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miércoles, 27 de enero de 2021

El intruso, Vicente Blasco Ibáñez o el escritor total

 


El intruso, Vicente Blasco Ibáñez o el escritor total

miércoles 27 de enero de 2021
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Vicente Blasco Ibáñez
Si algo hay que reconocerle a Blasco Ibáñez en cuanto uno se adentra en las primeras páginas de El intruso, es su profesionalidad, su maestría como narrador.

Vicente Blasco Ibáñez fue, sin lugar a duda, el primer escritor español de proyección internacional en vida como autor de éxitos de ventas, lo que hoy en día llamamos best-seller, al estilo de obras como Sangre y arena (1908), Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916) (las cuales fueron llevados al cine también con éxito, de ahí todavía más la fama de su autor), Mare Nostrum (1918) y Los enemigos de la mujer (1919). De hecho, el éxito de Los cuatro jinetes del Apocalipsis fue tanto que llegó a ser el libro más vendido en Estados Unidos en 1919, lo cual llevó a que periódicos como el Publisher Weekly comentaran: “Desde La cabaña del tío Tom no se había conocido un fenómeno semejante. Se vendían ceniceros, corbatas, pisapapeles, con motivos alusivos a la novela, y todo el mundo quería conocer al autor”. Sea como fuere, los best-sellers internacionales de Blasco Ibáñez lo enriquecieron y convirtieron en un escritor que todo lo que mandaba a la imprenta tenía una inmediata acogida multitudinaria, eso que también ahora denominamos “fenómeno de masas”. Sin embargo, Vicente Blasco Ibáñez no se estrenó como pergeñador de novelas de éxito internacional, novelas que por lo general respondían a las grandes preocupaciones del momento a lo largo del ancho mundo como fue en su momento la Primera Guerra Mundial, sino que esa condición de Midas de la literatura fue más bien el puerto al que llegó tras una larga singladura como escritor desde su Valencia natal. De hecho, nos quedaríamos cortos si afirmáramos que el éxito de Blasco Ibáñez fue sólo el fruto de esa larga singladura literaria, la cual es en buena parte un compendio de la historia de la literatura de su época, en realidad de buena parte de la literatura moderna, y además, ya lo adelanto, el tema que inspira estas líneas. A mi entender el éxito de Blasco Ibáñez fue la consecuencia directa de la personalidad apabullante, excesiva y sobre todo incansable de un hombre cuya actividad no se circunscribió a la literatura en exclusiva, al menos no durante más de la mitad de su vida, sino que abarcó campos tan diversos, pero de alguna u otra manera conectados entre sí, como la política —Blasco Ibáñez fue un republicano federalista que dio origen a un movimiento, el blasquismo, que llegó a ser de masas en su Valencia natal y gracias al cual se convirtió en la figura más importante del siglo XIX en aquella tierra— o el periodismo, donde destacó tanto en la dirección como en el articulismo, la edición como responsable de Prometeo, la primera editorial española en publicar autores de la talla de Aristófanes, Shakespeare, Quevedo, Maupassant, Zola, Gorki, Tolstoi, Dostoievski, Dumas, Hugo, Poe, London, Voltaire, Kropotkin, Nietzsche, Darwin o Marx. Tan activo como para incluso, ya siendo una figura internacional, arruinarse promoviendo una colonia de agricultores valencianos en Argentina en lo que años más tarde sería el granero arrocero de aquel país.

El intruso es una novela ideal para teorizar, si no divagar, una vez más acerca de la autenticidad en literatura.

