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viernes, 8 de diciembre de 2017

Enigma de la poetisa uruguaya Delmia Agustuni

Julia Elena Rial /en LETRALIA

viernes 1 de diciembre de 2017
Delmira Agustini
A veces leemos a Delmira Agustini tentados de desbrozar sus tonos modernistas, sus arranques eróticos y sus metáforas premonitoras de escondites sensuales y sexuales. Sería fragmentar una poética que merece un reconocimiento integral.
Detrás del movimiento inaugural del modernismo en Latinoamérica trasciende una rebeldía contra el positivismo y sus manifestaciones de arte realista. Surgen expresiones literarias que, desde finales del siglo XIX, afirman la insuficiencia del racionalismo para explicar y poetizar las inquietudes del espíritu, y los anhelos fraguados por la imaginación. A estas ideas corresponden movimientos que dejaron fuera del contexto artístico (incluyo la literatura) el dogma cientificista.
Estas tendencias finiseculares convirtieron el arte en auténtica religión, refinamiento exquisito, erudición intelectual, una literatura que en Latinoamérica tuvo como creador al nicaragüense Rubén Darío. El modernismo se alimentaba de sí mismo. Se construía sobre los lenguajes del color, la música, el ritmo, la plasticidad, la sensualidad llevada a formas estéticas. Darío desarrolló su propia escuela poética adaptando las bases del parnasianismo, el simbolismo y el decadentismo, vigentes sobre todo en el vanguardista París, a las características culturales de una Latinoamérica que afloraba en nuevas solicitudes de refinamiento y esnobismo. El poeta protagoniza un acto de creatividad preciosista, tal vez para encubrir la precariedad que observaba en la vida. Modo de poetizar que adoptó como icono el cisne, figura emblemática del modernismo, que años más tarde estrangularía Enrique González Martínez con su poema “Tuércele el cuello al cisne”.
La poetisa uruguaya desarrolla una gran habilidad artística para enlazar el bullir del pensamiento poético y el clima espiritual en que la sumerge su misterioso amor.
Argentina, Uruguay, Chile le dan alas al movimiento, el rubendarismo no sólo es poesía, es moda, decoración, baile, manera de expresarse. Montevideo no escapa a esta corriente, y será José Enrique Rodó quien en El que vendrá abunda en elogios al poeta nicaragüense al decir: “Habíamos visto en América poetas buenos y poetas inspirados y poetas vigorosos, pero no habíamos tenido en América poetas exquisitos”.
De este período surge con atrevido erotismo la figura de Delmira Agustini (1886-1914), quien envuelve con sensualidad y misterio femenino una poesía que, aun conservando características modernistas, va más allá en su propuesta; así lo expresa Manuel Ugarte al decir: “La espontaneidad salvaje y el fuego sensual de sus versos levantó enseguida en torno una especie de barrera sanitaria”. Por primera vez aparece en Uruguay una poeta que hermana lo sensual con lo femenino. Delmira canta al cisne, pero a un cisne que le atrae de manera misteriosa: “El ave cándida y grave tiene un maléfico encanto. / Clavel vestido de lirio, trasciende a llama y milagro… / Sus alas blancas me turban / como dos cálidos brazos”.
La poetisa uruguaya desarrolla una gran habilidad artística para enlazar el bullir del pensamiento poético y el clima espiritual en que la sumerge su misterioso amor. Cada verso se enlaza y refleja en el anterior con entrelíneas que dejan adivinar una incógnita trágica. Lo dice en “Misterio, ven”: “Ven, acércate a mí, que en mis pupilas / se hundan las tuyas en tenaz mirada / vislumbre en ellas el sublime enigma del más allá que espanta”. Cuanto más se aleja de la realidad vivida más fuerte y emotiva es su realidad poética. Sorprende leer en una mujer tan joven, aún adolescente, una poética cuya hechura interior mantiene el equilibrio de quien no escribe imágenes fortuitas, sino las que sin azar se van transformando en su andamiaje de espera amorosa, algunas veces con levedad, otras con la densidad que da una vida sumida en conflictos interiores no resueltos.
