José Ángel Valente
Revista La Caña gris de Madrdo, 1962
Luis Cernuda y la poesía de la meditación
La crítica ha sido, en lo que se refiere a la obra de Luis Cernuda, parca en palabras y corta, con raras excepciones, en ideas. El fenómeno no deja de ser curioso, ya que paralelamente a esa especie de semisordomudez crítica la poesía de Cernuda ha ido creciendo hasta convertirse en uno de los hechos de mayor y más preciso relieve de nuestra tradición poética del medio siglo. Es obvio que en la medida en que esa tradición constituye el legado literario sobre el que de manera inmediata hemos de pronunciarnos, el examen de la obra de Luis Cernuda tiene para nosotros un extremado interés. Ese examen deberá partir del reconocimiento de un doble hecho que tal vez no se ha señalado suficientemente o quizá no se haya señalado en absoluto; a saber: la obra de Cernuda no sólo nos ofrece un cuerpo poético de desusada calidad, sino que acarrea al propio tiempo una renovación del espíritu y la letra del verso castellano. Quiero decir con ello que la obra de Cernuda rebasa su propia órbita –esa órbita en la que, como muy bien ha señalado Octavio Paz,1 se producen «algunos de los poemas más intensos, lúcidos y punzantes de la historia de nuestra lengua»– para venir a dar nueva inflexión a la tradición literaria a la que pertenece.
Quizá esta afirmación parezca a algunos excesiva. Sólo quisiera recordar a este respecto lo que alrededor de 1900 escribía Unamuno, opuesto por igual a la tradición poética española más próxima (Zorrilla, Núñez de Arce) y al movimiento modernista: «... nuestra poesía española es, en cuanto al fondo, pseudopoesía, huera descripción o elocuencia rimada, y en cuanto a la forma, música de bosquímanos, tamborilesca, machacona, en que el compás mata al ritmo».2 Si se apurara mucho el análisis del modernismo me temo que podría comprobarse hasta qué punto ese movimiento se produce en gran parte a favor y no en contra de los elementos más viciosos de la tradición retórica nacional. Lo cierto es que Unamuno vio de modo claro que sólo el abandono radical de esos elementos permitiría una auténtica renovación del verso castellano. «¿Que por qué no me adapto a la forma y modo tradicionales? –escribe a su amigo el poeta vasco Juan Ardazún–. Es porque, claramente, de corazón, creo que son antipoéticos, que en España no hemos tenido apenas poesía, sino elocuencia rimada o descripcionismo más o menos sonoro».3 La línea que Unamuno se propuso fue simplemente la de abrir para el verso español la posibilidad de alojar un pensamiento poético. En ese esfuerzo, y creyendo aportar «algo nuevo a las letras españolas de hoy»,4 se acerca a la obra y espíritu de Leopardi, Wordsworth, Coleridge, Browning y a toda una zona poética que con acertada expresión (luego veremos todo el alcance de ese acierto) califica de «poesía meditativa».
Pues bien, precisamente en la capacidad de dar de modo pleno al verso español esa inflexión meditativa que para él pedía Unamuno, reside una de las aportaciones capitales de Cernuda a nuestra tradición inmediata, y es ése el aspecto de su obra que aquí nos interesa. Su posición con respecto a los elementos viciosos de la tradición vernácula no es menos tajante que la del autor de «El Cristo de Velázquez». Podrían allegarse diversos testimonios para probar la anterior afirmación, pero quizá sea suficientemente expresivo el siguiente juicio de Cernuda a propósito de Jorge Manrique: «Su austeridad y su reticencia han hallado pocos adeptos en nuestro lirismo subsiguiente, y no es de extrañar, dada la afición vernácula a la redundancia y al énfasis».5 Es evidente que en el modo poético de Cernuda ha habido desde el comienzo una disposición temperamentalmente hostil a la idea de la poesía como «furor de palabras o sonido estupendo», para decirlo con la formulación condenatoria que contra la alta retórica de su tiempo lanzó don Juan de Jáuregui, otro sevillano ilustre. Desde esa predisposición temperamental toda la obra de Cernuda crece orientada hacia dos polos, a los que él mismo ha aludido refiriéndose también a la poesía de Manrique: la sumisión de la palabra al pensamiento poético y el equilibrio entre el lenguaje escrito y el hablado. En el camino hacia ambas metas, que son en realidad una sola y que tan plenamente conseguidas han de considerarse en un gran número de poemas de La realidad y el deseo, Cernuda va incorporando en vivo, injertando en la tradición nuestra muchos elementos de la tradición europea relegados entre nosotros y que él busca, a fin de cuentas, en un auténtico movimiento hacia sí mismo. Es el propio Cernuda quien ha recordado a ese propósito la frase de Pascal: «No me buscarías si no me hubieras encontrado.» En efecto, sólo porque la incorporación de esos elementos se produce de modo natural y en el mismo sentido del crecimiento propio, Cernuda ha podido traspasarlos eficazmente a una obra que, a su vez, ha dejado y deja sentir largamente su influencia entre los escritores de la posguerra civil y en los grupos más jóvenes.
