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sábado, 14 de agosto de 2021

La escritora argentina Camila Fabbri en Babelia, El País (Madri) España

 

Camila Fabbri: “Escribir es lo único que sé hacer”

La narradora argentina, elegida en la lista Granta de los 25 mejores autores de habla hispana menores de 35 años, es dueña de una prosa de oralidad desatada que prefiere la expresividad a la corrección. 

Leila Guerriero

La escritora argentina Camila Fabbri, en Buenos Aires en junio de 2021.
La escritora argentina Camila Fabbri, en Buenos Aires en junio de 2021.Mariana Eliano

A los 26 años, en 2015, la argentina Camila Fabbri publicó un libro de cuentos titulado Los accidentes (Amazon) –que Paripé lanzó en España en marzo pasado– escrito, según ella, como “un modo de hablar de lo que no se entiende, de lo que asusta”. Cuatro años después, a los 30, publicó un libro de no ficción titulado El día que apagaron la luz acerca de –quizás– el origen de “lo que asusta”: algo que sucedió en la ciudad de Buenos Aires el 30 de diciembre de 2004 y dejó como resultado 194 muertos y más de 1400 heridos. A los 32, en 2021, fue elegida como una de las integrantes de la lista Granta de 25 mejores autores de habla hispana de menos de 35 años. La repercusión del anuncio la tomó por sorpresa. “Yo pensé que iba a salir algo en Inglaterra, y nada más. No sabía que acá en Buenos Aires iba a salir en todos los diarios. Me enteré cuando me llamaron para hacerme una nota”. No fue una sino varias: su rostro –ojos de criatura del bosque resignada al encandilamiento con calma o aceptación– se replicó en los periódicos de la Argentina y su nombre apareció en decenas de artículos.

Entre una cosa y otra, estudió actuación y dramaturgia; escribió y dirigió obras de teatro; actuó en una película (Dos disparos, del argentino Martín Rejtman, por la que fue nominada como actriz revelación en los Premios Cóndor de Plata, aunque no ganó). Desde los 18 trabajó, paralelamente, como niñera, camarera, librera, cadeta, secretaria, y atendió la taquilla de algunos teatros. En febrero de 2019 estuvo en la Feria del Libro de Oaxaca (una de las dos ferias a las que fue invitada en toda su vida; la otra es la de Guadalajara). Allí, con una camiseta marca Adidas y aros pequeños con forma de argolla –aros de alguien mayor que acentúan la ceja de tiempo en la que vive Fabbri, alguien muy joven con estándares anímicos que no lo son tanto– dijo cosas como: “Yo creo que quiero escribir siempre cuentos”; “Yo creo que por ahora podría pensar que la escritura es una manera que encontré de llevar ese excesivo pensamiento diario a algo productivo, volverlo obra”; “Me parece que la escritura es la manera de crear un universo propio y también es un trabajo, haber encontrado un oficio”. Parece, me parece, creo: el titubeo infunde una modestia superior, genuina. No balbucea –habla de manera tersa y firme–, pero esas palabras transmiten una humildad un poco trágica y una tónica basculante: por momentos parece alguien que ha recibido una dosis masiva de inocencia y, en otros, alguien que ha sido desterrada de toda posibilidad de candidez. Fabbri habla –y escribe– con los residuos melancólicos de una inocencia que alguna vez estuvo allí. Hacia el final de esa misma entrevista en Oaxaca dijo (taxativamente): “Dejé de ser actriz de teatro porque me di cuenta de que no tenía la suficiente voz, la suficiente presencia”. Eso –voz, presencia– quedó incrustado en lo que escribe.