Llama la atención la madurez con que analiza su obsesión poética en el poema “Para tus manos”. “Manos que me disteis gloria / ¡Manos que me disteis miedo¡ / ¿En qué tela de fuego me envolvieron / las arañas de nieve de tus manos?… / ¡Yo creo que, solemnes, dominarán el tiempo! / y, dulces juraría que hechizan a la muerte…”.
El tema de las manos ha sido tratado por grandes poetas, ya sea las del espíritu como las del trabajo, según lo expresa el poeta español Miguel Hernández en “Las manos”: “La mano es la herramienta del alma, su mensaje, / y el cuerpo tiene en ella su rama combatiente… / Alzad, moved las manos en un gran oleaje, / hombres de mi simiente”. O las de “Los versos del capitán”, donde Pablo Neruda habla de unas manos que significan refugio, estabilidad, el abrazo del amor reencontrado: “Los años de mi vida / yo caminé buscándolas. / Subí las escaleras, / crucé los arrecifes, / me llevaron los trenes… / hasta que se cerraron / tus manos en mi pecho / y allí como dos alas / terminaron su viaje”.
Son las manos la tarea difícil de versificar porque en ellas se encierra el sentir de toda una vida, ya sean nudosas, rústicas o suaves y delicadas. Tanto si saben acariciar para no estar nunca vacías, como si su tacto arde en preguntas que nadie les contesta. Es Pedro Salinas quien en “La memoria en las manos” nos dice con brillante discurso: “Hoy son las manos la memoria. / El alma no se acuerda, está dolida / de tanto recordar. Pero en las manos / queda el recuerdo de lo que han tenido…”. No escapa el surrealismo de Vicente Aleixandre para llevar las manos al movimiento incansable que implica el vértigo del distanciamiento, y el acercamiento, cuando dice en “Las manos”: “Mira tu mano, que despacio se mueve / transparente, tangible, atravesada por la luz, hermosa, viva, casi humana en la noche. / Con reflejo de luna, con dolor de mejilla, con vaguedad de sueño… / Manos de amante que murieron, recientes / manos con vida que volantes se buscan / y cuando chocan y se estrechan encienden / sobre los hombres una luna instantánea”.
Las manos expresan en Delmira Agustini una poesía hecha sin vislumbres sesgados de correspondencia amorosa, sí de recurrente pasión frustrada, unilateral, encarcelada en un lenguaje de incertidumbre, de pasiones impalpables. Su poesía es el centelleo de una espera cuya otra parte se desconoce, de soledades no satisfechas. Pierre Reverdy sostiene en “Esa emoción llamada poesía”: “Lo que importa para el poeta es llegar a precisar lo más desconocido que hay en él, lo más secreto, lo más escondido, difícil de descubrir, lo único”. Es lo que ha quedado por descubrir tras la muerte prematura de Delmira Agustini, si su poesía es la búsqueda infructuosa por conocer el amor en un espíritu atormentado, a pesar de su aparente juventud.
Envuelta por supuestos conflictos conyugales amorosos, la mujer, que luego de solicitar el divorcio, a los pocos meses de casada, sigue teniendo encuentros furtivos y secretos en la habitación de un hotel con el mismo hombre al cual rechaza, es autora de una poética compleja en una naturaleza femenina, dentro del austero contexto social de un Uruguay de principio del siglo XX.
La situación de su muerte, que desbordó las fronteras de toda lógica, condujo a los críticos literarios a dar prioridad a su trágico desenlace y misterio amoroso, más que a resaltar el valor de una línea poética que rompía barreras, muy bien delimitadas, en el quehacer literario de su época.
A veces leemos a esta poeta tentados de desbrozar sus tonos modernistas, sus arranques eróticos y sus metáforas premonitoras de escondites sensuales y sexuales. Sería fragmentar una poética que merece un reconocimiento integral, de conjunto, que nos hace obviar a la niña. “A la rubia azul y ligera, casi sobrehumana, suave y quebradiza como un azul encarnado, y como un ángel lleno de encanto y de inocencia”, como la describe Manuel Medina en el prólogo de El libro blanco. Dulce María Loynaz le atribuye “del guapo abuelo alemán la estampa de una valquiria… la gracia latina de su abuelo italiano”. Pareciera que se quisiera resaltar la controversia no resuelta de una imagen angelical y de un espíritu atormentado que trasciende a través de los poemas, escritos todos antes de los veintiséis años.