El mismo Cernuda, en un brillante ejercicio de autobiografía espiritual, el «Historial de un libro»,6 ha dejado constancia de su deuda inicial con determinados poetas franceses, como Mallarmé y Rimbaud, y ha analizado despacio su etapa de directa inspiración superrealista. Esa etapa está consumada ya cuando aparecen las Invocaciones (1934-35), libro donde sin duda alguna alcanza Cernuda su entera madurez expresiva. De la época de las Invocaciones data el encuentro de Cernuda con la obra de Hölderlin, otro de los poetas cuyo contacto había de dejar huella más visible en el autor de La realidad y el deseo. Los libros siguientes, Las nubes (1937-40) y Como quien espera el Alba (1941-44), son contemporáneos de una nueva experiencia humana y literaria: el establecimiento o destierro de Cernuda en Inglaterra, a raíz de la guerra civil española, y el conocimiento detenido de la poesía inglesa.
La posible relación de Cernuda con otros poetas de su promoción, sus contactos con la poesía francesa y su descubrimiento del mundo hölderliniano, los dioses antiguos, la tradición pagana o ciertos elementos de acarreo romántico que su obra ofrece de modo inmediato al lector, han sido temas tocados con mayor o menor fortuna por la crítica. Creo en cambio que el significado que dentro de la evolución de Cernuda tiene su encuentro con la tradición poética inglesa sólo ha sido objeto de atención muy superficial. El hecho es extraño, ya que se trata en este caso de elementos que Cernuda incorpora en el momento en que su caudal poético es mayor y más rico, y que deberían por tanto suscitar más vivo interés en el crítico. Por otra parte, es precisamente en ese momento cuando la poesía de Cernuda aporta definitivamente a la tradición española inmediata un tono de voz que, tal vez por «la afición vernácula a la redundancia y al énfasis» y tal vez por otras razones en cuyo análisis no sería fácil entrar ahora, no había sonado con frecuencia en nuestras latitudes, sobre todo después del siglo XVII.
Al referirse a su encuentro con la tradición poética inglesa, escribe Cernuda: «Aprendí mucho de la poesía inglesa, sin cuya lectura y estudio mis versos serían hoy otra cosa, no sé si mejor o peor, pero sin duda otra cosa. Creo que fue Pascal quien escribió: «No me buscarías si no me hubieras encontrado», y si yo busqué aquella enseñanza y experiencia de la poesía inglesa fue porque ya la había encontrado, porque para ella estaba predispuesto».7 Al hablar así alude el autor de esas líneas al hecho indudable de que sin la evolución interior, fatal, de su propia poesía –y eso es lo que hay que entender por «predisposición» en este caso–, la experiencia referida no habría sido fecunda. Quisiera añadir, sólo como aclaración de algo que me parece necesariamente implícito en las palabras citadas, que esa experiencia tampoco habría sido posible de no haber en la tradición a la que un poeta pertenece elementos «predispuestos» para ella. Por esa razón el encuentro de Cernuda con la tradición poética inglesa es a la vez un encuentro con los elementos de la tradición propia gracias a los cuales dicha experiencia iba a resultar posible y fecunda. De ahí que desde su madurez de escritor llegue Cernuda a una intensa valoración de toda una zona de nuestra lírica en la que figuran Jorge Manrique, Aldana, la Epístola Moral o San Juan de la Cruz. ¿Por qué vía ha llegado Cernuda a esa selección y qué significa ese proceso no sólo con respecto a la obra de madurez del poeta, sino como aportación a la poesía española del medio siglo? Tales son las preguntas cuya contestación me propongo dejar esbozada en lo que sigue.