Personalidad excesiva, sí, la que le hacía ocupar su tiempo tanto en las conspiraciones políticas de rigor, ya fuera como agitador de masas o como diputado en Madrid, la dirección de uno de los periódicos de mayor tirada de su época, El Pueblo, la redacción no sólo de artículos, sino también de reseñas de todo tipo y folletines que, gracias a su estilo desenfadado y la variada temática que trataba, cautivaban a un público más amplio del habitual, un público popular que hasta entonces no solía acercarse a la prensa escrita. Y luego estaban las novelas, claro que sí, desde su primer éxito, La araña negra (1892), hasta la ya tardía La condena (1979). Casi una cincuentena de novelas entre las que hay un buen puñado que ha pasado a la historia de la literatura en castellano con todos los honores, tanto los concedidos por la crítica como por el aprecio del público, Arroz y tartana (1894), La barraca (1898), Entre naranjos (1900), Cañas y barro (1900), La catedral (1903) o La horda (1905), como esas otras que le dieron fama internacional, pero que la crítica, y no digamos ya el paso del tiempo, ha acabado situando en una posición subalterna a las primeras. Me refiero, cómo no, a esas novelas a las que ya nos hemos referido como best-sellers de la época y de las que Sangre y arena (1908) fue su primer exponente. De hecho, fue el propio Blasco Ibáñez quien reconoció en su momento que su primer gran éxito de ventas era poco más que una recopilación de tópicos taurinos y por extensión también de una determinada idea de lo español para el gusto tanto de propios como de extraños, una historia recurrente de amour fou entre una guiri y un torero que reunía todos los ingredientes al uso del folletín para ser lo que siguen siendo hoy en día este tipo de novelas que juegan con los tópicos al por mayor, lo facilón, lo previsible: un éxito de ventas. De hecho, a Blasco Ibáñez ni siquiera le gustaban los toros como digno representante de esa tradición republicana que aborrece de eso tan inquietante que algunos definen como esencias patrias, y que luego, en realidad, no son sino manifestaciones de eso que definimos como carpetovetónica, por el nombre de dos de las tribus celtibéricas más conocidas de la antigüedad, es decir, lo que más nos retrotrae a lo más primitivo, bárbaro, de nuestro pasado. En cualquier caso, una opinión sobre el primer gran éxito de público de Blasco Ibáñez para la que no es necesario adentrarse en las páginas de Sangre y arena, trámite que uno se puede ahorrar perfectamente con visionar, siquiera ya sólo por encima, cualquiera de las versiones cinematográficas de la novela, ya sea la primera con el gran Valentino o esa otra verdaderamente infumable protagonizada por Sharon Stone.

Sin embargo, entre las primeras novelas de Blasco Ibáñez ambientadas en su Valencia natal, y con las cuales se convirtió en el principal exponente español de eso que los libros de historia de la literatura denominan naturalismo, y eso a pesar de lo difícil que resulta a veces discernir en esas primeras novelas lo que hay de puro naturalismo de lo esencial o simplemente costumbrista o localista, y esas otras que le granjearon dinero y fama porque eran, a la postre, el tipo de lectura que el gran público demandaba en momentos muy concretos como el de la que en un principio se denominó la Gran Guerra, razón de la fama conseguida con la trilogía iniciada con Los cuatro jinetes del Apocalipsis, hay otras novelas que hoy consideramos menores, novelas de antes de que Blasco Ibáñez se convirtiera en la figura de proyección internacional que llegó a ser, pero siendo ya toda una personalidad dentro de las letras españolas, y no digamos ya de la política. Me refiero a esas novelas que fueron tachadas de sociales, producto acaso único del activismo político de Blasco como republicano que llegó a aunar en su figura la voluntad tanto de ese primer proletariado español como del artesanado empobrecido por la incipiente y siempre renqueante revolución industrial española, lo que entonces empezaba a llamarse “la clase trabajadora”. Son, por lo tanto, novelas militantes, esto es, de denuncia de las injusticias que el instinto periodístico de Blasco Ibáñez descubre en la España de su época y de las que da debida cuenta, no sólo en sus artículos, sino también en forma de novela. Es a ese tipo de novelas, prácticamente ensombrecidas por el prestigio de las primeras y la fama de las últimas, que pertenece El intruso (1904), una historia ambientada en los primeros años de la industrialización en el País Vasco, y más en concreto en las minas encartadas más allá de la margen derecha de la ría del Nervión, que Blasco Ibáñez aprovecha para exponer su visión sobre lo que entonces se conocía como “la cuestión social”. Una novela acaso menor, puede que un esbozo de una verdadera novela de fuste que se queda a medio camino entre el reportaje periodístico y un drama algo previsible, pero que nos sirve como ejemplo de un tema harto recurrente dentro de la crítica del gremio, el eterno debate de la autenticidad del escritor que escribe enraizado en su entorno y por ello conocedor de primera mano, tanto de la geografía que lo rodea como de todos los vericuetos de la sociedad de la que forma parte, y ese otro denominado todoterreno, el cual escribe de lo que en principio le es ajeno, pero al que se le supone haberse documentado a fondo, en realidad todo lo que ha podido, y por lo tanto dueño de una mirada libre de las ataduras sentimentales de cualquier tipo, un escritor que enseguida olvida el territorio o las gentes de que trata su libro nada más acabarlo para saltar a otro por lo general bien distinto, y al que se le reprocha por ello una visión cuanto menos estereotipada o superficial, casi que de turista literario y poco más. Así pues, El intruso es una novela ideal para teorizar, si no divagar, una vez más acerca de la autenticidad en literatura.

