Por Vicente Ramos Pérez, académico de la Real Academia de la Lengua y de la Historia y Cronista Oficial de la provincia de Alicante.
A modo de entrada o introito a esta breve oración en torno a la personalidad del poeta, profesor y querido amigo y paisano nuestro Alfredo Gómez Gil, quisiera, salvando todas las distancias, acercar su nombre al de Lope de Vega, valiéndome de una clarividente glosa de Azorín.
El maestro de Monóvar, en su libro Leyendo a los poetas (Zaragoza-Madrid,1929), recoge la siguiente estrofa de Lope de Vega:
Que en la senda del vivir
no ir adelante, es ir
atrás; y el que a arar empieza,
no ha de volver la cabeza,
sino arar y proseguir.
“En esos cinco versos está todo Lope de Vega”, de quien dice Azorín que “pasa por la vida con una desenvoltura, con un brío, con un despejo que asombran y subyugan”.
Parangonando a Lope con Cervantes, señala que, mientras éste parece “abstraído en un solo pensamiento, en una sola visión del mundo”, aquél “va ligero y elegante de una parte a otra, como por encima de las formas sancionadas y de la moral tradicional (…) Su espíritu se desenvuelve aparte de toda fórmula y de toda sanción. Y lo que se dice de la ética puede repetirse de la estética.”
He aquí un fiel espejo de Alfredo Gómez Gil, que nunca ha vuelto la cabeza a lo largo de su esforzada empresa de “arar y proseguir”.
Si el corazón de Alfredo Gómez Gil late en Alicante, donde nació en 1936, su palabra fuerte y universalista suena en los más diversos y lejanos horizontes ya de Europa, bien de América o de Asia. Esta dicotomía entre lo entitativo y lo fenoménico, entre el ser y el parecer, entre la raíz y las ramas explica y caracteriza la singularísima personalidad de nuestro amigo y escritor.
Cursó Filología Románica en la Universidad de Murcia, licenciándose y doctorándose en la Complutense. Alfredo Gómez Gil ha desarrollado una vasta experiencia docente en Universidades norteamericanas -Yale (19651967), y Hartford (1967-1996) – y en la madrileña “Francisco de Vitoria” (1998-2002), labor coronada en 1998 al ser investido Doctor honoris causa por la Universidad “Richmond” de Londres.
Dejó dicho Azorín en 1947 que “de los escritores-en todos los tiempos- emanan dos lecciones: una nos la dan sus libros; otra nos la ofrecen sus vidas”.
La obra del escritor lucentino se inicia en 1968 y abarca fundamentalmente los campos de la poesía y el ensayo, amén de otros, como la entrevista, la biografía, el tratamiento del paisaje o la traducción. Por citar dos títulos significativos, recordemos, en poesía, La frente en el suelo (1976) y, en ensayo, Concha Lagos bajo el dominio de la literatura comparada (1981).
Alfredo Gómez Gil es hombre de fuerte personalidad, muy rica en matices humanos, intelectuales y afectivos, complejísima en su estructura y, siempre, sorprendente en el curso de su infatigable actividad.
Caracteriológicamente enraíza con la tipología del clasicismo hispánico, haciéndonos recordar El no importa de España, de Francisco Santos, en el sentido de poner de relieve la capacidad del español para salvar los más dificiles obstáculos.
Acertada y fulgurante es la semblanza que de Gómez Gil trazó Ángel Valbuena Prat: “No se le puede clasificar. Ni la barba de Marx ni la de los existencialistas. Ni el escapulario del beato, ni la tea del radical (…) Desde la vitalidad humana al rezo extático. Humano, muy humano (…) Corre por la vida como un auto que no puede aparcarse” .
De este intenso vivir cabe esperar todo lo factible y aun lo que podemos considerar no posible, porque, para nuestro amigo, sí lo es y así lo patentiza. Su ánimo férreamente voluntarioso, aliado a una caudalosa imaginación, transforma en real muchos entes de ficción o dormidos en los mundos de lo hacedero.
Con todo ello, relevante es su arraigado sentido de la independencia, aludido por Valbuena, y, en grado eminente, su caudal de amistad.