Quisiera tomar como punto de partida otra de las afirmaciones que en el «Historial de un libro» hace su autor a propósito del momento que nos interesa: «Mas ese efecto de la lectura de los poetas ingleses –escribe allí Cernuda– acaso fuera más bien uno cumulativo o de conjunto que el aislado o particular de tal poeta determinado».8 En efecto, no se trata aquí del descubrimiento sorprendente de la obra de un poeta concreto, como había acontecido a Cernuda en el caso de Hölderlin, sino del encuentro con toda una zona poética que sin ser exclusiva de la tradición inglesa está en ella excepcionalmente representada.9 Esa zona a la que aludo es la misma hacia la que en los alrededores de 1900 orientaba sus solitarios esfuerzos innovadores don Miguel de Unamuno y a la que éste designó con la acertada expresión de «poesía meditativa». Los puntos de contacto o de contagio con la tradición foránea en que Unamuno y Cernuda coinciden son reveladores. Baste citar a Wordsworth, Coleridge y Browning, a los que habría que añadir el nombre Leopardi, cuya lectura sitúa Cernuda en el Madrid asediado de 1936.
En la línea de desarrollo de la poesía española durante la primera mitad del siglo, acaso sea Unamuno el antecedente más directo, y en cierto modo único, de determinadas características esenciales de la obra de madurez de Cernuda. Y eso resulta todavía más visible cuanto mayor es el contraste que en muchos respectos nos ofrece la visión del mundo de ambos escritores. Quizá no esté de más recordar que, aun abundando en críticas de detalle, Cernuda cree que probablemente sea Unamuno «el mayor poeta que España ha tenido en lo que va de siglo».10 Lo cierto es que la obra de ambos viene a enlazar con determinados elementos de la tradición europea, especialmente interesantes para quienes como ellos sintieron la necesidad imperiosa de someter al ritmo interior del pensamiento poético el brillo pródigo de la genialidad verbal.
En carta a Ruiz Contreras, escrita hacia mediados de 1899, afirma Unamuno que su labor poética viene a abrirle determinadas posibilidades de manifestación para las que considera incapaz a su prosa, y añade: «Guardo, a la vez, reflexiones acerca de la poesía meditativa, sugeridas por mis frecuentes lecturas de Leopardi, de Wordsworth, de Coleridge, y notas acerca de la forma poética poco amplia y de cadencias muy tamborilescas en castellano».11 Es evidente, pues, que Unamuno buscó en esa línea de poesía meditativa una salida o expansión de la estrechez retórica del verso nativo, a fin de dar realidad a un credo poético explícitamente encaminado «a pensar el sentimiento y a sentir el pensamiento». Pero en su relación con la poesía meditativa, que tiene lugar en gran parte a través de la tradición inglesa, faltó a Unamuno contacto con uno de sus primerísimos eslabones, la poesía de los «metafísicos», en la que esa presencia del pensamiento-pasión que el autor de «El Cristo de Velázquez» apuntaba como meta de su propio verso se constituye en característica definitoria de toda una escuela de escritores.
La obra de los «metafísicos» –directamente y a través de su incorporación a la sensibilidad contemporánea: Hopkins, Eliot, etcétera– es, en cambio, una de las más importantes zonas de contacto de Cernuda con lo que, según la designación unamuniana, venimos llamando poesía meditativa. En uno de los ensayos recogidos en el volumen Poesía y Literatura, se pregunta Cernuda si no habrá algo más que una simple afinidad fortuita entre nuestra poesía mística y nuestra poesía gongorina y el grupo de poetas metafísicos ingleses del siglo XVII: Donne, Herbert, Crashaw, Marvell, Vaughan y Traherne. Esa pregunta se ha formulado en diversas ocasiones y con desigual fortuna en el campo de la literatura comparada. Creo que hoy puede considerarse en gran parte contestada en la medida en que se acepte la existencia de lo que Unamuno llamó «poesía meditativa» como género de características muy acusadas dentro de la tradición poética occidental. Precisamente la configuración histórica de ese género de poesía y su prolongación hasta nuestros días han sido objeto, en fecha todavía no lejana, de un libro del profesor Louis L. Martz, de la Universidad de Yale, titulado The Poetry of Meditation.12 La tesis del profesor Martz, que me parece tan reveladora con respecto a la poesía metafísica inglesa como en función de la poesía española de la misma época, es en sustancia la siguiente: las cualidades desarrolladas por el «arte de la meditación» extendida y popularizada por la Contrarreforma son esencialmente las mismas que la crítica del siglo XX ha admirado en Donne, en Herbert o en Marvell. Para el citado autor, la poesía metafísica del siglo XVII es el resultado del influjo del arte continental de la meditación en las tradiciones poéticas inglesas. Martz estudia con penetradora capacidad de análisis y sensibilidad particularmente aguda cómo los esquemas poéticos de Donne o Herbert, por ejemplo, se ajustan a la estructura meditativa de los ejercicios ignacianos o a las prácticas de la meditación recomendadas en los tratados más difundidos de la época: los de Fray Luis de Granada, Fray Diego de Estella, Gaspar de Loarte, Luis de la Puente o –más adelante– San Francisco de Sales.
