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lunes, 25 de julio de 2022

"Huerto de cruces" de Gabriel Miró. Ganó premio de periodismo en Marinao de Cavia de ABC en 1925

 

             (Lámina del libro Buscando a Gabriel Miró en Años y leguas. Ilustrado por Palmeral)

A media mañana principia a removerse el entierro de Manihuel por el camino del Calvario. Las piteras están en flor; tortas de flor amarilla y apretada como girasoles. Zumban las avispas. Cantan los gallos en los estercoleros de las cuestas.

Lleva la cruz parroquial un mozo labrador de sotana corta y alpargatas nuevas. Los monacillos alzan ciriales como follajes frescos, y el sacristán, con gafas de mal lector y cráneo moreno, calvo y español, lleva el acetre de bronce en el brazo como un cesto de fruta; en el puño, el libro de los responsorios, y de su belfo le mana el caño de un réquiem.

Detrás, en los hombros de cuatro jornaleros, se tuerce el ataúd negro como una barca vieja, hundida en el azul.

Resplandor amarillo de las vestimentas de oro pobre y felpa de luto. El párroco, con antiparras de mendigo, se abre los alones de la capa pluvial y se pisa el alba. El vicario rojo, sudando bajo su sombrilla, se para, se enjuga, se asoma al valle, un alfoz verde de almendros y de higueras.

Y a lo último, sigue gente enlutada, que va remansando en el portalillo del cementerio.

Aparece Gasparo Torralba, el sepulturero, y destapa el ataúd. El sol se aprieta como un jugo en la nariz de Manihuel. Una abuelita arranca la almohada del difunto para llevársela a la familia, sin mullir la huella helada de la cabeza.

Gasparo, Sigüenza y los jornaleros se quedaron solos en el huerto de cruces.

Pasan cuatro cuervos en vuelo suave. Parece que abran el azul con el corte de las alas. Se remontan croando. No dan pesar de cementerio. Son pardales de buen malhumor; y en medio de la mañana ahondan y hacen agreste la soledad.

Gasparo se ríe llamándoles galopos. Nunca cometieron aquí daño los negros compadres. Se posan en el último tapial mirando las higueras, ahora que se regañan las brevas con rajas blancas y huelen de maduras. Acuden de la Aitana. Bajo sus ojos redondos van pasando los campos calientes: de algún derrumbadero, quizá les sube el husmo de una carroña; en un muladar aldeano puede que fermente el bandullo de una res; en algunas tierras, secanas y enjutas, hay un rodal de gleba removida, crasa de unto profundo de haber enterrado un jumento. Todo lo adivinan los buenos pardales, que se ponen a volar encima redondamente. Pero su regocijo se lo trae el verano con sus higueras verdes, olorosas, de todas las castas mejores que se crían en los bancales tranquilos, escalonados al pie del campo santo. Porque ellos saben que aquello es un campo santo; y que lo cuida Gasparo Torralba, y saben también que es día de fiesta y no hay labriegos en los huertos.

-¡Ay, los galopos! -dice Gasparo.

Los galopos apeonan brincando por las tapias como dueñas que se arregazan el faldellín para sus albricias y carantoñas. Por cuervos jóvenes que sean, parecen viejos. Se asoman, tienden las alas coronando las cruces, graznan como si se asustasen y se fuesen y, de improviso, se precipitan, y las higueras se abollan y retiemblan. En un instante, los pámpanos, las ramas, el tronco se apiltrafan de brevas rasgadas; todo se impregna de un olor de confitura tibia y agria.

Las moscardas vienen a chupar en la cara de Manihuel. El sol de junio acerca a Sigüenza la impresión del paño de invierno de las ropas duras del difunto. La piel y el hueso de sus pulsos hundidos exhalan un frío mojado bajo la temperatura y el azul estival. A veces, llega una respiración salina y le mueve una greña seca a Manihuel y le alborota a Sigüenza su cabello; a los dos.

En el portalillo los rapaces del pueblo piden que les abran. Gasparo se amohína. Un labrador intercede. Está siempre cerrado el cementerio. Hoy no hay escuela, y hay entierro. Es un gozo y una ansiedad que no pueden resistir los chicos. En fin, les abre, y pasan a botes atropellándose, como si saliese una llueca a picar en un lebrillo de afrecho.

Zumba el azul. Pasan tan cerca los cuervos, que se les ve el buche gordo de alimento blando y dulce de viejos, y en el filo de los muros se mondan el pico pringoso de la granilla encarnada y pastosa de las brevas.

