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martes, 11 de mayo de 2021

EL MUNDO ESTÁ LLENO DE MUJERES

 

                                                               Señora Freya

EL MUNDO ESTÁ LLENO DE MUJERES

 

—No sea usted niño –dijo Freya–. Eso pasará. Piense en sus negocios, piense en su familia, que le espera allá en España. Además - el mundo está lleno de mujeres: yo no soy la única.

Pero Ferragut la interrumpió. Sí; era la única... ¡la única! Y lo dijo con una convicción que provocó en ella otra vez una sonrisa de lástima.

La tenacidad de este hombre empezaba a irritarla.

—Capitán, le conozco bien. Es usted un egoísta, como todo; los hombres. Su buque está detenido en el puerto por una avería; debe usted quedarse un mes en tierra; encuentra en un viaje a una mujer que comete la tontería de acordarse de que k conoció en otros tiempos, y se dice: «Magnífica ocasión par- entretener agradablemente el fastidio de la espera...». Si yo le creyese, si aceptase sus deseos, dentro de unas semanas, al que­dar listo el buque, el héroe de mi amor, el paladín de mis en­sueños, se haría al mar diciendo como último saludo: «¡Adiós, imbécil!»

Ulises protestó con energía. No: él deseaba que su buque no estuviese nunca recompuesto; calculaba con angustia los días que faltaban. Si era preciso, lo abandonaría, quedándose para siempre en Nápoles.

—¿Y qué tengo yo que hacer en Nápoles? -interrumpió: Freya—. Soy aquí un pájaro de paso, lo mismo que usted. No; conocimos en los mares del otro hemisferio, y hemos venido: reencontrarnos en Italia. La próxima vez, si volvemos a vernos será en el Japón, en el Canadá, en El Cabo... Siga su rumbo enamoradizo tiburón, y déjeme seguir el mío. Figúrese que so­mos dos barcos que se encuentran en una calma, se hacen seña­les, cambian saludos, se desean buena suerte, y después cada uno se aleja por su lado, tal vez para no volver a verse nunca.

Ferragut movió la cabeza negativamente. Eso no podía ser; él no se resignaba a perderla de vista para siempre.

—¡Los hombres! —continuó ella, cada vez más irritada—. Todos se imaginan que las cosas deben ser con arreglo a sus caprichos. «Porque te deseo, debes ser mía...» ¿Y si yo no quiero?... ¿Y si yo no sufro la necesidad de ser amada?... - No puedo vivir en libertad, sin otro amor que el que yo siento por mí misma?...

Consideraba una desgracia el ser mujer. Los hombres le inspiraban envidia por su independencia. Podían mantenerse aparte, absteniéndose de las pasiones que desgastan la vida, sin que nadie viniera a importunarles en su retiro. Les era lícito ir a todos lados, recorrer el mundo, sin llevar tras de sus pasos una estela de solicitantes.

—Usted me es simpático, capitán. El otro día me alegré de encontrarle; fue una aparición del pasado. Vi en usted la ale- cría de mi juventud que empieza a irse y la melancolía de cier­ros recuerdos... Y sin embargo, acabaré por odiarle: ¿me oye usted, argonauta pesado?... Le aborreceré porque no sirve para amigo; porque sólo sabe hablar de la misma cosa; porque es un personaje de novela, un latino, muy interesante tal vez para otras mujeres, pero insufrible para mí.

Su rostro se contrajo con un gesto de desprecio y lástima. «¡Ah, los latinos!...»

—Todos son lo mismo: españoles, italianos, franceses. To­dos han nacido para la misma cosa. Apenas encuentran a una mujer deseable, creen faltar a sus deberes si no le piden su amor y lo que viene luego... ¿No pueden un hombre y una mujer ser amigos simplemente? ¿No podría usted ser un buen camarada y tratarme como a un compañero?

Ferragut contestó enérgicamente. No, no podría. Él la ama­ba, y después de verse repelido con tanta crueldad, su amor iría en aumento. Estaba seguro de ello.

Un temblor nervioso hizo aguda y cortante la voz de Freya. Sus ojos tomaron un brillo malsano. Miró a su acompañante como si fuese un enemigo cuya muerte deseaba.

—Pues bien, sépalo usted. Yo aborrezco a los hombres: los aborrezco porque los conozco. Quisiera la muerte de todos ellos, ¡de todos!... ¡El mal que han hecho en mi vida!... Qui­siera ser inmensamente hermosa, la mujer más hermosa de la tierra, y poseer el talento de todos los sabios concentrado en mi cerebro, y ser rica, y ser reina, para que todos los hombres del mundo, locos de deseo, vinieran a postrarse ante mí... Y yo le yantaría mis pies con tacones de hierro, e iría aplastando cabe­zas... así... ¡así!...

Golpeaba la arena del jardín con las suelas de sus breves za­patos. Un rictus histérico contraía su boca.

—A usted tal vez lo exceptuase... Usted, con todas sus arro­gancias de matamoros, es un ingenuo, un simple. Le creo capaz de soltar a una mujer toda clase de mentiras... creyéndolas us­ted antes. Pero a los otros... ¡ay, a los otros!... ¡cómo los odio!...

Miró hacia el palacio del Acuario, que asomaba su blancura entre la columnata de los árboles.

—Quisiera ser —continuó, pensativa— uno de esos ani­males de mar que cortan con las tenazas de sus patas... que tie­nen en los brazos tijeras, sierras, pinzas... que devoran a sus se­mejantes y absorben todo lo que les rodea.

Miró después una rama de árbol de la que pendían varios hilos de plata sosteniendo a un insecto de activos tentáculos.

—Quisiera ser araña, una araña enorme, y que todos los hombres fuesen moscas y vinieran a mí, irresistiblemente. ¡Con qué fruición los ahogaría entre mis patas! ¡Cómo pegaría m: boca a sus corazones!... ¡Y los chuparía... los chuparía, hasta que no les quedase una gota de sangre, arrojando luego sus cadáveres huecos!...

Ulises llegó a pensar si estaría enamorado de una loca. Su inquietud, sus ojos sorprendidos e interrogantes, parecieron de­volver la serenidad a Freya.

Se pasó una mano por la frente, como si despertase de una pesadilla y quisiera repeler sus recuerdos con este ademán. Su mirada fue serenándose.

—Adiós, Ferragut; no me haga hablar más. Acabaría usted por dudar de mi razón... Ya lo sabe: seremos amigos, amigos nada más. Es inútil pensar en lo otro. No me siga... Nos vere­mos... Yo le buscaré... ¡Adiós!... ¡adiós!

Y aunque Ferragut sentía la tentación de seguirla, permane­ció inmóvil, viéndola alejarse con paso rápido, como si huyese de las palabras que había dejado caer ante el pequeño templo del poeta.

 

Texto de Vicente Blasco Ibáñez, Mare Nostrum, 1918. capitulo V. páginas 112-114.

Una conversacion moderna, más de cien años han pasado.