Profesor, poeta, crítico y periodista, conferenciante y viajero sin cansancio, Alfredo Gómez Gil es, en cuanto concierne a nuestro huerto provinciano, prototipo de alicantino universal, tanto por su presencia en los más lueñes horizontes como por la huella de signo alicantinista que va dejando en los pueblos más distantes y diversos.
Universal, sí; no cosmopolita, ya que su vida aparece fuertemente arraigada en un lugar concreto -en este caso, Alicante-, haciendo realidad la sentencia de Gabriel Miró:”Hay que echar raíces en un rincón del mundo, y, desde él, irradiar hasta donde sea posible”, verdad que señaló Unamuno diciendo que “en las entrañas de lo local y circunscrito, lo universal”, a lo que añadió: “universalidad, pero la viva, la fecunda, la que se encuentra en las entrañas de cada hombre, encarnada en raza, religión, lengua y patria, y no fuera de ellas, no en el abstracto contratante social de los jacobinos”.
El pensamiento que vivifica Arte y cosmopolitismo, magistral ensayo unamuniano, es aplicable al escritor alicantino, ya que, si en Estados Unidos de Norteamérica, en China, en Japón o en Rumania, en cualquier lugar y en todo momento, su palabra de escritor pregona colores de la tierra nativa.
La raíz, pues, que sustenta la personalidad de nuestro escritor es manifiesta en muchos lugares de su extensa obra. Así, por ejemplo, en Introducción a la esperanza o en 24 poemas de nieve, donde descubrimos el vitalismo alicantino que transfigura la vida en sensación impetuosa:
“A todo lo que vuela dile/ que me preste colores./ Encarga de mi parte a las palomas
eternidad”. Y, asimismo, lo diáfano de nuestro aire, de nuestros cielos: “El mar Mediterráneo/ que da vueltas/ al mundo que aquí tengo,! recorriendo por mapas claros/ la ruta fija de tu suspiro presente…! Imposible”.
La consideración sucinta de los factores psicológicos y geográficos del hombre Alfredo Gómez Gil nos conducen a la contemplación de los estéticos propios de su generación, a cuya luz, siempre cambiante, su poesía “eleva -en expresión de Francisco Carenas- la espontaneidad y sinceridad a virtud cardinal, glorificando la falta de plan, la vuelta a ese mundo primitivo, simple, ausente de turbulencias perturbadoras del altruismo”.
Este dramático juego de lo contradictorio y pasional desvela la identidad hombre-escritor: aquél, romántico; éste, neorromántico y afín a lo surreal.
El poema de Gómez Gil discurre como sangre, como aliento; más que expresión literaria, lo es de vida, aunque sea vida en destrucción. Para Gómez Gil, escribir poesía es confesarse, y así lo evidenció, autodefiniéndose, en 1970:”…pecador no arrepentido, que gusta de hablar y sentirse al mismo tiempo confesor (…) Un poeta que busca la paz y que, al no encontrarla, la inventa”.
Sabido es no sólo que de la tierra romántica -la propia de Alfredo Gómez Gil – han brotado los árboles surrealistas, ultraístas, dadaístas…, sino también que las semejanzas entre romanticismo y vanguardismo conllevan “la pretensión de unir vida y arte”, según Octavio Paz.
Tal es, a mi juicio, la característica más esencial del poeta Alfredo Gómez Gil: no hay confines metapoéticos en sus versos; sí, en cambio, una carga tremenda de metaironía, erotismo, angustia, sarcasmo, fenoménica irreverencia, gusto por lo grotesco, contradicción y protesta, en suma, de lo que quiere y no quiere, de lo que ama y desama, actitud profundamente humana, porque, a fin de cuentas, situado casi al borde del nihilismo, el poeta levanta la bandera de la íntima e infinita ternura hacia todo ser, verbo de la inocencia:”En cada interruptor machacado / del punto de luz,! volcán de carne,! o en la punta de una distracción,/ ahí estoy:/ eterno niño”.
De modo muy similar lo vio el maestro Ángel Valbuena Prat, y, con él, nosotros: “Canta y no se cansa, y no se deja engañar. Ni del canto negro brasileño o antillano, ni de la retórica neogongorina de la poesía pura. Extraño, muy extraño. Un nuevo Rubén lo pondría entre los raros, pero normales y estudiosos. Porque no se olvide que es un excelente profesor. Y como se dijo de uno señero, puede ser profesor de melancolía”.