Delmira es considerada como una poeta solitaria dentro del canon de la literatura uruguaya, cuyas contradicciones la llevan a condensar, a veces, el erotismo como envuelta en un frío arrepentimiento: “Yo, la estatua de mármol con cabeza de fuego. Apagando mis sienes en frío y blanco ruego”. Versos que pertenecen a “Cuentas de mármol”. Poema largo, bien hilvanado, parte del libro El rosario de Eros, el cual para el escritor Carlos Vaz Ferreira “es simplemente un milagro”. Entendemos que se trata de un discurso poético inusitado en una casi niña que carecía de una biblioteca y con lo poco leído fue fraguando, con sus deseos y sentimientos, las envolventes de un imaginario cuya calidad y profundidad son indiscutibles.
La poesía siempre será obra de amor; aunque gotee angustias y se busque en ella volcar la desesperación, será deseo de esclarecimiento interior aunque necesite de la oscuridad como embozo de lo indefinible.
La escritura ingenua de las cartas al novio hace pensar en un espíritu que caía en letargos tormentosos, los cuales le servían de inspiración poética. Hoy ya no parece posible descubrir el desdoblamiento de su personalidad. La escritora Ofelia Machado la considera “dadaísta” y la española Carmen Conde le asigna la simulación de un papel familiar de niña ingenua que la obligaron a representar. En todo caso, la incógnita prevalece. Las cartas al poeta Rubén Darío muestran una Delmira distinta, enamorada del poeta, idealizado en una figura inexistente. Para Manuel Ugarte, los amores de Delmira fueron creados por espacios órficos. Cierta vez dijo: “Delmira estuvo enamorada de un hombre que no existía”. Todo lleva a pensar que sus poemas fueron producto de una mente febril. Ella misma lo dice en “Íntima”: “¡Imagina el amor que habré soñado / en la tumba glacial de mi silencio! / Más grande que la vida, más que el sueño, / bajo el azur sin fin se sintió preso… // Imagina mi amor, amor que quiere / vida imposible, vida sobrehumana…”.
La escritora Tina Escaja ubica a Delmira Agustini entre las poetas dandistas; considero que este estilo no forma parte de una Delmira, mal considerada excéntrica. Ella no simula, sino que vive el amor imaginado, no expresa las sensaciones de manera pasajera, con total indiferencia por la realidad; ella crea y vive profundamente su propia otredad, la otra es la que se apasiona por la figuración poética de sus deseos. Ubicar a la poeta en el decadentismo dandista sería estudiar una Delmira que manipula desde sus poemas. Si bien a través de ellos deshojaba sus tormentos, sin escrúpulos, luchando con un eros que la dominaba, y el dramático final de un morir como destino poético espléndido, esto no incluye asociar su obra a la poética decadente de “morbosidad, crueldad, provocación, sadismo, culto al artificio, perversión, exotismo, transgresión sexual… fetiche por la estética decadente modernista”. Características que le atribuye Tina Escaja.
La poesía siempre será obra de amor; aunque gotee angustias y se busque en ella volcar la desesperación, será deseo de esclarecimiento interior aunque necesite de la oscuridad como embozo de lo indefinible. De todas maneras, siempre estará iluminada. Creo que caben para Delmira estas palabras de Octavio Paz: “Sólo los que saben que el amor está maldito y aun así se atreven a amar, merecen llamarse enamorados”.
Delmira vivió enamorada de la búsqueda de amor, a momentos en un proceso de autofagia, como lo revela en “El vampiro”, con un demoledor lenguaje de sangre y llanto: “¿Por qué fui tu vampiro de amargura?… / ¿Soy flor o estirpe de una especie oscura / que come llagas y que bebe el llanto?”. Muestra una faceta escondida en sus delirios líricos que la escenifican como personaje de su propia obra.
Ella fue así la mujer que quería ser, la que proclama su poesía; lo que la vida le negaba se lo ofrecía la lírica de su lenguaje.
En la literatura sobreviven personajes femeninos, verdaderos símbolos de amor: la María de Jorge Isaacs, la Beatriz del Dante, la Virginia de Saint Pierre y otras que como Delmira asechan, con sus vidas trágicas, desde las diferentes casas del lenguaje. Porque la poeta uruguaya alimentaba su alma con obsesiones en las que ella era su propia protagonista. Al igual que José Asunción Silva, ambos silenciaron sus corazones sobre el amor por el que vivieron y murieron. Razón de ser de sus poéticas, fijación irrenunciable que sólo la muerte pudo callar. Queda pendiente la pregunta: ¿a quién amaron?
Los estudiosos de la poesía latinoamericana han hecho elucubraciones, acudido a amigos, a archivos familiares, para recoger toda suerte de testimonios y suposiciones. Pero Delmira sigue siendo una de las mejores poetas uruguayas, con una obra sustentada en una misteriosa vida que, tal vez, todos desconocían.
Existió una mujer que vivió en una ciudad pequeña, algo gris y fría, de calles empedradas, pueblerina en sus costumbres, aunque avanzada en leyes; allí en ese contexto se sintió incomprendida, y sólo pudo volar con la palabra poética hacia zonas que carecen de localismos, versos que la convirtieron en un enigma, diríamos casi en una leyenda. Ella fue así la mujer que quería ser, la que proclama su poesía; lo que la vida le negaba se lo ofrecía la lírica de su lenguaje. Posiblemente lo que más la hizo sufrir la nutrió como poeta.



Julia Elena Rial

Julia Elena Rial

Escritora y docente argentina (Tandil, provincia de Buenos Aires). Reside en Maracay, Aragua (Venezuela). Profesora de castellano y literatura en el Instituto del Profesorado de Buenos Aires. Estudió filosofía en la Universidad de Buenos Aires (UBA) e historia de las ideas latinoamericanas en la Universidad de Chile, donde además se especializó en literatura latinoamericana. Cursó la maestría en literatura latinoamericana en la Universidad Pedagógica Experimental Libertador, de Maracay. Ha publicado el cuento “La fábula rota” y los ensayos El esperpento en Tirano Banderas de Valle Inclán, La poesía social de José Martí, Las masacres: ortodoxia histórica, heterodoxia literaria (premio de ensayo Miguel Ramón Utrera 1998) y Constelaciones del petróleo (2002). Colaboradora de la revista brasileña Hispanista. Jurado del premio de ensayo Augusto Padrón 2001 y del premio de ensayo Marita King 2005. Dicta talleres sobre narrativa del petróleo y ensayo en Maracay desde 2002.

Sus textos publicados antes de 2015
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