Clementa López Pérez, nació el día 13 de enero del 1949, en Rebollosa De Hita. (Guadalajara) España. Época de pos-gue- rra, y bajo el mandato del General Franco. En la intimidad de familias sacrificadas que vivieron de puer- tas para adentro, criando a sus hijos bajo ese régimen tan represor. Los hombres salían a conversar y tomar café, cuando corrían tiempos tranquilos. Las madres atemorizadas, cocinaban con gran ingenio y siempre se hablaba en voz baja. Sabían que los que se manifestaban, desaparecían. Su destino era, para siempre desconocido. Para los niños, las cuatro paredes del hogar eran suficiente consuelo, leían repetidamente los libros que poseían. De Literatura, que les permitió dejar volar la imagi- nación. Clementa López Pérez nació en un hogar con padres que todo lo dieron, rogando que el destino les fuera el de gozar de li- bertad en el futuro. Ella había llegado a este mundo, dotada por Dios, de varios dones. Fue cultura de las artes, por las que sintió natural inclinación. Curso sus estudios obligatorios. Estudió mú- sica y creó un novedoso sistema musical a color, en relieve apto en el campo de la invidencia. Como educando aprendió la ejecución del Violoncelo. Tiene registro de soprano en su voz, participa en diversos Coros de la Comunidad de Madrid y en orquestas estables muy importantes.
Es artista plástica, gran poetisa. Escritora de valía.Libro Homenaje VIVO MAS NO MUERO …………………………. Estando tu tan lejos madre, déjame tus recuerdos no te alejes más, que no los puedo alcanzar. Quiero sentir tus abrazos tus besos, y forma de mirar. Te fuiste en el centro de una tormenta, en un huracán. Ella te ansiaba amar, pero aquí quede sola sin más te fuiste en un rayo que atraviesa el azul del mar. Inmenso océano de arrecifes de coral, tú que fuiste mi orilla de vida, arena y sal quiero ser ver tu luz matinal. Y hacerte madre un altar, en los arrecifes de coral, allí mecerme en tu oleaje, que me abrace tu marea de arena y sal. Madre Autora. Clementa López Pérez
Clementa López Pérez Ella participa activamente con sus inquietudes humanita- rias y voluntarias que la requieren constantemente. La niñez vivida durante la pos-guerra, le despertó temprana- mente sus sentimientos, que la hacen crecer de golpe, teniendo a su madre, como faro de la vida. Así lo cita ella, en unos breves versos de su bella poesía. Se auto define como humilde. La mejor condición de la vida, la sencillez, la bondad, la comprensión de la vida, le brinda la mejor de las inspiraciones literarias. Escritora. Entrevistadora. Exhibe sus notas en las columnas del Periódicos y revistas. Ha participado en Antologías hispanoamericanas. En el año 2016, fue nombrada Coordinadora de Madrid por la “Fundación Granada Costa” Proyecto Nacional. En el año 2017, fue premiada con la medalla de oro por la “Fundación Granada Costa”. En el año 2018, ha sido premiada con este libro bibliográfico que la define, por “Fundación Granada Costa,” Proyecto Nacional. Su personalidad, la destaca, sociable, siempre dispuesta. De ella se aprende la templanza y la paciencia para el buen transcurrir de una vida rica de amables experiencias.
AUTORA DE LA BIOGRAFIA: Escritora Alcira Antonia Cufre de la República Argentina. 15 de febrero de 2018, en Sesión Plenaria en la “Fundación Cesar Egidio Serrano de España”. La escritora Alcira Antonia Cufre, fue nombrada Embajadora del Idioma Español en Argen- tina y en todo el Mundo. El 25 de abril del 2018, la “Municipalidad de la Ciudad de la Plata, Provincia de Buenos Aires, Argentina” en Sesión Ordinaria, Declara Personalidad Destacada, en virtud de su trayectoria, a la emblemática escritora. Alcira Antonia Cufre
Micaela Paredes Barraza (Santiago de Chile, 1993) ha publicado los libros Nocturnal (2017) y Ceremonias de Interior (2019). Estudió Letras Hispánicas en su ciudad natal y un máster en Escritura Creativa en Nueva York. Se dedica a la escritura, la edición, la traducción y a guiar talleres de exploración creativa. Actualmente vive en Madrid.