Los chicos corren apedreándolos desde las tumbas. Y Manihuel sigue fermentando bajo el sol y el campaneo glorioso de San Pedro y San Pablo.

Una mata de pasionarias sube colgando por el nicho donde han de sepultar a Manihuel. En cada flor hay una abeja que late gorda, llenándose de jugo de los clavos del Señor. Gasparo Torralba quiebra con su escardillo la corteza de yeso y adobes, y saca entre los follajes un ataúd estrecho, blanco y andrajoso. En seguida lo rodean los muchachos para mirar por las rajaduras.

-¡Es Lluiset, es Lluiset!

-Sí que es Lluiset -dice Gasparo-. Lluiset, nieto del difunto, era monaguillo de la parroquia. Un carro de estiércol le chafó una rodilla. La criatura penó mucho para morir. Se enrollaba, y se le quedó la pierna hinchada y horrenda como una pata de buey viejo.

Los chicos le atendían devorando el ataúd con los ojos. Y Sigüenza lo abre.

Está Lluiset con su sotanilla podrida y sobrepelliz, que parece de recortes de papeles; un pie, el de la pierna intacta, se le ha caído entero en un rincón, y el otro sigue cuajado en la pata deforme de bestia.

Todavía hay que bajar un ataúd despellejado muy grande.

-Aquí está la suegra de Manihuel -dice Gasparo Torralba-. Murió a los noventa y siete años.

Los chicos rebotan de gozo por la golosía de mirar.

Es una vieja corpulenta; toda, hasta la mortaja y las calzas plegadas, es de barro cocido. Le cuelga en el seno una bolsica tiesa. Gasparo se la toma, y le descubre un sapo seco, liso, de manecillas primorosamente miniadas.

-Esto lo ponían de remedio contra los aojos.

Y lo deshace entre sus uñas hembras. De súbito se revuelve y arroja del hortal a los rapaces, y atranca la puerta.

Riéndose del susto que les dio, se llega a la desenterrada y principia a catarla con su pulgar remachado desde los hombros a la calavera, que aún tiene en el hueso la mueca de la agonía.

Entran en el nicho la caja de Lluiset; encima, la del abuelo, y han de aupar, en lo último, el ataúd de la vieja. Pero Gasparo mide con el legón el cadáver. Ni destapado ha de caber. Le sobra la calavera, y se la desgaja, llevándose un sartalejo de vértebras de cartón, y la envía rodando al fondo de la sepultura.

A fumar junto a la muerta descabezada, que no parece una muerta. Los bordes del cuello tronchado se llenan de sol y de brisa. Lo que menos se le ocurre a Sigüenza es decir lo que todos hemos dicho alguna vez: «¡No somos nada!». Porque «aquello» era precisamente algo que no se relacionaba ni con nuestra carne ni con la nada. Carne y nada que nos hacen prorrumpir en exclamaciones ascéticas: «¡No somos nada! ¡No somos nada!», pensándolo casi siempre cuando no lo creemos de verdad.

Y se levanta Sigüenza y se asoma a la tapia. Los montes desnudan hoy gloriosamente su forma; forma pensada, de la escultura del paisaje. El mar remoto es de piedra azul, y en medio, inmóvil, con las alas rectas, arde, toda blanca, la anunciación de un falucho. Dentro del hortal suena un ruido fosco, decrépito; después, golpes frescos, joviales, de vendimia. Es que Gasparo y los labradores arrastran el ataúd de la abuela, lo hunden a patadas en el nicho. Se dobla un poco el cadáver contra la bovedilla. Desde un rincón, la calavera se miraba todo su cuerpo, y así para siempre, porque el nicho ya está en colmo. Y lo cierran. Mediodía. Se quedan solos Gasparo y Sigüenza. Plenitud de junio. Se hincha el valle respirando, y Sigüenza recibe el olor y el tacto de la calma de los árboles calientes. Campanas de San Pedro. Años y años subirían los campaneos de las fiestas, acostándose quietecitos entre las cruces.

 Gabriel Miró, noviembre de 1924

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Enlace al articulo: Gabriel Miró: un prosista alicantino comparable a la talla de Azorín, en Hoja de lunes de 25 de julio de 2022, por Ramón Fernández Palmeral, auto de Buscando a Gabriel Miró en Años y leguas. disponible en Amazon.