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sábado, 21 de octubre de 2023

"El enigma de un nombre", por el escritor argenrtino Carlos Bernatek. Jan Neruda y Pablo Neruda

 

Pablo Neruda (1904-1973)

El enigma de un nombre

Siempre se creyó que Ricardo Neftalí Reyes Basoalto había elegido rebautizarse como Pablo Neruda en homenaje al escritor Jan Neruda. El propio Premio Nobel de Literatura alimentó aquella versión, pero lo cierto es que hacia 1921, cuando eligió el seudónimo, desconocía por completo la existencia del narrador checo. Críticos y biógrafos han encontrado la solución al enigma, que tiene que ver con otro escritor: Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes.

Por Carlos Bernatek

Carlos Bernatek

Pablo Neruda suena más chileno que Ricardo Neftalí Reyes Basoalto, que remite a una especie de faraón trasandino (los chilenos ¿nos dirán trasandinos a nosotros, o el tras sólo existe de nosotros hacia ellos, para los del oeste, que vendrían a ser los extremadamente occidentales de Sudamérica?). Uno puede imaginar al faraón en la quilla de Isla Negra, ahora un fenómeno turístico, como la quilla de un barco mirando al mar en lugar de mirar al delta del Nilo.

El caso es que Pablo, Neftalí, ese Ramsés de Temuco, nacido en Parral en 1904, decidió desde muy chico, y justificadamente, podríamos decir, cambiarse el nombre. Y eligió ponerse Neruda, cosa que –por tratarse de literatura– remitió todas las miradas, por elocuentes afinidades electivas, ya que hablamos de literatura, hacia el checo Jan Neruda en lugar de cualquier probable Ptolomeo.

Quizá como homenaje –supusieron los filólogos–, como guía o vaya a saberse como qué, todos los especialistas señalaron la lógica de esa explicación. Pero lo curioso es que Pablo se puso Neruda a los diecisiete años –en 1921– y en Temuco, donde difícilmente existiera entonces un solo libro de Jan, mucho menos traducido al español (aún hoy resulta difícil conseguirlo). Ni siquiera había nacido entonces W. F. Reisner, el traductor al castellano de los Cuentos de Malá Strana, del checo (edición de Espasa Calpe, 2000); ni tampoco Monika Zgustová, quizá la mejor traductora del checo al español, a quien debemos casi toda la obra de Bohumil Hrabal. Y es seguro que Pablo no sabía entonces ni una palabra de checo, ni siquiera pivo que cualquier turista en Praga conoce rápidamente y significa “vaso de cerveza”, medida conocida como “liso” por los santafesinos, o “caña” para los españoles. Pivo, término tan familiar a cualquier checo o eslovaco –sobre todo a Hrabal, nativo de Brno como mi abuelo, que cada vez que tenía que tomar un avión se emborrachaba a bordo, al punto que cuando viajó a los Estados Unidos, lo tuvieron que bajar en uno de esos carritos de equipaje totalmente ebrio.

Familiar a cualquier checo, o turista en Praga, resulta también la calle Jan Neruda, que remonta la pendiente desde el barrio de Malá Strana, ahora jalonado de restaurantes clásicos y castillejos antiguos donde jóvenes músicos, vestidos como en el medioevo, ofrecen repertorios de cámara, barrio que antiguamente fuera zona de comercio y prostíbulos. Hasta es probable que muchos praguenses ni siquiera sepan a quién homenajea esa calle, como los porteños caminando por la calle Andalgalá. O quizá, más probablemente, la vinculen al poeta chileno, antes que a su coterráneo, proclive al relato costumbrista y a la postal del barrio donde nació, vivió y murió Jan.

Rebobino: el caso enigmático es por qué Neruda –Pablo, Neftalí– se puso Neruda. Los críticos, –y en esto el oficio de biógrafo suele apelar a cierta obscenidad fisgona– sabuesos e investigadores de aquí y de allá, han indagado en la cuestión y, podría decirse, que el misterio se ha develado. Ricardo Neftalí Reyes Basoalto ignoraba del todo hacia 1921 siquiera la existencia de un autor llamado Jan Neruda. Pero, hete aquí, que no ignoraba el Study in scarlett de Arthur Conan Doyle, cuya edición económica de bolsillo, en rústica, de vasta difusión en Chile, seguramente sí había leído. Da la casualidad que en ese librito hay un personaje segundón bautizado por Sir Arthur –quien probablemente sí conociera al checo– como “Neruda”.

Hasta aquí los hechos, pero ahora viene lo curioso del caso. Cuando Ricardo Reyes Basoalto, o como se quiera nombrarlo, se hizo famoso en el mundo –y lo fue mucho, quizá el autor latinoamericano más famoso detrás de lo que entonces se denominaba la “cortina de hierro”–, pícaro, enigmático, elusivo, cuando le preguntaban sobre su seudónimo se hacía el tonto y dejaba correr el mito de Jan Neruda al punto de que así figura hoy día en muchas bibliografías. No conforme con eso, Neftalí hasta fue al cementerio de Praga, una especie de Père Lachaise más pequeño, lleno de músicos –Smetana, entre otros–, y se dejó fotografiar para la inmortalidad ante la tumba de Jan Neruda. Mediático en tiempos sin Internet ni TV ecuménica, Neftalí se calló la boca y murió sin nunca revelar el verdadero origen de su seudónimo universalizado hasta el premio Nobel. Quizá debe haber pensado que el checo le otorgaba más prestigio o cierto halo misterioso superior al de un personaje secundario de Conan Doyle. “Lo que se cifra en el nombre”, diría con Borges, entonando la milonga a duo.

Seguramente Neruda, como Nicanor Parra, o Vicente Huidobro, ya ganaron la inmortalidad de los poetas chilenos que todos nos hemos apropiado. Neruda, el otro yo de un Neftalí que se prestara a esa intriga, sigue siendo el más conocido. Podría pensarse que, con el paso del tiempo, los términos se han trasvasado o invertido, que las virtudes de Pablo se pueden atribuir ahora a Jan, tanto como sus licencias a Sherlock Holmes. Así de injusta es la publicidad con los actos privados. Queda para la intimidad del poeta el saber quién fue realmente, más allá de la vanidad de un nombre y un sitio en la literatura universal; tal vez un chico provinciano de Temuco jugando a inventarse un nombre y una historia.

Tomado por su interés de Perfil.com 

Enlace: 

Pablo Neruda, protector de Miguel Hernández, por Ramón Fernández Palmeral en la revista Meer