La tesis del profesor de Yale se entenderá mejor si se tiene presente que el eje de la práctica meditativa es la combinación del análisis mental con la volición afectiva; tal combinación es lo que ha hecho posible, según Martz, esa «mezcla particular de pasión y pensamientos»13 característica de los metafísicos. Recordemos aquí que, según ha explicado Eliot en ensayo justamente famoso, «un pensamiento para Donne era una experiencia: modificaba su sensibilidad». Y recordemos también que otra de las notas señaladas por Eliot en la poesía de los metafísicos es «una aprehensión sensorial directa del pensamiento o una recreación del pensamiento en sentimientos».14 A la luz de estas afirmaciones podemos ver hasta qué punto el credo poético unamuniano («Piensa el sentimiento, siente el pensamiento»)15 coincide con la sustancia medular de aquella zona de poesía que él mismo con anticipado acierto denominó «meditativa».
Pues bien, esa particular presencia del pensamiento-pasión en poemas cuya estructura responde por entero a la técnica de la poesía meditativa es, a mi modo de ver, la característica central de la obra de madurez de Cernuda. Esto es lo que Cernuda recibe no ya de un poeta determinado, o ni siquiera de ese grupo de poetas del siglo XVII inglés que constituye lo que se ha llamado desde Johnson en adelante escuela metafísica, sino de su contacto con toda una tradición poética o género de poesía que existe gracias al ejercicio de ciertas potencias o virtudes que encontraron en los métodos de meditación de la Contrarreforma un amplio campo de rigurosa práctica. En ese momento el arte de la meditación y el arte poética se confunden. Pero, en cualquier caso, los supuestos del arte poética siguen siendo esencialmente los mismos en todos los poetas alineados en la gran tradición de la poesía meditativa occidental: Blake, Wordsworth, Hopkins, E. Dickinson, Yeats, Eliot, Rilke…
Conviene aclarar que la estructura meditativa no va necesariamente adscrita a un contenido religioso rígidamente determinado: el caso de Yeats es suficientemente significativo a ese respecto. En ese sentido, y para comprender la continuidad de la poesía meditativa como género, ha de recordarse con Martz que la disciplina de la meditación estaba destinada a desarrollar un estado de espíritu que no difiere en absoluto del descrito por Coleridge en su famosa explicación del mecanismo creador de la imaginación. Dicha descripción, una de las piedras angulares de la moderna crítica literaria, ha sido parafraseada y traducida así por el propio Cernuda:
El poeta a su vez, en perfección ideal, pone en actividad el alma entera del hombre, así como sus facultades (subordina-das unas a otras según su relativo valor y dignidad), y difunde un tono y espíritu unificador, fundiendo por así decirlo unas facultades con otras. Operación que se efectúa, precisamente, gracias a aquel poder mágico de síntesis al cual Coleridge atribuye de modo exclusivo el nombre de imaginación. El poder de la imaginación, movido por la voluntad y el entendimiento y bajo el control de ambos, se revela en cierto equilibrio o reconciliación de cualidades contrarias: lo idéntico con lo diferente, la idea con la imagen, lo individual con lo representativo, lo nuevo con lo familiar, un estado emotivo usual con otro desusado, el juicio firme con el entusiasmo profundo.16
Ese poder «esemplástico» (éis én plattein) de la imaginación es asimismo la coronación del proceso contemplativo, al final del cual los sentidos y los poderes interiores del alma han de reducirse a unidad. También en Cernuda la unificación de la experiencia es, en términos muy parecidos a los que venimos comentando, la culminación y virtud última del proceso poético. Así lo afirma en la conclusión reveladora de uno de los poemas de «Vivir sin estar viviendo»:
Cuando en ella [en la obra] un momento se unifican,
Tal unos son amante, amor y amado,
Los tres complementarios luego y antes dispersos:
El deseo, la rosa y la mirada.17