«Micaela lleva años rastreando un lugar desde el que contarnos la luz y la penumbra, desde el que hablar con los dioses y enunciar, con esperanza, otra suerte para las mujeres», nos dice Sara Martínez Navarro. Y ese lugar es Propétides, Premio Internacional de Poesía Miguel Hernández-Comunidad Valenciana 2024. «En él encuentro -afirma Martínez Navarro- un modo de vivir el misterio que encierra la poesía, capaz de habitar a la par la contemporaneidad de la leyenda ovidiana y la tierra que arrastran los lamentos de Virgilio Piñera. Pues la “maldita circunstancia” de Micaela Paredes Barraza no es otra que la palabra poética, a la que se entrega bajo la premisa de un dominio del lenguaje, del tono y de la forma, que le permite ser decididamente original para hablarnos del fondo de los tiempos. Dancemos, por tanto, al son de los versos de Propétides, y asistamos al testimonio de estas mujeres que miraron y callaron y de nuevo miraron, y ahora se sirven de un lenguaje que transita desde la herida hacia el futuro. Que Atalanta, Judit, Dafne o Galatea nos acompañen hasta ese “espacio que se abre / entre la voz y el canto”, que coincide exactamente con el libro que tienes entre tus manos».
Manuel Rico se acerca a la biografía del narrador con
una mirada compleja hacia el hombre (ingeniero y escritor) y a la
realidad en que se desarrolló su obra literaria.
Hay libros que marcan para siempre el tiempo en que los leemos. Recuerdo el remotísimo verano de 1980 y mi lectura de Miau, de Benito Pérez Galdós. O el de 1989, iluminado por la gozosa inmersión en una novela poco conocida de Manuel Vázquez Montalbán, Los alegres muchachos de Atzavara… O el de mi adolescencia en que descubrí la poesía de Juan Ramón y escribí, a su sombra, mis primeros poemas. Hubo otros veranos memorables a los que sumo el que finalizó hace menos de un mes.
El de 2024 ha sido para mí el verano Benet. Lentamente, pero con un interés que bordeaba el apasionamiento, he leído El plural es una lata, la biografía del autor de Volveras a Región escrita por J. Benito Fernández.
Es un libro fascinante, que se lee de un tirón, en el que se
reconstruye, sobre todo, el mosaico de una determinada España en un
período que va de finales de los años cuarenta hasta la década última
del siglo. Y en ese mosaico, Juan Benet como personaje central viviendo la mutación.
Es una biografía, como todas las anteriores suyas (Leopoldo María Panero, Rafael Sánchez Ferlosio, Eduardo Haro Ibars…),
rigurosa, prolija en datos, fechas y precisiones de todo orden, incluso
urbanísticas, en la que combina dos planos de la existencia de Benet
profundamente interrelacionados, pero con vidas y personajes separados:
de una parte, su peripecia como ingeniero, incluso como responsable de
obras determinantes de nuestro actual sistema hidráulico, y de otra, su
labor como escritor y, hasta cierto punto, como teórico de la narrativa
no solo española. Benet era, así, un personaje de doble
vida, de doble mundo de relaciones, realidades que no siempre se
entrecruzan pero que sí condicionan su biografía. Esas dos realidades
vitales las afronta Benito Fernández con una enorme
sensibilidad para que una no ahogue a la otra y, a la vez, para destacar
cuál fue la esencial para él. La literatura desde una perspectiva
inevitablemente marcada por su fuerte personalidad como exponente de primer orden en la renovación de la narrativa española a finales de los años 60: una visión de acusada originalidad, fuertemente singular, deudora de Faulkner
(en cuya estela se acomodó de modo casi obsesivo), nada proclive a dar
facilidades al lector para adentrarse en sus libros, gran parte de ellos
de muy trabajosa lectura, y desdeñosa de lo que llamaba "costumbrismo".