El intruso se me antoja lo más parecido a un extenso reportaje periodístico de la época, si bien que, con el formato de la novela como simple coartada para presentar una realidad de la forma más prolija posible.

En cualquier caso, si algo hay que reconocerle a Blasco Ibáñez en cuanto uno se adentra en las primeras páginas de El intruso, es su profesionalidad, su maestría como narrador, poco habitual para su época. No olvidemos al periodista Blasco Ibáñez, acaso en la faceta más militante, proselitista incluso, del político que también era, director de uno de los primeros periódicos españoles, El Pueblo, en quitarse el corsé de ser poco más que un portavoz oficial del poder, un periódico del sistema, en este caso el de la primera Restauración Borbónica, un periódico que podíamos definir de combate, con una clara apuesta republicana y de eso que todavía se podía definir como la izquierda antes de la izquierda tal y como la hemos conocido a lo largo del siglo XX, un periódico que fue el primero en romper con el lenguaje encorsetado de los de su época para así poder acceder a un público más amplio y sobre todo afín, el de las clases populares que hasta la fecha no solían consumir prensa escrita. De hecho, El intruso es en buena parte la crónica de unos hechos muy concretos de la época, los sucesos anticlericales acaecidos en Bilbao en 1903 a raíz de una serie de procesiones que enfrentaron a los mineros y los católicos devotos que habían acudido del interior de la provincia a oponerse a los primeros. Así pues, cómo no caer en la tentación de especular con que El intruso fue un intento de ahondar en los vericuetos de aquellos hechos menos conocidos para todo aquel incapaz de ubicar del todo la noticia en su contexto geográfico, político y social, incluso un intento de extrapolar el conflicto social que latía en aquel rincón del norte de España a ese otro más amplio que para entonces ya había definido Carlos Marx como la lucha de clases. Cómo no aprovechar las peculiares circunstancias de la incipiente revolución industrial que sucedían en las dos márgenes de la ría del Nervión, dos orillas que eran, y todavía lo son en buena parte, como los dos lados contrapuestos de un espejo cóncavo que reflejan una misma realidad, como la metáfora perfecta de esa cada vez más enconada lucha de clases que acabaría condicionando el devenir de la primera parte del siglo XX.

De ese modo, El intruso se me antoja lo más parecido a un extenso reportaje periodístico de la época, si bien que, con el formato de la novela como simple coartada para presentar una realidad de la forma más prolija posible, y al mismo tiempo también para aleccionar al lector sobre las razones y consecuencias del conflicto social y político que se plantea a lo largo de la trama. Estamos, pues, ante un claro ejemplo de novela naturalista de la época, ni más ni menos que lo eran también las primeras de Blasco Ibáñez pertenecientes a la que se denomina como época valenciana, La barraca, Arroz y tartana, La catedral, Entre naranjos, etc., pero que ahora, como escritor que ya no escribe del entorno que le es propio y que por lo tanto conoce desde pequeño porque forma parte de él y está implicado en todo lo que le concierne, como que al naturalismo de estas novelas se le ha acusado también de pecar de cierto costumbrismo valenciano, adquiere la forma de ese extenso reportaje periodístico al que me refería antes para poder así hacer una de las novelas tan de moda en aquellos años, la novela de tesis, esto es, el género literario que se usaba para debatir los conflictos religiosos y políticos característicos de la llegada de la modernidad, y muy en especial, aquellos que resultaban de la consiguiente secularización de la vida.

En El intruso Blasco Ibáñez ya no escribe de un territorio que le es propio, no construye personajes gracias a la infinitud de modelos que ha podido conocer de cerca a lo largo de su vida, ya no se inspira en sus experiencias personales o en las de los que le rodean, no describe un territorio que lleva consigo hasta el punto de que, como el de la mayoría de los escritores que escriben de lo que tienen delante, no corresponde tanto a una realidad concreta como a la realidad que sólo existe en la cabeza del escritor. El Bilbao industrial, y los dos mundos contrapuestos que se extienden frente a frente a partir de cada orilla, es el resultado del minucioso e incluso asombroso ejercicio de documentación del autor. Un verdadero trabajo de campo que da como resultado uno de los mejores retratos de ese Bilbao y sus orillas de finales del XIX y principios del XX en pleno proceso de industrialización. Un relato muy ajustado de los conflictos que resultaban de ese proceso entre la burguesía en auge de la capital vizcaína, los obreros de las minas de origen foráneo en su mayoría, esto es, llegados cada vez más de fuera del País Vasco, con lo que eso suponía de ruptura para con el mundo tradicional vasco por cuestiones tanto ideológicas como culturales y lingüísticas, y esas otras capas populares nativas que, precisamente, veían peligrar su modo de vida tradicional por culpa tanto de la oligarquía industrial de la capital como de los recién llegados a los que consideraban poco más que extranjeros, si no invasores, dadas esas presuntas incompatibilidades culturales y lingüísticas. Un peligro que, si en su tiempo había supuesto la adhesión de la mayoría de las clases populares vascas al movimiento reaccionario por excelencia español del pasado siglo XIX, el carlismo, como intento de oponerse a la destrucción de su modo de vida tradicional representado por el llamado régimen foral por parte de un Estado español centralizador, ahora, tras la derrota final del carlismo en los campos de batalla y la supresión de los fueros vascos, empezaba a inclinarse por el incipiente nacionalismo vasco cuyo objetivo último ya no era tanto la reivindicación de un pasado foral debidamente mitificado, como la ruptura total con España para la construcción de una patria vasca libre de influencias extranjeras y apegada hasta el paroxismo a sus esencias supuestas o no.