El nuevo tono que de manera característica tiñe los poemas de madurez de Cernuda –es decir, la obra de éste posterior a 1937– responde al movimiento peculiar del poema meditativo y en ellos la composición de lugar y el análisis mental de sus elementos se combinan de modo típico con el poder unificador del impulso afectivo. De ahí que ya en las Invocaciones, pero sobre todo a partir de Las nubes se afirme tan vigorosamente el sentido de la composición del autor de La realidad y el deseo. Lo que entiendo aquí por sentido de la composición es la capacidad de servidumbre del medio verbal, que no ha de tener ni más ni menos desarrollo que el necesario para que el objeto del poema agote en la forma poética todas sus posibilidades de manifestación o de existencia. Y eso lo consigue Cernuda no sólo en poemas de cierta extensión y tan claramente ajustados al esquema meditativo como los titulados «El ruiseñor sobre la piedra», «Elegía anticipada» o «Río vespertino»,18 sino en poemas muy cortos en los que, por vía análoga a la que le permite asimilar el espíritu de la canción tradicional, reproduce en forma nueva la estructura expositiva, breve y cerrada, del soneto barroco. Un ejemplo claro de lo que acabo de decir podría ser el poema «Amando en el tiempo»19 o el titulado «Violetas», que reproduzco por entero:
Leves, mojadas, melodiosas,
Su oscura luz morada insinuándose
Tal perla vegetal tras verdes valvas,
Son un grito de marzo, un sortilegio
de alas nacientes por el aire tibio.Frágiles, fieles, sonríen quedamente
Con muda incitación, como sonrisa
Que brota desde un fresco labio humano.
Mas su forma graciosa nunca engaña:
Nada prometen que después traicionen.Al marchar victoriosas a la muerte
Sostienen un momento, ellas tan frágiles,
El tiempo entre sus pétalos. Así su instante alcanza,
Norma para lo efímero que es bello,
A ser vivo embeleso en la memoria.20
De los poemas más extensos cuyo desarrollo corre exclusivamente al hilo de la meditación quisiera traer aquí el fragmento siguiente de «Río vespertino»
[...] Contemplación, sosiego,
El instante perfecto, que tal fruto
Madura, inútil es para los otros,
Condenando al poeta y su tarea
De ver en unidad el ser disperso,
El mundo fragmentario donde viven.
Sueño no es lo que al poeta ocupa,
Mas la verdad oculta, como el fuego
Subyacente en la tierra. Son los otros,
Traficantes de sueños infecundos,
Quienes despiertan en la muerte un día,
Pobres al fin. ¿De qué le vale al hombre
Ganar su vida mientras pierde el alma,
Si sólo un pensamiento vale el mundo?21
De nuevo encontramos aquí como culminación del proceso poético y elemento definitorio del mismo la unificación de la experiencia («su tarea de ver en unidad el ser disperso»). Pero, además, el fragmento citado se cierra con palabras traídas de San Juan de la Cruz y especialmente significativas para Cernuda: «Si sólo un pensamiento vale el mundo.» Las palabras de San Juan de la Cruz reaparecen en el verso final del poema «El retraído»:
Si morir fuera esto,
Un recordar tranquilo de la vida,
Un contemplar sereno de las cosas,
Cuán dichosa la muerte,
Rescatando el pasado
Para soñarlo a solas cuando libre,
Para pensarlo tal presente eterno,
Como si un pensamiento valiese más que el mundo.22
Me parece evidente que el contacto de Cernuda con la tradición meditativa a través de la poesía inglesa resulta particularmente fecundo en la medida en que es, al propio tiempo, redescubrimiento o hallazgo contemporáneo de nuestra propia poesía meditativa, cuyas raíces no son probablemente distintas de las de los metafísicos. No es mero azar que precisamente al hilo de un examen de la poesía de San Juan de la Cruz llegue Cernuda a la más clara formulación de lo que para él es el sentido último del proceso creador: «Porque en San Juan de la Cruz –escribe– la belleza y pureza literaria son resultado de la belleza y pureza de su espíritu; es decir, resultado de una actitud ética y de una disciplina moral. No es quizá fácil apreciar esto hoy, cuando todavía circula por ahí como cosa válida ese mezquino argumento favoreciendo la pureza en los elementos retóricos del poema, como si la obra poética no fuera resultado de una experiencia espiritual, externamente estética, pero internamente ética».23
Al hablar así revela Cernuda otro de los elementos esenciales de su obra de madurez: el subsuelo ético en que se fundamenta su propia meditación poética. De ahí que resulte tan particularmente afín a su actitud la meditación moralizadora de nuestro barroco y pueda sentir tan próximo el grave desarrollo meditativo de la «Epístola Moral». Tampoco es un azar la reaparición o eco visible del último verso de la «Epístola» en éstos de La realidad y el deseo:
Ya en tu vida las sombras pesan más que los cuerpos;
Llámalos hoy, si hay alguno que escuche
Entre la hierba sola de esta primavera,
Y aprende ese silencio antes que el tiempo llegue.