Con cierta vehemencia, por cierto: para Benet, en ese
calificativo cabía casi todo: desde la tradición realista que, en
España, viene del XIX y tiene como principal exponente a Galdós, hasta Tiempo de silencio, pasando por buena parte de los autores del boom latinoamericano o por el Ulyses de Joyce. Por cierto, con Luis Martín Santos,
mantuvo una extraña relación de atracción y rechazo, de amistad y
desencuentro, en la que no cabe desechar un trasfondo de celos
artísticos o un poso soterrado de envidia literaria vinculada al general
reconocimiento, de crítica y ventas, que tuvo Tiempo de silencio.
El biógrafo es riguroso en la objetividad. Aunque en ocasiones se
filtra cierta simpatía, esta nunca está reñida con el distanciamiento
que requiere todo empeño biográfico. La virtud que tiene El plural es una lata, entre otras muchas, es que la acumulación de detalles, de anécdotas, de testimonios que pueblan sus páginas dibuja una personalidad de biografía poliédrica aunque en el poliedro haya caras más destacadas que otras.
Y, en contra de la opinión crítica expresada en algún que otro
foro, permite al lector construir una imagen del biografiado muy
precisa, hasta el punto de que el conjunto es una suerte de “materia
viva” con capacidad de generar empatía con el biografiado en unos casos,
distanciamiento en otros y una suerte de antipatía quizá en los menos. Benet
fue, sin duda, un ser singular, con una clara vocación protagónica y
con capacidad para incomodar incluso a amigos y conocidos como Jaime Salinas por sus provocaciones, salidas imprevistas, desdenes varios y bromas de mal gusto incluidas.
Desfilan ante el lector el círculo de Benet, los amigos próximos, discípulos en la mayor parte de los casos, desde Antonio Martínez Sarrión, el Moderno, hasta un Javier Marías
cauto y devoto, se manifiestan los excesos ególatras y la
autosuficiencia; se destila una suerte de complejo de superioridad del
maestro, un rasgo seguramente acuñado en su condición de ingeniero, una
profesión y una titulación universitaria que en aquellos años establecía
un sello de clase (hoy también, en parte al menos), y se advierte la
presencia y “subordinación” acrítica del círculo literario más íntimo,
que muestra una suerte de distancia cualitativa respecto al mundo
literario que, en cierto modo, fue “heredada” del propio Benet por los
que podríamos definir como integrantes de la “estela benetiana”. En sus
presencias y actitudes se revela un poso de conciencia de “elegidos”,
una versión literaria de lo aristocrático y exclusivo.
Sus vínculos con la casa de Zarzalejo, en las afueras de Madrid,
desde el proceso de construcción hasta la invitación a amigos (la nómina
de visitas a Zarzalejo es un termómetro de las simpatías y antipatías
de Benet), el papel simbólico del chalet de El Viso que
fue su domicilio, su relación con los asentamientos obreros en las
proximidades de las presas y embalses cuya construcción dirigía como
ingeniero, la pasión benetiana por los viajes de interior por la España
menos conocida o su devoción por las estrategias militares, que
trasladó a sus marinas sobre batallas navales (fue pintor ocasional) o a
su, a mi juicio, obra más ambiciosa, Herrumbrosas lanzas…
Fernández aborda, también, con detalle y, a la vez,
con una gran capacidad para contagiarnos del clima epocal de una familia
de la media burguesía madrileña, la cotidianidad más personal del
biografiado: bodas, bautizos, encuentros familiares, etc… Su meticuloso
acercamiento a esos mundos (que van de la referencia a las notas
colegiales de Benet hasta la ubicación urbana de
determinadas celebraciones) construye un ecosistema cerrado que en
algunos momentos de la lectura me ha recordado al “cogollito” con que el
novelista Manuel Longares califica, en su libro esencial, Romanticismo, el corazón del barrio de Salamanca en los años del franquismo residual y del comienzo de la transición política.