***

A comienzos de mayo de 2021, en Buenos Aires, Camila Fabbri está en la sala de un departamento ajeno porque en el suyo –pequeño y poco luminoso por entonces, aunque se mudó después– no hay buena ventilación. Usa un barbijo muy específico –que se anuncia en la Argentina como el más seguro para protegerse del coronavirus–, pantalones amplios, un suéter que parece llegado directamente desde 1980, zoquetes violeta. Cada tanto saca un tubo con alcohol en gel, se coloca una perla brillante y gelatinosa en la palma de la mano, refriega. A simple vista, parece una hija de su tiempo: vestimenta holgada, aire modosamente vintage. Pero está hecha de una materia única. O de una materia como todas –padres divorciados, dos hermanas mayores de una pareja anterior de su madre– que transformó en única. “Había dormido pocas dos horas. Un sábado demasiado publicitario se ponía delante mí y eso empeoraba las cosas. Diez ideas obsesivas y entonces ese efecto en mi cuerpo como de ira y agotamiento, otros le dicen ansiedad. Escuché un golpe seco y de granito detrás. Ahí estaba: la chica de raíces negras y pelo amarillo doblada como un insecto joven en el medio de la calle. Dijo “Ay” una sola vez y después silencio. En las manos costras negras con sangre, también en las rodillas y brazos. Le ofrecí llamar a alguien y solamente recordaba un número de memoria. Dio apagado. (…) Lo que me atrae de los accidentes es ese instante previo y ese posterior, sobre todo eso, el recorte en el tiempo. El raspón. Donde había un cuerpo sano ahora hay algo que está en el borde”, escribió en un texto aún inédito. Una puntuación al límite de lo que debe hacerse, una sintaxis que rechaza toda enmienda (aunque no sea correcta), una oralidad –”Dio apagado”– mezclada con imágenes de crueldad refinada –”doblada como un insecto joven” –, el manoseo sofisticado de palabras plebeyas –”un sábado demasiado publicitario”–, precisión para definir lo abstracto –”ese efecto en mi cuerpo como de ira y agotamiento, otros le dicen ansiedad”–, y una capacidad de transfundir cierto agobio –como si su voz fuera la de un narrador derrotado de antemano– que, sin embargo, hace vibrar la escritura. “En ese momento mis hermanas eran dos animales a punto de aclarar las cosas. N. se tiró encima de T. y le hizo algo en la cara que no sé muy bien, pero lo hacía bien, fue como un brote de inspiración. (…) Siguieron diciéndose lo mismo, parecía que no había forma de mejorar el guión, que una quería una cosa y la otra, otra cosa, y se iban lastimando. Mirarlas hacer ese trabajo era como ver una habitación que se desordena”, escribió en un texto autobiográfico que muestra su capacidad para enrarecer, con una cámara lenta distorsiva, escenas que parecen observadas por un narrador hechizado y distante.

–Yo no lo veo como algo original. Sí reconozco que en los textos hay un lugar al que estoy haciendo todo lo posible por llegar. Como si fuera llegar al estribillo de la canción. Son puntos de llegada. Creo que sin eso el texto no está escrito.

Nació en 1989, cuando su padre tenía poco más de 40, su madre 39 y dos hijas adolescentes de una pareja anterior. Para cuando cumplió 6, sus hermanas se habían independizado, su padre tenía poco trabajo, su madre había empezado a estudiar psicología, los ingresos económicos eran un pantano, y se mudaron a la casa de la abuela materna. Iba a ser temporal pero se quedaron cuatro años. No tenía habitación propia (dormía en el living), convivía con adultos que discutían mucho, dos perros y una abuela que miraba televisión la mayor parte del día. Un satélite pequeño orbitando en un planeta indiferente y por momentos hostil.

–Me empecé a encerrar en un placard [similar a un armario de madera]. No me parecía raro. Me sentía cómoda. Sentía las camperas en la cabeza, tal vez me quedaba dormida, nadie sabía dónde estaba. Tenía su encanto. Y tampoco recuerdo que se volvieran locos buscándome. Estaban todos como en otra galaxia.

Cuando sus padres anunciaron que iban a divorciarse –tenía 7 años–, comenzó a padecer síntomas que atribuía a cuestiones graves –dolores de estómago que asociaba a un apéndice reventado; bultos en el cuello que creía tumores– y un insomnio descomunal.

–Tenía que hacer cosas para que pasara el tiempo, entonces leía o salía al balcón y anotaba la gente que pasaba por la calle: “una mujer, un hombre solo, un hombre con un perro”. Y creo que hacía una suerte de censo: “Los miércoles hay más mujeres que hombres, los jueves hay más hombres con perros”. Pero lloraba todos los días porque tenía miedo de no poder dormir. Había algo un poco corrido en esa casa. Mi abuela a veces charlaba conmigo pero la mayor parte del tiempo quería estar sola. Y yo necesitaba estar con gente. Después me quedó esa sensación de que estar solo está mal. Ahí se gestó algo muy silencioso de mi lado, de escuchar hablar a los otros y no tener nada para decir.

Escribía –un diario, textos cortos–, sus hermanas le dejaban libros para que sobrellevara el insomnio y esperaba con ansias la Feria Del Libro Infantil donde compró Tengo un monstruo en el bolsillo, de Graciela Montes, que le hizo pensar “Quiero hacer esto”.