A modo de entrada o introito a esta breve oración en torno a la personalidad del poeta, profesor y querido amigo y paisano nuestro Alfredo Gómez Gil, quisiera, salvando todas las distancias, acercar su nombre al de Lope de Vega, valiéndome de una clarividente glosa de Azorín.
El maestro de Monóvar, en su libro Leyendo a los poetas (Zaragoza-Madrid,1929), recoge la siguiente estrofa de Lope de Vega:
Que en la senda del vivir
no ir adelante, es ir
atrás; y el que a arar empieza,
no ha de volver la cabeza,
sino arar y proseguir.
“En esos cinco versos está todo Lope de Vega”, de quien dice Azorín que “pasa por la vida con una desenvoltura, con un brío, con un despejo que asombran y subyugan”.
Parangonando a Lope con Cervantes, señala que, mientras éste parece “abstraído en un solo pensamiento, en una sola visión del mundo”, aquél “va ligero y elegante de una parte a otra, como por encima de las formas sancionadas y de la moral tradicional (…) Su espíritu se desenvuelve aparte de toda fórmula y de toda sanción. Y lo que se dice de la ética puede repetirse de la estética.”
He aquí un fiel espejo de Alfredo Gómez Gil, que nunca ha vuelto la cabeza a lo largo de su esforzada empresa de “arar y proseguir”.
Si el corazón de Alfredo Gómez Gil late en Alicante, donde nació en 1936, su palabra fuerte y universalista suena en los más diversos y lejanos horizontes ya de Europa, bien de América o de Asia. Esta dicotomía entre lo entitativo y lo fenoménico, entre el ser y el parecer, entre la raíz y las ramas explica y caracteriza la singularísima personalidad de nuestro amigo y escritor.
Cursó Filología Románica en la Universidad de Murcia, licenciándose y doctorándose en la Complutense. Alfredo Gómez Gil ha desarrollado una vasta experiencia docente en Universidades norteamericanas -Yale (19651967), y Hartford (1967-1996) – y en la madrileña “Francisco de Vitoria” (1998-2002), labor coronada en 1998 al ser investido Doctor honoris causa por la Universidad “Richmond” de Londres.
Dejó dicho Azorín en 1947 que “de los escritores-en todos los tiempos- emanan dos lecciones: una nos la dan sus libros; otra nos la ofrecen sus vidas”.
La obra del escritor lucentino se inicia en 1968 y abarca fundamentalmente los campos de la poesía y el ensayo, amén de otros, como la entrevista, la biografía, el tratamiento del paisaje o la traducción. Por citar dos títulos significativos, recordemos, en poesía, La frente en el suelo (1976) y, en ensayo, Concha Lagos bajo el dominio de la literatura comparada (1981).
Alfredo Gómez Gil es hombre de fuerte personalidad, muy rica en matices humanos, intelectuales y afectivos, complejísima en su estructura y, siempre, sorprendente en el curso de su infatigable actividad.
Caracteriológicamente enraíza con la tipología del clasicismo hispánico, haciéndonos recordar El no importa de España, de Francisco Santos, en el sentido de poner de relieve la capacidad del español para salvar los más dificiles obstáculos.
Acertada y fulgurante es la semblanza que de Gómez Gil trazó Ángel Valbuena Prat: “No se le puede clasificar. Ni la barba de Marx ni la de los existencialistas. Ni el escapulario del beato, ni la tea del radical (…) Desde la vitalidad humana al rezo extático. Humano, muy humano (…) Corre por la vida como un auto que no puede aparcarse” .
De este intenso vivir cabe esperar todo lo factible y aun lo que podemos considerar no posible, porque, para nuestro amigo, sí lo es y así lo patentiza. Su ánimo férreamente voluntarioso, aliado a una caudalosa imaginación, transforma en real muchos entes de ficción o dormidos en los mundos de lo hacedero.
Con todo ello, relevante es su arraigado sentido de la independencia, aludido por Valbuena, y, en grado eminente, su caudal de amistad.
Profesor, poeta, crítico y periodista, conferenciante y viajero sin cansancio, Alfredo Gómez Gil es, en cuanto concierne a nuestro huerto provinciano, prototipo de alicantino universal, tanto por su presencia en los más lueñes horizontes como por la huella de signo alicantinista que va dejando en los pueblos más distantes y diversos.