Su silencioso desdén hacia la poesía, interrumpido con alguna
estridencia contra los poetas pese a escribir y publicar algunos poemas
en prestigiosas revistas de la época como La Ilustración poética española e iberoamericana, llama también la atención: Fernández reproduce las siguientes palabras de Sarrión en su libro Esquirlas:
“no tenía en mucho a los poetas del verso. Le parecían venales y
veleidosos, ombliguistas, mal educados, sin musculatura intelectual,
poco de fiar”. Salvo las referencias, numerosas, a sus amigos novísimos (Azúa, Martínez Sarrión, Molina Foix, Gimferrer), a poetas coetáneos del 50 (Gil de Biedma, Caballero Bonald, Valente, González) y a Blanca Andreu, el género es eludido tanto en su mundo de relaciones como en el prolijo universo de lecturas que nos ofrece el biógrafo.
Las contradicciones en que Benet incurre no dejan de
llamar la atención del lector. Algunos ejemplos: su habitual queja
respecto a la precariedad de su economía contrasta con costumbres nada
baratas para el ciudadano medio (y para el escritor medio) como cenar
todos los días fuera de casa, en restaurantes nada económicos, por
cierto, o con su pasión por coches o motos de sofisticadas y poco
accesibles marcas o el alto nivel de vida para la época que el relato de
Benito Fernández pone de manifiesto. En otros campos
incurre también en esas fallas: llama la atención, por ejemplo, su
apasionada postura anti OTAN y su ulterior defensa pública del SÍ, o su
abstención en el referéndum constitucional o su defensa vehemente de la
aplicación del Gulag a Solzhenitsyn y de los campos de
concentración de la URSS y del estalinismo. O, en el campo literario, su
presentación al premio Planeta pese a vanagloriarse de ser un autor de
ventas limitadas y propenso al hermetismo y a la morosidad narrativa.
Había mucho de pose, de voluntad de epatar, de búsqueda del desconcierto
del interlocutor, de la frivolidad de quien ocupa un lugar destacado en
el mundo cultural.
Por último, es de señalar la aportación que al conocimiento de la psicología de Benet,
a sus indecisiones y volubilidades y cambios, aporta el biógrafo
respecto a su vida sentimental, marcada por el drama del suicidio de Nuria Jordana, o por los vaivenes de una vida amorosa llena de dudas, arrepentimientos, debilidades y certezas: la que compartió con Rosa Regás primero y con Blanca Andreu después.
El plural es una lata es un libro que deja pocos vacíos para otros posibles acercamientos biográficos a la vida de Juan Benet
por su ambicioso planeamiento, por el meticuloso acarreo documental y
testimonial y por el solvente equilibrio narrativo entre los dos
universos que cimentan su vida. Sin duda, uno de los libros del año.
El plral es una lata. Biografía de Juan Benet. J. FERNÁNDEZ BENÍTEZ. Renacimiento. Sevilla, 2024. COMPRA ONLINE
José Manuel Lara Hernández, el editor que se escribía con sus autores
El fundador de Planeta mantuvo correspondencia con numerosos escritores
El
15 de febrero de 1953, Carmen Laforet sabía que debía dejar Destino, el
sello donde se había dado a conocer con «Nada», por Planeta. Buscaba
más difusión para su obra y, a la par, un mejor resultado económico para
su trabajo. «Desde luego que cuando escriba mi próxima novela puede
usted contar con que si las condiciones de Destino se superan por todos
conceptos, la novela será suya; y le doy las gracias por su cariñoso
interés que de veras me conmueve», apuntaba Laforet. La autora fichó por Editorial Planeta y recogió en un volumen, en este mismo sello, su obra completa literaria.