–Era la historia de una chica que iba a la escuela y se parecía mucho a mí. Vivía con el padre y la madre, que estaban como en otro mundo, y ella estaba bastante sola. Un día descubre que tiene un monstruito en el bolsillo del guardapolvo y no se lo puede contar a nadie porque le da vergüenza. En algunas situaciones, cuando ella estaba muy tensa, el monstruo se hinchaba. Y se deshinchaba cuando ella estaba más…

Fabbri es temible cuando hace una pausa y retrocede buscando una palabra, porque suele regresar con un vocablo desencajado, que no se corresponde con la definición de diccionario, pero que calza como un imán:

–…relativa. Y hubo algo en eso que me gustó muchísimo y empecé a escribir más largo.

No utilizó papel y lápiz sino la computadora de su madre, manejando con solvencia el word y los precarios programas de dibujo de fines de los noventa, para escribir cuentos de terror.

–Me gustaba esa que era yo cuando escribía. Me parecía que la propiedad era algo que no conocía mucho. Todo era medio prestado: la casa, el living. Y la escritura apareció como algo que era solo mío. Mi papá venía a verme una vez por semana. A veces me llevaba al cine. Como él no tenía idea terminábamos viendo películas para adolescentes. Muchas veces me sentí incomoda en el cine con mi papá. Por ahí terminábamos viendo Scary Movie, que era cómica pero tenía muchas cosas sexuales. Recuerdo esas cosas y me da un poco de pena. Mi papá es todo lo contrario a mí. Él nunca entiende bien por qué pienso tanto todo. Por qué siempre estoy tan mal, tan problematizada. Como que eso le molesta. En un punto tiene razón, pero bueno, soy esto. Qué voy a hacer. Y él no tiene herramientas para entender que una cabeza funcione de esa manera. Pero hay algo popular que me gusta mucho de él. Para mí hay algo barrial que aparece a veces en lo que escribo, que es la zona Fabbri. El mundo Fabbri, mi padre, mis tíos, mi familia menos intelectual, que se junta a comer ravioles los domingos, me gusta mucho.

–¿Y cómo funciona esa cabeza que tu padre no comprende?

-Muchas veces su consejo es “Bueno, no pienses en eso”. Es un consejo muy complejo porque obviamente es imposible. A veces tengo una idea obsesiva que se me instala y me deja inmóvil. Y él no lo entiende. Siempre son cosas de salud. De adolescente me pasaba que, si me encontraba una cosa extraña en el cuello, hasta que no constataba que no era nada mi cabeza no podía hacer otra cosa. La salud, la vida y la muerte. Va por ese lado.

A los 9 años, se mudó con su madre, que ya se había recibido de psicóloga, a un departamento de dos ambientes en el barrio de Palermo. Se llevaron con ellas a Cirano, un perro.

–Se enfermó porque estaba muy encerrado, y lo tuvimos que regalar. No me acuerdo qué me pasó a mí, pero me acuerdo que mi mamá estaba muy triste. Tengo la sensación de toda una infancia y una juventud más de observar que de hacer yo la escena principal.

Esa observación desde la periferia –esa mirada de espía que se mezcla con una formalidad pudorosa de señorita educada– acumuló pericia en un rellano de escalera: “yo iba a la escuela primaria (…) y mi mamá atendía pacientes en el living de nuestra casa –escribió en un texto aún inédito–. Cuando volvía del colegio (…) me tocaba esperar en la escalera del palier a que terminara de atender para poder entrar a mi habitación (…). Después de unos meses de ese ritual en que llegar a mi casa era lo que pasaba después de una hora de espera en el palier, la escalera se convirtió en un espacio propio también”.

–Me quedaba en la escalera, leyendo. Cada tanto se apagaba la luz del pasillo, me levantaba, la prendía y me volvía a sentar. No lo vivía como un peso, pero pensaba “Esto no está bien”. Y alguna cosa se me habrá armado en esas esperas. La ansiedad. Yo tengo mucha ansiedad.

***

En los primeros años del colegio secundario hubo un hiato, un oasis en el que fue una adolescente con muchos amigos que se dedicaba a divertirse y ver bandas de rock.

–No me perdía nada. Iba a casas de amigas, caminábamos toda la noche hasta que se hacía de día, quedábamos en alguna plaza. La escritura en ese tiempo quedó de lado.

