanzo a ver su reflejo.
Y tal vez eso sea suficiente, soñar me hace regresar al pasado, a vivir una vida real. A ver si esta nocte tengo suerte y mis neuronas me hace en favor de regresar al mismo sueño a ayer.
Autor: Ramón Fernández Palmeral
Alicante, 17-11-2035