Universal, sí; no cosmopolita, ya que su vida aparece fuertemente arraigada en un lugar concreto -en este caso, Alicante-, haciendo realidad la sentencia de Gabriel Miró:”Hay que echar raíces en un rincón del mundo, y, desde él, irradiar hasta donde sea posible”, verdad que señaló Unamuno diciendo que “en las entrañas de lo local y circunscrito, lo universal”, a lo que añadió: “universalidad, pero la viva, la fecunda, la que se encuentra en las entrañas de cada hombre, encarnada en raza, religión, lengua y patria, y no fuera de ellas, no en el abstracto contratante social de los jacobinos”.
El pensamiento que vivifica Arte y cosmopolitismo, magistral ensayo unamuniano, es aplicable al escritor alicantino, ya que, si en Estados Unidos de Norteamérica, en China, en Japón o en Rumania, en cualquier lugar y en todo momento, su palabra de escritor pregona colores de la tierra nativa.
La raíz, pues, que sustenta la personalidad de nuestro escritor es manifiesta en muchos lugares de su extensa obra. Así, por ejemplo, en Introducción a la esperanza o en 24 poemas de nieve, donde descubrimos el vitalismo alicantino que transfigura la vida en sensación impetuosa:
“A todo lo que vuela dile/ que me preste colores./ Encarga de mi parte a las palomas
eternidad”. Y, asimismo, lo diáfano de nuestro aire, de nuestros cielos: “El mar Mediterráneo/ que da vueltas/ al mundo que aquí tengo,! recorriendo por mapas claros/ la ruta fija de tu suspiro presente…! Imposible”.
La consideración sucinta de los factores psicológicos y geográficos del hombre Alfredo Gómez Gil nos conducen a la contemplación de los estéticos propios de su generación, a cuya luz, siempre cambiante, su poesía “eleva -en expresión de Francisco Carenas- la espontaneidad y sinceridad a virtud cardinal, glorificando la falta de plan, la vuelta a ese mundo primitivo, simple, ausente de turbulencias perturbadoras del altruismo”.
Este dramático juego de lo contradictorio y pasional desvela la identidad hombre-escritor: aquél, romántico; éste, neorromántico y afín a lo surreal.
El poema de Gómez Gil discurre como sangre, como aliento; más que expresión literaria, lo es de vida, aunque sea vida en destrucción. Para Gómez Gil, escribir poesía es confesarse, y así lo evidenció, autodefiniéndose, en 1970:”…pecador no arrepentido, que gusta de hablar y sentirse al mismo tiempo confesor (…) Un poeta que busca la paz y que, al no encontrarla, la inventa”.
Sabido es no sólo que de la tierra romántica -la propia de Alfredo Gómez Gil – han brotado los árboles surrealistas, ultraístas, dadaístas…, sino también que las semejanzas entre romanticismo y vanguardismo conllevan “la pretensión de unir vida y arte”, según Octavio Paz.
Tal es, a mi juicio, la característica más esencial del poeta Alfredo Gómez Gil: no hay confines metapoéticos en sus versos; sí, en cambio, una carga tremenda de metaironía, erotismo, angustia, sarcasmo, fenoménica irreverencia, gusto por lo grotesco, contradicción y protesta, en suma, de lo que quiere y no quiere, de lo que ama y desama, actitud profundamente humana, porque, a fin de cuentas, situado casi al borde del nihilismo, el poeta levanta la bandera de la íntima e infinita ternura hacia todo ser, verbo de la inocencia:”En cada interruptor machacado / del punto de luz,! volcán de carne,! o en la punta de una distracción,/ ahí estoy:/ eterno niño”.
De modo muy similar lo vio el maestro Ángel Valbuena Prat, y, con él, nosotros: “Canta y no se cansa, y no se deja engañar. Ni del canto negro brasileño o antillano, ni de la retórica neogongorina de la poesía pura. Extraño, muy extraño. Un nuevo Rubén lo pondría entre los raros, pero normales y estudiosos. Porque no se olvide que es un excelente profesor. Y como se dijo de uno señero, puede ser profesor de melancolía”.