Tenía 14 años, un novio, una vida gregaria. En diciembre de 2004 una banda que le gustaba, Callejeros, anunció una sucesión de recitales en un sitio llamado Cromañón. Le insistió a su madre para que la dejara ir, compró entradas, fue con amigos el 29 de diciembre. Permaneció en el piso de arriba, desde donde se dominaba la pista, porque estar abajo le daba miedo. Al día siguiente, la mayor parte de quienes permanecieron allí no sobrevivieron. Una bengala lanzada desde el público produjo un incendio en la membrana sintética del techo. La gente intentó huir pero las salidas de emergencia estaban bloqueadas. Fue una carnicería: hubo más de 1400 heridos y 194 muertos, entre ellos una de sus compañeras de colegio.

–Todos mis compañeros empezamos a pasar mucho tiempo juntos. Había un frenesí de estar cerca de contemporáneos. Mi mamá se sintió muy culpable y empezó a preguntarme qué hacía, a qué hora volvía. Pero no dejé de hacer cosas por eso. No tuve miedo instantáneamente. Me volví más miedosa más tarde. Y ahora soy alguien con mucho miedo. Me aferro a lo conocido. Y en aquel momento no era tan así. Era más valiente.

Los efectos colaterales no se presentaron de inmediato. El final del colegio marcó el inicio de múltiples intentos por asir la vocación: se inscribió en la carrera de arte dramático; entró al taller literario de la escritora Romina Paula; empezó a tomar clases de actuación.

Después me di cuenta de que hablar bajo no era un problema, el problema era que no quería ser vista

–Tuve la sensación de que quería ser actriz. Pero el actor es puro presente y mi cabeza nunca está en el aquí y ahora. En las clases de teatro me decían “Camila, más sonora”. Como que yo hablaba muy bajo y eso era un problema. Después me di cuenta de que hablar bajo no era un problema, el problema era que no quería ser vista. En esas clases hacían un chiste: decían que yo era la frágil que siempre estaba silenciosa pensando cómo iba a fabricar una bomba.

Cuando cumplió 18, su madre le dijo que ya no podría pagarle todos esos cursos, todos esos intentos por llegar al futuro.

–Ella no podía ayudarme y mi papá tampoco. Me independicé pronto, pero saber que ellos no podían era incluso peor, porque la sensación de que si yo no podía ellos tampoco era abismante. Y esa sensación nunca se fue. Siempre estoy al día con el dinero. Pienso mucho en eso, en la herencia que no me va a tocar. La propiedad privada, la casa.

Fue niñera (de tres varones de 2, 3, 4 años, hasta que uno de ellos se golpeó la cabeza jugando y, aunque la madre del niño le quitó importancia, Fabbri quedó perturbada por la posibilidad de que “al chico le quedara un hematoma subdural para siempre” y decidió no continuar), boletera, camarera, librera, telemarketer.

–Vendía seguros de trabajo a las empresas, por teléfono. De ese trabajo me echaron por reducción de personal, pero de casi todos los demás me echaron porque me decían que era demasiado seria y que eso a la gente no le gustaba, que tenía que sonreír más. Pero yo no me daba cuenta de que estaba siento tan seria. Me echaron de la boletería del teatro porque me dijeron que la gente necesitaba ir a disfrutar y que yo tenía muy mala cara. Me echaron de una librería, un trabajo que me re gustaba, porque tenía mala cara. Era muy fácil echarme, parece. Yo decía: “No puede ser lo de la cara, que me lo digan tanto”.

La echaban de sus trabajos terrenales, pero avanzaba en la escritura de una obra de teatro en el taller literario al que asistía. Titulada Brick, y dirigida por ella, se estrenó en 2012, cuando tenía 23 años. Era la historia de tres albañiles con un problema de memoria que convivían en una obra en construcción. En 2013 estrenó la segunda, Mi primer Hiroshima, un monólogo protagonizado por una “planeadora de aviones”. En 2015 estrenó la tercera, Condición de buenos nadadores, que transcurría en el natatorio de un club. Para entonces tenía 26 años, una larga –y desastrosa– vida laboral, tres obras con buenas reseñas (”Camila Fabbri, que desde los 21 viene ofreciendo frutos de una creatividad personal que juega con aparentes opuestos, se aventura en esta obra a (…) poner en cuestión patrones culturales de la relación padre-hijo (…), en el ámbito impersonal y geométrico de un natatorio, valiéndose francamente de los recursos existentes –publicó el diario La Nación sobre Condición de buenos nadadores–). La literatura no era parte del plan. Y entonces uno de sus profesores de dramaturgia le preguntó si tenía “algo escrito de narrativa, porque le daba la sensación de que yo iba más por ese lado”.