Nada que ver por lo tanto con las tramas mucho más elaboradas y hasta sorprendentes que podemos encontrar en las primeras novelas de Blasco Ibáñez.

Ese es el entorno sociocultural e histórico en que se desarrolla la novela El intruso. Ese es también, sin lugar a duda, el valor principal de esta novela, la de ser un valioso documento histórico de un lugar y una época muy concretos. A decir verdad, El intruso es, a mi juicio, junto la trilogía Verdes valles, colinas rojas (2004-2005), de Ramiro Pinilla, el mejor retrato de ficción escrito sobre los conflictos de clase e identitarios resultantes de la industrialización de lo que se llamaría el Gran Bilbao. Sin embargo, y a diferencia de la trilogía de Pinilla que, aun siendo más profunda y meticulosa, fue escrita un siglo después y por lo tanto responde más a una recreación del pasado que a una descripción del presente, la de Blasco Ibáñez es el mejor documento escrito en tiempo real, esto es, de un verdadero testigo de la época.

Con todo, ese afán descriptivo, periodístico incluso, también es el mayor hándicap de la novela. Si la presentación que hace el autor del entorno y los personajes donde se desarrolla la historia de la novela es magistral por lo bien y minuciosamente documentada que está, y también por su propósito de crear personajes creíbles para no caer que en el maniqueísmo al uso de dividirlos entre buenos y malos, como los mineros de la margen izquierda y sus cabecillas, el empresario Sánchez Morueta, las mujeres de la familia de éste y su secretario personal y otros personajes de la otra margen del Nervión, y muy en especial el doctor Aresti y primo del empresario, en realidad el verdadero héroe de la novela y acaso el trasunto ideológico del autor, aquel a través de cuyos ojos mira y opina, esto es, el médico liberal, escéptico y descastado que se ha ido a vivir entre los más humildes concibiendo el ejercicio de su profesión como una especie de sacerdocio, el cual observa desde una falsa distancia el conflicto que se extiende ante sus ojos siendo por ello crítico con ambos bandos, sin embargo la trama casi brilla por su ausencia, o, como poco, resulta muy previsible, lo imprescindible para justificar su condición de novela.

Nada que ver por lo tanto con las tramas mucho más elaboradas y hasta sorprendentes, por los retratos de personajes con una psicología mucho más elaborada, acaso al margen de la necesidad de contraponer unos modelos socioideológicos a otros, que podemos encontrar en las primeras novelas de Blasco Ibáñez, y en especial en aquellas denominadas valencianas. A decir verdad, en estas últimas la pluma de Blasco Ibáñez brilla por su naturalidad, su frescura incluso, ni más ni menos que la que hizo que el escritor valenciano llegara a tanta gente como nunca antes lo habían hecho otros gracias a haber sabido soltar los lastres de la novelística excesivamente entumecida e ineficaz que se estila en su época para consumo de cuatro ilustrados y poco más. Una frescura que se nota en cada renglón de sus novelas valencianas a la hora de presentar ambientes y personajes sin necesidad de extenderse en disquisiciones de tipo histórico o social, el lector ya sabrá sacar sus propias consecuencias, y sobre todo se dará cuenta de que el autor conoce el medio que describe y también a sus gentes. Una frescura, en suma, que hace que esas novelas valencianas de Blasco Ibáñez sigan siendo las más leídas, porque cuando las tienes entre tus manos no puedes dejar de asombrarte de lo modernas y válidas que resultan a pesar de todo el tiempo transcurrido. Una frescura o implicación con el tema a tratar que en el caso de El intruso se nota hasta cierto punto ausente, acaso también impostada, porque al tratarse de un texto sobre una realidad ajena en lo personal, es inevitable que, a pesar de todos los propósitos del autor por ser lo más fidedigno posible, no caiga, tanto en cierta frialdad descriptiva como en puede que todo lo contrario, en una idealización sobre el objeto a narrar que en otro autor con vínculos más estrechos, da igual la condición de éstos, biográficos, familiares, sentimentales o de cualquier otro tipo, no se daría de la misma manera. Valga como ejemplo la muy distinta interpretación que hace Blasco Ibáñez en El intruso de las motivaciones de los vascos durante las Guerras Carlistas, donde es imposible no atisbar cierta idealización romántica propia del que ve las cosas desde la lejanía con cierta condescendencia, y esa otra escrita cuatro años más tarde por Pío Baroja, un escritor del país, la cual no es sino la sentencia lapidaria de un vasco de ciudad y librepensador acerca de sus paisanos del interior observados sobre todo desde su trinchera ideológica.

