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jueves, 28 de marzo de 2019

TITA CHINITA. Por María Isabel Peral del Valle


Tita Chinita Tita Chinita
Tita Chinita era la menor de seis hermanos. Su padre, mi abuelo, era medico de pueblo, de esos que servían lo mismo para un roto que para un descosido. Atendía partos, entablillaba huesos, curaba gonorreas o resfriados. La consulta la tenía en la primera planta de la casa que habitaba en la calle Mayor. Constaba de tres salas, la de espera, el despacho, y una especie de laboratorio pertrechado con una vitrina en la que había tijeras, bisturí, una cajita metálica donde hervía las agujas y jeringuillas de cristal, un bote donde guardaba algodón, una caja para gasas, un autoclave y hasta ¡oh milagros de la ciencia!, un pequeño microscopio. Mi abuelo hacía, él mismo, sencillas analíticas. Cuando tita Chini fue quedando mocita vieja aprendió los rudimentos del análisis y la desinfección, y le ayudaba al abuelo. Hasta que se casó con tito el de las cuadras, un viudo con fama de mujeriego, del que decían que había matado a su mujer a base de cuernos. A tita Chini no le importó, decía que la primera mujer era una pavisosa, y que a ella más joven y espabilada no se los pondría. Los primeros años fueron medio bien, pero enseguida tito, el de las Cuadras, fue tirando de nuevo al monte. Los rumores crecían por el pueblo, y hasta decían que lo habían visto en la capital del bracete con otra.
Mis papás, cuando salían, me dejaban con tita Chini, cosa que a ella le encantaba, porque su vientre ya perezoso no le había dado hijos. En una de aquellas ausencias, cuando los rumores del pueblo corrían calle abajo, ella me dijo quería cocinar algo especial para su marido. Mientras ella cocinaba, yo acercaba una silla bajita al poyete y la observaba en su trajinar por entre sartenes y ollas.
Perdices, cocinó perdices, y allí con esmeró las desplumó, las decapitó, les abrió el buche, su poquito de laurel, su poquita de pimienta, su poquito de clavo, todo rehogadito en cebolla caramelizada. Entonces abrió un bote que a mí me era familiar, aunque en ese momento no asociaba su procedencia, llevaba una pegatina en letra gótica que ponía Sales de Heparina. Espolvoreó con ella todo el asado, mientras me decía: verás que sabroso y bueno le va a saber a tu tito. Yo relamiéndome de gusto le pregunté: ¿para mí no hay perdices tita? No cariño, nosotras vamos a tomar chocolate con picatostes. Esto es para tito, cuando regrese de madrugada, tan cansado, pobrecito.
Aquella noche a tito Cuadras le dio un jamacuco, se quedó privado, lo pasó malito y a los dos días se fue al campo de las malvas.
 María Isabel Peral del Valle