–Le mostré unos cuentos y me sugirió armar un libro.

Lo armó y lo envió a una editorial independiente. No tuvo respuesta. Lo envió a otra, novísima, llamada Notanpüan.

–Lo mandé y me olvidé. Estaba trabajando como secretaria de una abogada, que al final me echó porque dijo que yo había hecho mal un trámite. Me llamaron de la editorial al mes, me dijeron que lo querían publicar. Y entonces me dije “¿Tan pronto? Ahora no sé si quiero”. No esperaba esa respuesta.

‘Los accidentes’ responde un poco a esa idea de que en cualquier momento y en cualquier lugar todo puede pasar

Pero Los accidentes se publicó en 2015. Son catorce relatos –algunos nacidos como obras de teatro– unidos por sustancias comunes: la relación entre padres e hijos, la maternidad y la paternidad como un oficio monstruoso, todo lo que puede salir mal y sale mal. “Ahora me daba cuenta de que mi madre se me parecía. La distancia nos había vuelto calcos. Ella estaba impecable. Yo tenía dos raspones debajo de los ojos, heridas cosidas en las piernas. Y debajo de los pechos un hijo esférico. Tardamos en percibirnos. Si se trataba de hermandad o madrerío. Se ve que estábamos muy ocupadas porque el semáforo cambió. Cumplió su función de máquina”, escribe hacia el final de Nacimiento, una historia de dos ¿personas, entidades literarias? que se arrojan debajo de autos y camiones, se prodigan heridas horrorosas. En Condición de buenos nadadores, un padre le habla a su hijo de un hombre al que conoció en un club de boxeo: “Sebastián apoyó sus musculitos bastante nuevos sobre la ventana de mi auto y me miró. Nunca en mi vida había recibido una mirada tan clara, parecía un cisne hinchado y hombre. Bastante hombre. (…) La verdad es que yo no me considero afeminado por estar besándome con Sebastián. El más que un boxeador amateur parece una chica jovencita, así que esto no me da culpa. Hay que hacer de cuenta que estoy saliendo con una chica jovencita, como hace cualquier hombre de mi edad”. El libro tuvo una reedición en Emecé en 2016, fue publicado en Chile –editorial Elefante–, en México –Almadía–, y este año en España, por Paripé.

Los accidentes responde un poco a esa idea de que en cualquier momento y en cualquier lugar todo puede pasar. Ahora terminé un nuevo libro de cuentos y siento que eso está, pero más contenido, como algo que no termina de… cómo se dice... de chorrear.

En 2018 escribió y dirigió junto a Eugenia Pérez Thomas En lo alto para siempre, estrenada en el teatro nacional Cervantes, una de las salas centrales de la ciudad. Hacía rato que el miedo adarsenado después de Cromañón había salido a la superficie bajo la forma de pánicos y fobias pero, a sus 29 años, todo parecía encaminarse: los elogios sobre su trabajo teatral eran muchos; Los accidentes había revelado una voz extraña y nueva que ni siquiera un señalamiento recibido en otro taller literario –”me dijeron que tenía una imaginación demasiado rebalsada y que tenía que domar eso” – había podido domesticar. Entonces se propuso hacer algo que nunca había hecho: escribir una historia real. Lo hizo poniendo el foco en el incendio que la había rozado a sus 14 años. Entrevistó a conocidos y amigos, hurgó en la memoria propia y la de otros, revisó archivos. El resultado es El día que apagaron la luz, un trabajo que define como una novela de no ficción –”porque no puedo asegurar que la calcomanía de un auto determinado haya sido exactamente esa calcomanía, por ejemplo”–, donde, ya en el inicio, hace un recuento de todas las cosas que quedaron alteradas: “Después de Cromañón, parece, tengo una extraña relación con el fuego (…) No me acerco a espacios inflamables como estaciones de servicio y no uso camperas de nylon cuando un grupo de amigos me invita a un asado. Un brote mínimo de brasa podría ir a parar a mi capucha y en un instante mi cuello comenzaría a derretir capa tras capa de mi piel (…) No hay milésima de suceso irregular en donde yo no conciba de inmediato lo trágico. El accidente es parte de toda acción e, incluso, de todo estado de reposo (…) Creo que esa idea de tragedia permanente pudo haber sido adquirida. Desde esa noche, muchos amigos alcanzamos pensamientos que están relacionados con la noción de los finales. De lo interrumpido. Nos apropiamos de esas ideas. Van con nosotros a todos lados como satélites marchitos”.