Probablemente una de las mejores maneras de conocer
la labor tanto de José Manuel Lara Hernández como de Editorial Planeta
en sus primeros años sean precisamente esas cartas, tanto las enviadas
como las recibidas por el editor, un buen ejemplo de la labor
llevada a cabo en el mundo de la letra impresa, aunque a veces no
prosperarán los proyectos. En este sentido, Lara trató de fichar para
Planeta al historiador y académico Melchor Fernández Almagro con el
objetivo de que escribiera una biografía de Ramón María del
Valle-Inclán.
En los archivos de la Real Academia de la
Lengua Española, en Madrid, en los fondos de Fernández Almagro, se
conservan las cartas que el editor envió a quien quiso convertir en uno
de los miembros de su catálogo. El historiador había publicado en 1943,
en Editora Nacional, su «Vida y literatura de Valle-Inclán», pero en
1961 quería rehacer el libro. El 21 de octubre de ese año, el editor
de Planeta le escribía que «he leído su biografía de Valle-Inclán y,
desde luego, es estupenda. De todas maneras pienso publicarla: ahora
bien, yo le quedaría sumamente agradecido si usted pudiera ampliarla en
50 a 100 páginas, porque ahora en la colección donde ahora irá publicada
resultaría muy pequeña. La ampliación, a ser posible, convendría que
fuese sobre la persona de Valle-Inclán en vez de su obra literaria».
La correspondencia con Melchor Fernández Almagro resulta interesante porque podemos
conocer de primera mano cómo era Lara Hernández negociando con sus
autores. El académico un 20 por ciento por los derechos de su ensayo
sobre el autor de «Luces de bohemia», pero Lara le propuso en dos cartas
una contraoferta: «¿No hay forma de que en lugar de pagarle el 20 %,
con lo cual me vería obligado a poner el libro a un precio muy caro, se
aviniese usted a firmar el contrato con el 15%, pagándole una cantidad
de cierta importancia como anticipo del 15%? Si usted accede a ello,
para mí sería una verdadera satisfacción; si no conforme con pagarle el
20%, pues me interesa muchísimo publicar, en mi colección de biografías
la de Valle-Inclán una vez alargada». Fernández Almagro no acabó el libro.
Manuel
del Arco fue un gran entrevistador y caricaturista que tuvo una buena
amistad con Lara Hernández. Sus entrevistas con los ganadores del
Planeta son míticas. Cuando en 1971, Del Arco falleció, el editor
puso en marcha el proyecto de un libro homenaje y que cuyos beneficios
irían a la familia del desaparecido creador. El editor se escribió con
todo el mundo para pedir que fueran suscriptores del volumen. Desde Los
Ángeles, por ejemplo, Ramón J. Sender enviaba carta en la que decía
«desde luego, puede contar conmigo como uno de los compradores del libro
de Del Arco, que fue mi paisano y mi amigo. La noticia de su muerte me
sorprendió y me dolió mucho». Sender añadía, a la manera de postdata,
que «compraré dos ejemplares, uno para mí y otro para la biblioteca de
mi universidad. Así, pues, mi suscripción es por 4.000 ptas.».
Camilo
José Cela también le comunicaba a Lara que se unía a la iniciativa:
«Claro que quiero el ej, que me ofreces de Del Arco». Por su parte,
Miguel Delibes apuntaba que «tratándose de un homenaje a Manolo del Arco
y de una ayuda a su mujer puedes contar conmigo para adquirir el libro
de que me hablas».
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Planeta: La histórica editorial cumple 75 años
A
las puertas de la concesión el próximo martes del Premio Planeta, el
sello celebra tres cuartos de siglo en funcionamiento siendo una de las
piezas fundamentales del grupo editorial homónimo
Decía
José Manuel Lara Hernández, un empresario procedente de El Pedroso, un
pueblo de la provincia de Sevilla donde había nacido en 1914, que lo más
grande que podía imaginar para bautizar una empresa era algo que se
llamara Planeta. Ese es el nombre que escogió para el sello que fundó en Barcelona hace 75 años y que cambió el mundo de la edición en nuestro país para siempre. Con el apoyo de su esposa María Teresa Bosch, primera
lectora y consejera sobre los muchos, muchísimos manuscritos que
llegaron a las oficinas de la inicial Editorial Planeta, en la calle
Pérez Cabrero, Lara Hernández puso las bases de lo que hoy es el gigante
de la edición.