(«Otros tulipanes amarillos»)24
Bien sé yo que esta imagen
Fija siempre en la mente
No eres tú, sino sombra
Del amor que en mí existe
Antes que el tiempo acabe.
(«Sombra de mí»)25
Quizá lo dicho hasta aquí sea suficiente para dar idea de los elementos con que la obra de Cernuda viene a enriquecer la tradición poética española. Por su triple contextura intelectual, estética y moral ha de considerarse esa obra como una de las piezas capitales en el desarrollo contemporáneo de nuestra poesía. LC
[La Caña Gris, núms. 6-8, otoño 1962. Recogido en Las palabras de la tribu, Madrid, Siglo XXI, 1971.] Texto tomado de Luis Cernuda, Edición de Derek Harris, Madrid, Taurus, 1977.
Notas
Las citas de La realidad y el deseo se toman de la tercera edición de ese libro (Fondo de Cultura Económica, México, 1958), que se designa en estas notas con las siglas RD.
1 Suplemento de Caracola, núm. 81, julio 1959.
2 M. García Blanco, Don Miguel de Unamuno y sus poesías, Universidad de Salamanca, 1954, p. 44.
3 Ob. cit., p. 44.
4 Ob. cit., p. 16.
5 Luis Cernuda, Poesía y Literarura, Seix Barral, Barcelona, 1960, p. 60.
6 Ob. cit., pp. 233-280.
7 Ob. cit., pp.259-260.
8 Ob. cit., p. 262.
9 Además del antecedente de Unamuno, quizá no esté de más señalar que el interés por esa zona de la poesía inglesa había sido esporádica y minoritariamente apuntado en nuestras letras. Véase, en ese sentido, lo que en carta de 1884 escribía Juan Valera a José Alcalá Galiano: «Independientemente de que tú debas seguir escribiendo principalmente cosas originales, creo que harías bien en probar a ver si atinabas a dar en castellano forma, color y carácter poético a ciertas poesías archi-inglesas, completamente ignoradas en España, y que son las que los ingleses estiman más. Traducir a Byron es fácil […], pero traducir en castellano a Wordsworth, a Coleridge o a otros así, de modo que entre nosotros se entienda y agrade: hic opus, hic labor est.» (Correspondencia de don Juan Valera, edición de C.C. De Coster, Editorial Castalia, 1956, página 81.)
10 Luis Cernuda, Estudios sobre poesía española contemporánea, Madrid, 1957, p. 90.
11 García Blanco, ob. cit., p. 17.
12 Louis L. Martz, The Poetry of Meditation, Yale University Press, 1955.
13 Herbert J. C. Grierson, Metaphysical Lyrics and Poems, Oxford, 1956, p. xvi.
14 T. S. Eliot, «The Metaphysical Poets», Selected Essays, 1917-1932, Nueva York, 1932, pp. 245-248.
15 L. F. Vivanco, Antología Poética. Miguel de Unamuno, Madrid, 1942, p. 7.
16 S. T. Coleridge, Biographia Literaria, Oxford, 1949, vol. II, p. 12; Luis Cernuda, Pensamiento poético en la lírica inglesa, Imprenta Universitaria, México, 1958, pp. 74-75.
17 RD, p. 259.
18 RD, pp. 184-188; 221-222; 231-234.
19 RD, pp. 230-231.
20 RD, p. 183.
21 RD, p. 232
22 RD, p. 255.
23 Poesía y Literatura, p. 53.
24 RD, p. 226.
25 RD, p. 314.