Pensaba con tristeza en los miles de hombres muertos en aquellos montes y en otros de más allá; en todos los que se pudrían y disgregaban en las entrañas de la tierra vasca por un pleito de familia, por una simple cuestión de personas, hábilmente explotada en nombre del sentimiento religioso y de la repulsión que siente el vascongado por toda autoridad que le exija obediencia al otro lado del Ebro (p. 51).

El intruso (1904), de Vicente Blasco Ibáñez.


Los vascos, siguiendo las tendencias de su raza, marchaban a defender lo viejo contra lo nuevo. Así habían peleado en la antigüedad contra el romano, contra el godo, contra el árabe, contra el castellano, siempre a favor de la costumbre vieja y en contra de la idea nueva. Estos aldeanos y viejos hidalgos de Vasconia y de Navarra, esta semiaristocracia campesina de las dos vertientes del Pirineo creían en aquel Borbón vulgar, extranjero y extranjerizado, y estaban dispuestos a morir para satisfacer las ambiciones de un aventurero tan grotesco (p. 335).

Zalacain el aventurero (1908), de Pío Baroja.

No ocurre lo mismo con El intruso, una novela de tesis de cuando el autor ya parecía haberse aburrido de inspirarse en su territorio mítico, esto es, aquel que el escritor construye a partir de una realidad que le es cercana, familiar o simplemente afectiva, de cuando lo que parece inspirar sus libros es más el activismo político que motivos estrictamente literarios. De ese modo, leído El intruso sólo queda establecer que se trata de un muy valioso documento de época con una trama que se olvida a los pocos días porque no ha conseguido inspirar emoción alguna, como tampoco reflexión, al lector. De modo que sólo permanecerá en la memoria como referencia para aquel que quiera saber de la época y el entorno del que trata. Una novela de cuando todavía primaba en su oficio literario el pujo por servirse de éste para cambiar las cosas, a medio camino entre lo más brillante, espontáneo, expuesto, carnal, “naturalista”, de su obra, las novelas valencianas, y esas otras de su etapa como escritor de éxitos a escala internacional, sobre todo a partir de ese compendio de topicazos castizos y carpetovetónicos que fue Sangre y arena y que tanto éxito le reportó iniciando con ello su segunda etapa de pergeñador de best-sellers para consumo de ese gran público que reclama una lectura no excesivamente exigente y todavía menos comprometida. Una figura tan controvertida que no podemos cerrar estas líneas sin subrayar que esa dicotomía como escritor de Vicente Blasco Ibáñez, la del escritor de raíz y la del fabricador de éxitos, resume a la perfección esa otra de la historia de la literatura en las que el resto de escritores parecen dividirse entre los que eligen el camino de la literatura con alma, y acaso también con raíz, los que procuraran no alejarse de su territorio mítico, acaso ya sólo construir el suyo propio a toda costa confiando en que encontrarán lectores que sabrán apreciarlo en su justa medida, incluso incorporarlo a su acervo formativo como propio de alguna u otra manera, y esos otros que prefieren ir de salto en salto procurando complacer en todo momento el gusto caprichoso y fácilmente impresionable del gran público. Por mi parte, me basta con subrayar una vez más cuáles son las novelas de Blasco Ibáñez que todavía se siguen leyendo hoy en día con verdadera sorpresa y deleite por todo tipo de lectores, porque no han perdido frescura ni autenticidad a diferencia de otras de las que ya sólo se citan en las bibliografías, para dar a entender cuál es el camino que considero único, si bien largo e intrincado, al objeto de hacer literatura de verdad y no cualquier otra cosa.