La editorial inicia su andadura en plena posguerra, en
un momento en el que la capital catalana empieza a ser el hogar natural
de algunos de los principales sellos que nacen en ese tiempo, algunos de
ellos de vida breve mientras que otros prolongarán su presencia en el
tiempo. Lara Hernández, quien hasta dedicarse a la edición había sido
mecánico, vendedor de galletas o bailarín en la compañía de Celia Gámez
en la revista «Los muchachos del Savoy», había probado suerte con
antelación en el mundo de la letra impresa tras comprarle a Félix Ros la
Editorial Tartesos por 100.000 pesetas y que, en manos del andaluz,
pasó a ser Editorial Lara, aunque las cosas no salieron como se esperaba
y fue adquirida por Janés, es decir, la competencia.
Con un capital inferior a 100.000 pesetas arrancó su andadura Planeta.
El propio Lara Hernández explicaría a José Martí Gómez y Josep Ramoneda
que el punto de partida fue una condición: «Para montar una editorial
lo primero que hay que hacer es no tener dinero». El editor consideraba
que de esta manera se evitaba la publicación de libros malos. Todo ello
lo ejemplificaba con lo ocurrido con el estreno de la editorial Planeta en las librerías: «Mientras la ciudad duerme», del estadounidense Frank Yerby.«Este
libro vino a España con el título de “Débil es la carne” en la época en
la que no se encontraba carne en los mercados y no sé si la gente se lo
tomó como una ofensa, pero el caso es que no se vendió ni un solo
ejemplar. Cuando leí la obra me di cuenta que era muy importante, compré
los derechos, le cambié el título y se llevan vendidos más de un millón
de ejemplares», apuntó en la citada entrevista aparecida en la revista «Por Favor» en octubre de 1976.
Los
primeros años del sello son una apuesta por la literatura extranjera,
especialmente algunos de los nombres del momento de la narrativa
estadounidense, como lo prueba la presencia de títulos como «Caballero
sin espada» de Lewis R. Foster; «Esta es mi cosecha», de Lee Atkins;
«Nina», de Susana March, o «La última esperanza», de Mildred Masterson
McNeilly. Sin embargo, había en esa primera Editorial Planeta una
asignatura pendiente y eran los autores españoles. Para poder encontrar
nuevas voces, además de impulsar otras de creadores más veteranos, en
1954 nació el Premio Planeta. La primera edición del galardón, con una
dotación inicial de 40.000 pesetas, se celebró el 12 de octubre con una
velada en el Restaurante Lhardy de Madrid con un jurado formado por
Bartolomé Soler como presidente, César González Ruano; Tristán La Rosa;
Pedro de Lorenzo; Romero de Tejada; el mismo José Manuel Lara y Gregorio
del Toro en calidad de secretario. Se presentaron 247 obras
originales y resultó ganador Juan José Mira con la novela «En la noche
no hay caminos» que llegó a las librerías al año siguiente con una
primera edición de 5.000 ejemplares. El finalista fue Severiano Fernández Nicolás con «Tierra de promisión».
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"Los libro son como pastillas de jabón una vez que lo usas ya no los vuelves a ver" (Ramón Palmeral)
("Pan y tomate" Óleo de Palmeral, 2015, 30 x 40 cm sobre contrachapado)
Oda al Pan
PAN
con harina, agua y fuego te levantas,
espeso y leve, recostado y redondo,
repites el vientre de la madre,
equinoccial germinación terrestre.