–Siempre quise escribir sobre Cromañón, pero no me animaba a escribir sobre algo real. Después empecé a leer más crónicas y me tomé el atrevimiento. Era algo sobre lo que de algún modo siempre había estado escribiendo. Me parece que conserva un poco esa sensación de accidente. Me quedó la sensación de estar en peligro y no saberlo. Ahora quiero saber si estoy en riesgo, quiero estar al tanto todo el tiempo. Y eso te configura. Te vuelve una persona en estado de alerta permanente.

El día que apagaron la luz salió en 2019, en Seix Barral. Apenas después llegó el tiempo constrictor de la pandemia. En un confinamiento casi absoluto, con el radar hipocondríaco funcionando a toda marcha, recibió la noticia de que era parte de la lista Granta de los mejores narradores de habla hispana de menos de 35 años.

–Pero no sabía que eso tenía una llegada tan grande. Pensé que iba a salir un texto mío en una revista en Inglaterra allá y nada más. Me enteré cuando me empezaron a escribir para hacerme notas. Respondí todas las entrevistas porque me pareció que correspondía, aunque a veces me preguntaban cosas sobre las que no sé mucho qué pienso. En esos momentos entro en un estado confusional en el que quisiera dar una respuesta que esté a la altura y me pongo tan tosca que no puedo elaborar. Me preguntaban: “¿Qué pensás sobre la literatura contemporánea?”. Es difícil decir: “No sé”. Me parece que se trata como de inventar algo. Pero también me pregunto por qué le hacen esas preguntas tan grandes a alguien que sólo está escribiendo en su casa. No tengo idea de cómo se puede responder eso. Pero ojalá pudiera decir “No sé”.

–¿Por qué no decís “no sé”?

–Porque siento que está mal, que hay que decir algo. Por ahí mucho más adelante, siendo más grande, si estuviera más establecida, me atrevería a decir: “No sé”. Ahora me parece una falta de respeto.

Desde hace unos años trabaja en la Secretaría de Cultura del Municipio de San Isidro, una localidad en el extrarradio de la zona norte de Buenos Aires, donde coordina el área de literatura. La última obra que escribió y dirigió con Eugenia Pérez Thomas, ¡Recital Olímpico!, cruza las biografías de la gimnasta rumana Nadia Comaneci y la poeta ucraniana Nika Turbiná, pero pudieron hacerse pocas funciones por causa de la pandemia.

–Hace mucho que no escribo teatro. Me llama más la narrativa. Creo que escribir es lo único que sé hacer. Creo que es el único lugar en el que hago pie. En muchos otros momentos o lugares estoy muy perdida o angustiada. Ahí no está la angustia. Quizás no tengo la sapiencia que puedo tener en la escritura para los vínculos. Son muy mala para los vínculos amorosos y sociales. Siento que siempre tengo que entender que el otro necesita tiempo para algo, y si fuera por mí iría con los tiempos con los que voy en las demás cosas.

–¿Apresurada?

–Sí. No sé por qué se me instaló hace un año y medio querer un espacio, una pareja. Puede ser por el momento que estamos pasando, por la pandemia.

–¿Tu madre no es un refugio?

–No, porque la estoy cuidando tanto que no la veo. Pero tampoco quiero que mi mamá sea mi mejor amiga, porque después va a ser re complicado cuando se muera, y todo eso.

–¿Pensás en eso?

–Un montón. Me da terror. Me da miedo que me pase lo que le pasó a Chantal Akerman, la cineasta, que se murió la madre y ella se suicidó. Yo no creo que me tire del balcón, pero sé que va a ser un momento muy complicado. Pero si pienso en el futuro intento pensar en algo más luminoso. Me imagino en una casa grande, con una ventana en la cocina que dé a un jardín para mirar mientras lavo los platos. Porque tengo esa idea de lavar los platos mirando a través de una ventana. Siempre con animales, gatos perros. Hijos.

Hace un silencio repentino y se ríe:

–Es como la publicidad de pan Bimbo. Igual, sé que no soy la que lava los platos y mira a los niños correr por el parque. Porque si fuera eso sería muy infeliz. Y, además, porque mientras lavara los platos me empezaría a latir el ojo y estaría pensando en que es un ACV incipiente.