Pan,
qué fácil y qué profundo eres:
en la bandeja blanca de la panadería
se alargan tus hileras como utensilios,
platos o papeles,
y de pronto, la ola de la vida,
la conjunción del germen y del fuego,
creces, creces de pronto
como cintura, boca, senos,
colinas de la tierra, vidas.
Sube el calor, te inunda la plenitud,
el viento de la fecundidad,
y entonces se inmoviliza tu color de oro,
y cuando se preñaron
tus pequeños vientres.
La cicatriz morena
dejó su quemadura
en todo su dorado
sistema de hemisferios.
Ahora, intacto,
eres acción de hombre,
milagro repetido, voluntad de la vida.
Oh pan de cada boca,
no te imploraremos,
los hombres no somos mendigos
de vagos dioses o de ángeles oscuros:
del mar y de la tierra haremos pan,
plantaremos de trigo,
la tierra y los planetas,
el pan de cada boca, de cada hombre,
En cada día llegará porque fuimos
a sembrarlo y a hacerlo.
No para un hombre sino para todos.
El pan, el pan para todos los pueblos.
Y con él lo que tiene
forma y sabor de pan repartiremos:
la tierra, la belleza, el amor.
Todo eso tiene sabor de pan,
forma de pan, germinación de harina.
Todo nació para ser compartido,
para ser entregado, para multiplicarse.
El carácter divino del pan ha estado presente a lo largo de la historia en diversas culturas, donde su valor simbólico y ritual lo ha vinculado con lo sagrado. En la tradición griega, el pan era más que un alimento: se consideraba un regalo de los dioses, especialmente de Deméter, diosa de la agricultura y las cosechas. Este carácter divino del pan se reflejaba en su uso en ceremonias religiosas y en su mención en textos de grandes pensadores como Homero, Platón, Aristófanes y Ateneo. Para los griegos, el pan ácimo (sin fermentar) era un manjar ritual, reflejando la idea de pureza y simplicidad.
El simbolismo del pan como alimento sagrado también se trasladó al cristianismo a través de la Eucaristía. En esta tradición, el pan se convierte en el cuerpo de Cristo, en un acto que representa la unión espiritual y la redención. A lo largo de los siglos, la Eucaristía se consolidó como uno de los ritos más importantes del cristianismo, y el pan, como elemento central de este ritual, adquirió un significado trascendental: al consumir el pan eucarístico, los fieles no solo participan en un acto conmemorativo, sino en la comunión directa con lo divino.
En el cristianismo primitivo, el uso del pan sin fermentar, o ácimo, en la Eucaristía reflejaba el legado de las tradiciones judías, como el pan sin levadura que consumían en la Pascua. Este simbolismo fue evolucionando y, al igual que en la antigua Grecia, el pan pasó a ser no solo un símbolo de sustento físico, sino de alimento espiritual y comunión.
La relación del pan con lo sagrado no se limita al ámbito grecorromano o cristiano. En muchas otras culturas, el pan ha sido un símbolo de vida, prosperidad y bendición. Esto subraya su profundo arraigo en las creencias humanas y su capacidad para trascender las funciones básicas de la alimentación.
La "torta de Corcelles", conservada en Suiza y datada en el año 2800 a.C., es un recordatorio de cómo el pan ha estado presente en la humanidad desde tiempos remotos. El hecho de que esta torta haya sido preservada durante milenios muestra no solo la importancia alimenticia del pan, sino su relevancia cultural e histórica. Así, desde la antigüedad hasta nuestros días, el pan ha sido visto no solo como un alimento esencial, sino como un símbolo de la conexión entre lo humano y lo divino.
En resumen, el pan ha recorrido un largo trayecto desde ser considerado un alimento ritual de origen divino en Egipto, en la Grecia antigua, pasando por su papel esencial en la Eucaristía cristiana, hasta convertirse en un símbolo universal de sustento y comunión. Su mención en textos de poetas y filósofos griegos, como Homero, Platón o Aristófanes, evidencia su relevancia no solo en la vida cotidiana, sino también en la filosofía y la religión de diversas culturas.